Poemas:
La caja milagrosa
I
Para honrar la siempre limpia
Concepción Inmaculada
en la hermosa y opulenta
capital de Nueva España,
un vecino muy devoto
y de riquezas muy vastas,
trató de hacer un convento
digno de gloria tan alta;
y comprando unos solares,
y al rey demandando gracia,
logró dar cima a su anhelo
sin medir riesgos ni vallas.
Llamábase aquel buen hombre
Juan Aguirre de Suasnaba,
pródigo en las caridades,
y en las costumbres, sin tacha.
Cuando con gran regocijo
miró su obra comenzada
y dio fin a los cimientos
y forma a sus esperanzas,
la segur, que no respeta
glorias y dichas mundanas,
cortó el hilo de su vida,
por cierto envidiable y grata.
Tocó a sus más allegados
heredar cuanto dejara,
y ya ricos, no quisieron
proseguir obra tan santa.
Quedó en punible abandono
la nueva y costosa fábrica,
sin que de ponerle término
se dijera una palabra.
Los dueños de la fortuna
fuéronse a tierras extrañas,
y nadie creyó que hubiese
quien a Aguirre reemplazara.
Apagáronse de un soplo
las ilusiones doradas
de cuantos vieron seguía
del nuevo templo la fábrica.
Y en las más nobles familias
con dolor se comentaba
la conducta de los deudos
del propio interés avara.
Las pudorosas doncellas
que con delicia y con ansia
soñaron en vestir pronto
manto azul, túnica blanca,
y habitar del nuevo claustro
la quieta y feliz morada,
al saber la triste nueva
vertieron secretas lágrimas.
En esos tiempos remotos
del mundo en la mar sin playas,
para encaminarse al cielo
era el convento la barca;
la celda, puerto y refugio
de la vida en las borrascas;
y la fe, radiante estrella,
nuncio y galardón del alba.
En los tristes desengaños,
en las dudas más amargas,
en la orfandad sin apoyo
y el amor sin esperanza,
cuando todos los dolores
a un tiempo el ánimo embargan
y la razón obscurece
y las virtudes desmayan,
el claustro fue la piscina,
el Jordán de frescas aguas
en que encontraron alivio
los hondos males del alma.
Y las vírgenes más bellas,
las azucenas más castas,
en sus floridos abriles,
en su edad más dulce y grata,
encerrábanse en las celdas
como en tumbas solitarias,
viviendo en completo olvido
sin ambiciones bastardas;
y allí, sin decir a nadie
la historia de sus desgracias,
era su ilusión la muerte
y el martirio su enseñanza.
Tarde por tarde, iban muchos
a ver en desierta plaza,
frente a la modesta ermita
que a nuestros tiempos alcanza
los comenzados cimientos
de la nueva mansión sacra
que iba a honrar la siempre
limpia Concepción Inmaculada;
y para excitar el celo
de gentes ricas y santas
que con su cuantiosa hacienda
el monasterio acabaran,
una fiesta organizóse
invitando a la más alta
sociedad de la opulenta
capital de Nueva España.
II
En medio de gran gentío
un viejo orador sagrado
dice así con voz sonora
y con inmenso entusiasmo:
– “No es cierto que nadie quiera
esta obra llevar a cabo,
que hay alguien a quien le sobran
elementos para el caso.
Allí escondido entre muchos
acierto a ver a mi hermano;
lo conocéis casi todos,
le llaman Simón de Haro”;
“es un minero muy rico,
y es además buen cristiano,
y va a encargarse de todo
lo que otros abandonaron”.
“¿Que habrá que gastar dinero?
¡nada importa! ¡Tiene tanto!
y además pueden sus minas
darle cuanto es necesario.
El terminará el convento,
él lo hará, puedo jurarlo,
y tal vez desde mañana
ocupe aquí muchos brazos”.
Volvieron todos el rostro
a don Simón, contemplando
que estaba absorto y confuso
con un sermón tan extraño.
Y prodigándole encomios,
y apretándole la mano,
por su decisión tan noble
todos le felicitaron.
Sin dar a nadie respuesta,
confuso, atónito, pálido,
al ver ya fuera del púlpito
a quien movió tal escándalo,
fuése saliendo a su encuentro
de esta guisa a interpelarlo.
– Si sabes que soy muy pobre,
pues muy exiguo es mi erario,
¿por qué de erigir conventos
me impones el duro encargo
cuando en mi caja no quedan
más que muy pocos ducados ?
-Yo no he dicho una palabra.
-¡Estás loco! Te escucharon
todos los que aquí han venido
y que no son muy escasos.
– Pues te juro que no dije
ni una frase… -Has dicho tanto
que todos me reconocen
como un rico nada avaro,
que va a construir el convento.
En esto pienso que hay algo
misterioso, incomprensible.
-Lo que dijeron tus labios
todo el mundo lo comprende.
-Yo no lo he dicho.-Habla claro.
-Sospecho que las palabras
que oyeron todos, hermano,
las ha dicho por mi boca
el mismo Espíritu Santo.
– ¿Será posible ?-No dudes,
porque yo ni lo he pensado,
y al decir que nada dije
con esta verdad me salvo.
-Dios será quien te proteja.
-Yo estoy muy pobre y no guardo
en caja sino muy poco,
ven a ver mi caja.-Vamos.
De don Simón a la casa
bien pronto se encaminaron,
y abriendo una tosca puerta
entraron a húmedo cuarto.
Vieron los dos una caja
abandonada en un ángulo,
forrada en vetusto cuero
y llena de toscos clavos.
La abrió don Simón, y al punto
saca con su propia mano
cerca de catorce duros
que allí estaban encerrados.
– ¿Basta para un monasterio
este pequeño puñado?
Y antes de que a tal pregunta diera
respuesta su hermano,
dentro de la antigua caja
oyeron un ruido extraño
y los espantados ojos
a un tiempo volvieron ambos.
De escudos limpios y hermosos
halláronla rebosando,
y postráronse de hinojos
absortos de aquel milagro.
Vaciáronla varias veces,
y en cada vez la encontraron
llena de nuevas monedas
que arrojaba ignota mano.
-Con esto se hará el convento.
-Y la obra llevaré a cabo.
-Alabemos a la Virgen,
-Y al Señor tres veces santo.
Con lágrimas en los ojos
y trémulos y rezando,
el clérigo y el minero
salieron al fin del cuarto.
Se dio principio a las obras,
y en menos de quince años
se alzó el templo y el convento
de la Concepción llamado.
Y en el espléndido coro,
las monjas siempre guardaron,
como caja milagrosa,
portento admirable y raro,
la que durante las obras
sola se estuvo llenando
hasta que la ultima piedra
se puso en el templo santo.
Y esta conseja la citan
haciendo mención del caso
autores que en nuestros tiempos
pasan por doctos y sabios.
El callejón del beso
Una noche invernal, de las más bellas
con que engalana enero sus rigores
y en que asoman la luna y las estrellas
calmando penas e inspirando amores;
noche en que están galanes y doncellas
olvidados de amargos sinsabores,
al casto fuego de pasión secreta
parodiando a Romeo y a Julieta.
En una de esas noches sosegadas,
en que ni el viento a susurrar se atreve,
ni al cruzar por las tristes enramadas
las mustias hojas de los fresnos mueve
en que se ven las cimas argentadas
que natura vistió de eterna nieve,
y en la distancia se dibujan vagos
copiando el cielo azul los quietos lagos;
llegó al pie de una angosta celosía,
embozado y discreto un caballero,
cuya mirada hipócrita escondía
con la anchurosa falda del sombrero.
Señal de previsión o de hidalguía
dejaba ver la punta de su acero
y en pie quedó junto a vetusta puerta,
como quien va a una cita y está alerta.
En gran silencio la ciudad dormida,
tan sólo turba su quietud serena,
del Santo Oficio como voz temida
débil campana que distante suena,
o de amor juvenil nota perdida
alguna apasionada cantilena
o el rumor que entre pálidos reflejos
suelen alzar las rondas a lo lejos.
De pronto, aquel galán desconocido
levanta el rostro en actitud violenta
y cual del alto cielo desprendido
un ángel a su vista se presenta
-¡Oh Manrique! ¿Eres tú? ¡Tarde has venido!
-¿Tarde dices, Leonor? Las horas cuenta.
Y el tiempo que contesta a tal reproche
daba el reloj las doce de la noche.
Y dijo la doncella: – “Debo hablarte
con todo el corazón; yo necesito
la causa de mis celos explicarte.
Mi amor, lo sabes bien, es infinito,
tal vez ni muerta dejaré de amarte
pero este amor lo juzgan un delito
porque no lo unirán sagrados lazos,
puesto que vives en ajenos brazos.
“Mi padre, ayer, mirándome enfadada
-me preguntó, con duda, si era cierto
que me llegaste a hablar enamorado,
y al ver mi confusión, él tan experto,
sin preguntarme más, agregó airado:
prefiero verlo por mi mano muerto
a dejar que con torpe alevosía
mancille el limpio honor de la hija mía.
“Y alguien que estaba allí dijo imprudente:
¡Ah! yo a Manrique conocí en Sevilla,
es guapo, decidor, inteligente,
donde quiera que está resalta y brilla,
mas conozco también a una inocente
mujer de alta familia de Castilla,
en cuyo hogar, cual áspid, se introdujo
y la mintió pasión y la sedujo.
Entonces yo celosa y consternada
le pregunté con rabia y amargura,
sintiendo en mi cerebro desbordada
la fiebre del dolor y la locura:
-¿Esa inocente víctima inmolada
hoy llora en el olvido su ternura?
Y el delator me respondió con saña:
-¡No! La trajo Manrique a Nueva España.
“Si es la mujer por condición curiosa
y en inquirir concentra sus anhelos,
es más cuando ofendida y rencorosa
siente en su pecho el dardo de los celos
y yo, sin contenerme, loca, ansiosa,
sin demandar alivios ni consuelos,
le pregunté por víctima tan bella
y en calma respondió: -Vive con ella.
“Después de tal respuesta que ha dejado
dudando entre lo efímero y lo cierto
a un corazón que siempre te ha adorado
y sólo para ti late despierto,
tal como deja un filtro envenenado
al que lo apura, sin color y yerto:
no te sorprenda que a tu cita acuda
para que tú me aclares esta duda”.
Pasó un gran rato de silencio y luego
Manrique dijo con la voz serena
-“Desde que yo te vi te adoro ciego
por ti tengo de amor el alma llena;
no sé si esta pasión ni si este fuego
me ennoblece, me salva o me condena,
pero escucha, Leonor idolatrada,
a nadie temo ni me importa nada.
“Muy joven era yo y en cierto día
libre de desengaños y dolores,
llegué de capitán a Andalucía,
la tierra de la gracia y los amores.
Ni la maldad ni el mundo conocía,
vagaba como tantos soñadores
que en pos de algún amor dulce y profundo
ven como eterno carnaval el mundo.
“Encontré a una mujer joven y pura,
y no sé qué la dije de improviso,
la aseguré quererla con ternura
y no puedo negártelo: me quiso.
Bien pronto, tomó creces la aventura;
soñé tener con ella un paraíso
porque ya en mis abuelos era fama:
antes Dios, luego el Rey, después mi dama.
“Y la llevé conmigo; fue su anhelo
seguirme y fue mi voluntad entera;
surgió un rival y le maté en un duelo,
y después de tal lance, aunque quisiera
pintar no puedo el ansia y el desvelo
que de aquella Sevilla, dentro y fuera,
me dio el amor como tenaz castigo
del rapto que me pesa y que maldigo.
“A noticias llegó del Soberano
esta amorosa y juvenil hazaña
y por salvarme me tendió su mano,
y para hacerme diestro en la campaña
me mandó con un jefe veterano
a esta bella región de Nueva España…
¿Abandonaba a la mujer aquella?
soy hidalgo, Leonor, ¡vine con ella!
“Te conocí y te amé, nada te importe
la causa del amor que me devora;
la brújula, mi bien, siempre va al norte;
la alondra siempre cantará a la aurora.
¿No me amas ya? pues deja que soporte
a solas mi dolor hora tras hora;
no demando tu amor como un tesoro,
¡bástame con saber que yo te adoro!
“No adoro a esa mujer; jamás acudo
a mentirle pasión, pero tú piensa
que soy su amparo, su constante escudo,
de tanto sacrificio en recompensa.
Tú, azucena gentil, yo cardo rudo,
si ofrecerte mi mano es una ofensa
nada exijo de ti, nada reclamo,
me puedes despreciar, pero te amo”.
Después de tal relato, que en franqueza
ninguno le excedió, calló el amante,
inclinó tristemente la cabeza;
cerró los ojos mudo y anhelante
ira, celos, dolor, miedo y tristeza
hiriendo a la doncella en tal instante
parecían decirle con voz ruda:
la verdad es más negra que la duda.
Quiere alejarse y su medrosa planta
de aquel sitio querido no se mueve,
quiere encontrar disculpa, mas le espanta
de su adorado la conducta aleve;
quiere hablar y se anuda su garganta,
y helada en interior como la nieve
mira con rabia a quien rendida adora
y calla, gime, se estremece y llora.
¡Es el humano corazón un cielo!
Cuando el sol de la dicha lo ilumina
parece azul y vaporoso velo
que en todo cuanto flota nos fascina:
si lo ennegrece con su sombra el duelo,
noche eterna el que sufre lo imagina,
y si en nubes lo envuelve el desencanto
ruge la tempestad y llueve el llanto.
¡Ah! cuán triste es mirar marchita y rota
la flor de la esperanza y la ventura,
cuando sobre sus restos solo flota
el negro manto de la noche obscura;
cuando vierte en el alma gota a gota
su ponzoñosa esencia la amargura
y que ya para siempre en nuestra vida
la primera ilusión está perdida.
Leonor oyendo la vulgar historia
del hombre que encontrara en su camino,
miró eclipsarse la brillante gloria
de su primer amor, casto y divino;
su más dulce esperanza fue ilusoria,
culpaba, no a Manrique, a su destino
y al fin le dijo a su galán callado:
-“Bien; después de lo dicho, ¿qué has pensado?
“Tanta pasión por ti mi pecho encierra
que el dolor que me causas lo bendigo;
voy a vivir sin alma y no me aterra,
pues mi culpa merece tal castigo.
Como a nadie amaré sobre la tierra
llorando y de rodillas te lo digo,
haz en mi nombre a esa mujer dichosa,
porque yo quiero ser de Dios esposa.
Calló la dama y el galán, temblando,
dijo con tenue y apagado acento:
-“Haré lo que me pidas; te estoy dando
pruebas de mi lealtad, y ya presiento
que lo mismo que yo te siga amando
me amarás tú también en el Convento;
y si es verdad, Leonor, que me has querido
dame una última prueba que te pido.
“No tu limpia pureza escandalices
con este testimonio de ternura
no hay errores, ni culpas, ni deslice
entre un hombre de honor y un alma pura;
si vamos a ser ambos infelices
y si eterna ha de ser nuestra amargura,
que mi postrer adiós que tu alma invoca
lo selles con un beso de mi boca”.
Con rabia, ciega, airada y ofendida,
-“No me hables más, – repuso la doncella –
sólo pretendes verme envilecida
y mancillarme tanto como a aquélla.
Te adoro con el alma y con la vida
y maldigo este amor, pese a mi estrella,
si hidalgo no eres ya ni caballero
ni debo amarte, ni escucharte quiero”.
Manrique, entonces la cabeza inclina,
siente que se estremece aquel recinto,
y sacando una daga florentina,
que llevaba escondida bajo el cinto
como un tributo a la beldad divina
que amó con un amor jamás extinto,
altivo, fiero y de dolor deshecho
diciendo :-“Adiós, Leonor”, la hundió en su pecho.
La dama, al contemplar el cuerpo inerte
en el dintel de su mansión caído,
maldiciendo lo negro de la suerte,
pretende dar el beso apetecido.
Llora, solloza, grita ante la muerte
del hombre por su pecho tan querido,
y antes de que bajara hasta la puerta
la gente amedrentada se despierta.
Leonor, a todos sollozando invoca
y les pide la lleven al convento
junto a Manrique, en cuya helada boca
un beso puede renovar su aliento.
Todos claman oyéndola: “¡Está loca!”
y ella, fija en un solo pensamiento
convulsa, inquieta, lívida y turbada
cae, al ver a su padre, desmayada.
Y no cuentan las crónicas añejas
de aquesta triste y amorosa hazaña,
si halló asilo Leonor tras de las rejas
de algún convento de la Nueva España.
Tan fútil como todas las consejas,
si ésta que narro a mi le lector extraña,
sepa que a la mansión de tal suceso,
llama la gente: “El Callejón del Beso”.
Mi padre
Yo tengo en el hogar un soberano,
único a quien venera el alma mía;
es su corona su cabello cano,
la honra su ley y la virtud su guía.
En lentas horas de miseria y duelo,
lleno de firme y varonil constancia,
guarda la fé con que me habló del cielo
en las horas primeras de mi infancia.
La amarga proscripción y la tristeza
en su alma abrieron incurable herida;
es un anciano, y lleva en su cabeza
el polvo del camino de la vida.
Ve del mundo las fieras tempestades,
de la suerte las horas desgraciadas,
y pasa, como cristo el Tiberiades,
de pie sobre las ondas encrespadas.
Seca su llanto, calla sus dolores,
y sólo en el deber sus ojos fijos,
recoge espinas y derrama flores
sobre la senda que trazó a sus hijos.
Me ha dicho: “A quien es bueno, la amargura
jamás en llanto sus mejillas moja:
en el mundo la flor de la ventura
al mas ligero soplo se dehoja.
“Haz el bien sin temer al sacrificio,
el hombre ha de luchar sereno y fuerte,
y halla quien odia la maldad y el vicio
un tálamo de rosas en la muerte.
“Si eres pobre confórmate y sé bueno;
si eres rico protege al desgraciado,
y lo mismo en tu hogar que en el ajeno
guarda tu honor para vivir honrado.”
“Ama la libertad, libre es el hombre
y su juez más severo es la conciencia;
tanto como tu honor guarda tu nombre,
pues mi nombre y mi honor forman tu herencia”.
Este código augusto, en mi alma pudo
desde que lo escuché, quedar grabado;
en todas las tormentas fue mi escudo,
de todas las borrascas me ha salvado.
Mi padre tiene en su mirar sereno
reflejo fiel de su conciencia honrada;
¡cuánto consejo cariñoso y bueno
sorprendo en el fulgor de su mirada!
La nobleza del alma es su nobleza;
la gloria del deber forma su gloria;
es pobre, pero encierra su pobreza
la página más grande de su historia.
Siendo el culto de mi alma su cariño,
la suerte quiso que al honrar su nombre,
fuera el amor que me inspiró de niño
la más sagrada inspiración del hombre.
Quiera el cielo que el canto que me inspira
siempre sus ojos con amor lo vean,
y de todos los versos de mi lira
éstos los dignos de su nombre sean.
Sin sobre
Abro tu carta y reconozco ufano
Tu letra fácil, tu dicción hermosa;
Tú la trazaste con tu propia mano
Pues el papel trasciende a tuberosa.
Al escribirla estabas intranquila
Y ya estoy sospechando tus desvelos
Los médicos me han dicho, que vacila
El pulso con la fiebre de los celos.
Veo tus líneas torcidas, descuidadas,
Y esto halaga mis propios pareceres
Porque sé que no estando enamoradas
Nunca escriben sin falsa las mujeres.
¡Con el arrojo de tus veinte abriles,
Has escrito un aumento que me mata!
Siempre ha sido en las cartas femeniles
Importante o terrible la postdata.
No me vuelvas a ver. Ya no te quiero,
Esto me dices con desdén profundo:
Yo traduzco: ven pronto que me muerto,
De algo me sirve conocer el mundo.
Dices que consolando tu tristeza
Vas al campo a llorar penas de amores
Así podrá tener Naturaleza
Coronas de diamantes en las flores.
Pero no viertas llanto por tus penas
Que siempre se evaporan bajo el cielo;
Las lluvias del desierto en las arenas
Y el llanto, entre las blondas del pañuelo.
Las horas de silencio son tan largas,
Que comprendo la angustia con que gimes;
Las verdades del alma son amargas,
Y las mentiras del amor, sublimes.
Inquieres con tesón si a cada instante
Busco tu imagen o su culto pierdo,
¿Dónde está, niña cándida, el amante
Que diga en estas cosas: no me acuerdo?
Quien convertir pretenda de improviso
El amor terrenal en culto eterno,
Necesita labrar un Paraíso
Sobre la obscura cima del infierno.
¿Ves ese Sol que llena de alegría
El cielo, el mar, el bosque y las llanuras?
El trae a los mortales cada día
Nuevas dichas y nuevas amarguras.
Cada alma tiene libro que atesora
sus efectos en él, sin vano alarde;
¡Cuánto nombre se agrega en cada aurora!
¡Cuánto nombre se borra en cada tarde!
¿Quién sabe por qué anhela lo que anhela?
¿Quién será siempre el mismo, siendo humano?
Dicha, amor, esperanza, todo vuela
Sobre ese amargo y turbulento Océano.
Y así preguntas con afán sincero:
¿Por qué me quieres?… voy a responderte:
Yo te quiero mujer porque te quiero;
No tengo otra razón para quererte.
¿Tú te conformarás con tal respuesta,
Que de mi propio corazón recibo?
Tal vez la encuentre sin razón; pero ésta
Es la única razón por qué te escribo.
Que yo no vuelva a verte… me propones
Y aunque mi mente vacilante queda,
En vista de tu sexo y tus razones
Allá iré lo más pronto que pueda.
Adúltera
Tienes como Luzbel, formas tan bellas
que el hombre olvida al verte, enamorado,
que son tus ojos negros dos estrellas
veladas por la sombra del pecado.
Y no turbas, hipócrita el reposo
el Pobre hogar con que tu falta escudas,
porque a besar te atreves al esposo,
como besara a Jesucristo Judas.
¡Aún sus flores te da la primavera
y ya tienes el alma envilecida!…
Ya llegarás a ver, aunque no quieras,
el horizonte oscuro de tu vida.
Desdeñas los sagrados embelesos
del casto hogar de la mujer honrada;
y audaz ostentas el vender tus besos
las llamas del infierno en tu mirada.
Manchas el suelo que tu planta pisa
y manchas lo que tocas con la mano;
te dio Lucrecia Borgia su sonrisa
y Mesalina su perfil romano.
Brota el deleite de tus labios rojos;
se aparta la virtud de tu presencia;
porque más negras, más negra que tus ojos,
tienes, mujer, el alma y la conciencia.
Rosas de abril parecen tus mejillas;
mármol de Paros, tu ondulante seno;
más… ¡ay!, que tan excelsas maravillas
son del barro nomás del cieno.
Reina del mal: tú tienes por diadema
la infamia, que con nada se redime;
el pudor es un ascua que te quema,
el deber es un yugo que te oprime.
Tienen las gracias con que al mundo halagas
precio vil en mercancías repugnantes,
y te envaneces de cubrir tus llagas
con seda recamada de brillantes.
En este siglo en que el honor campea
no te ha de perdonar ni el vulgo necio;
hieren más que las piedras de Judea
los dardos de la burla y el desprecio.
Mañana, enferma, pobre, abandonada,
de la mundana compasión proscrita,
el honor, cuando mueras humillada,
sobre tu fosa escribirá… «¡Maldita!…»
El Nido
Mira ese árbol que a los cielos
sus ramas eleva erguido;
en ellas columpia un nido
en que duermen tres polluelos.
Ese nido es un hogar;
no lo rompas, no lo hieras:
sé bueno y deja a las fieras,
el vil placer de matar.
Biografía:
Juan de Dios Peza. Poeta, periodista y político mexicano, fue conocido por su política liberalista que le llevó a dedicarse al periodismo en detrimento de sus estudios iniciales, donde fue alumno de Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano. Peza colaboró con medios como la Revista Universal o La Juventud Literaria antes de comenzar su labor diplomática en España, donde trabó amistad con Castelar y Campoamor. De nuevo en México fue elegido diputado y continuó con su obra literaria, de corte realista, siendo traducido a más de cinco idiomas. De entre sus libros habría que destacar sus poemarios, en concreto Cantos del hogar (1890).