Poemas:
Discurso del sobreviviente
A Jorge Luis Borges, in memoriam.
Nací en una gruta de Abisinia.
Tuve un palo,
un hacha
y una tea.
Tuve una cabra,
una mujer
y un jergón.
En la densa y profunda noche
de la Prehistoria
alimenté el fuego
con ramas y follajes
de antiguos árboles.
Unas veces morí de hambre,
otras, me devoró la fiera.
O desaparecí
queriendo alcanzar
la orilla opuesta
de un violento y caudaloso río.
Maté a mi enemigo.
Bailé alrededor del fuego.
Me inicié en los secretos
de la vida y la muerte.
Pinté búfalos y bisontes
en las paredes
y en los techos de las cuevas.
Conocí los misterios del placer
y los secretos de la fecundidad.
Fui alfarero,
fui agricultor,
fui pastor.
En el viento de la estepa
aprendí las primeras notas
con mi flauta de cáñamo.
Descubrí el metal.
Corrí al encuentro de otros hombres
blandiendo una espada.
Quedé tendido en la hierba
hasta que mi cuerpo
tuvo el color
de una hoja de otoño.
Veinte siglos después,
mirando hacia la vieja noche
escribo:
la vida es sólo
un dulce oficio de matar
y de sobrevivir.
Discurso del pintor de la corte
He pintado un bufón.
Lo pinté con sombrero, capa y calzones de color púrpura.
También pinté el retrato de la reina
en el insomnio de los aposentos.
Y pinté a su hija -la infanta-
con gran despliegue de sedas, y perlas, y profusos cortinajes.
Me pagan bien por pintar.
Mi oficio es embellecer esos rostros, darles esa luz,
hacer que parezcan llenos de un extraño esplendor.
Mi oficio es dotarlos de vida,
de modo que el tiempo pase y se impregne
de un vago sortilegio.
He pintado muchas caras, muchos cuerpos.
He pintado ropajes que relumbran.
He pintado a unos en pose de ministros,
y a otros
en pose de militares.
He pintado el odio, la sed,
he pintado sin cesar el vicio
que se arrastra y silba.
He pintado lo feo y lo sublime
y por ello me pagan.
Puedo hacer la magia de los rostros:
que una grosera nariz
resulte elegante en la cara de un alto funcionario.
Y que una boca demasiado grande
parezca de pronto una fruta.
Que unos ojos llenos de miedo, de rencor,
recuerden los ojos de un niño
(para eso me pagan
y hago bien mi trabajo).
La reina viene
para que yo la pinte montada sobre un caballo.
El rey desea que yo lo retrate en su gabinete.
Los enanos saltan a mi alrededor
palpando las preciosas texturas
que destellan sus vanos colores.
Todos vienen a mí
y yo abro los brazos como si fuera Dios.
Pinto,
pinto sin cesar a mis criaturas
con la misma tenacidad
con que la muerte las devora.
Moisés
Y Moisés dijo a su pueblo: Tened memoria de
aqueste día, en el cual habéis salido de Egipto…
ÉXODO, 13, 3.
Vengo de las duras arenas de Egipto,
de las pardas y lejanas tierras de Canaán.
Me sigue el pueblo de Israel,
este arduo y cansado pueblo,
esta insomne y misteriosa raza
sin patria y sin memoria.
Atravesé las aguas,
recorrí sedientas estepas,
vi morir despacio a sus hijos,
pero seguí adelante.
Mi pueblo nada pregunta, simplemente me sigue.
Lenta y confusamente me sigue
hacia donde yo señalo.
Si digo: “la tierra que prometí está hacia el norte”,
él va conmigo hacia el norte.
Pero si digo: “la tierra que nos aguarda
queda al sur”,
vuelve inmediatamente los pasos hacia el sur.
Y si me paro en seco, y exclamo:
“al este, debemos encaminarnos al este”,
mi pueblo no protesta,
porque sabe que la tierra de Jehová
está en todas partes.
A veces me pregunto
qué tierra es esa a la que nos dirigimos,
qué milagroso país nos aguarda
al final de este ciego peregrinaje.
En un mundo embriagado de fronteras,
hundidos hasta los ojos en la barbarie,
¿a dónde podremos ir?
Quizás a la tierra del Amorrheo,
de pastores y labradores?
Tal vez a la del Jebuseo,
tierra de mercaderes,
sitio de tránsito en el espejo de las caravanas.
Mi pueblo no sabe que temo por él.
De noche, con los ojos abiertos, medito
en la oscuridad.
Me levanto y camino envuelto por las sombras
hasta que el día me sorprende.
Entonces,
como quien tiene una súbita revelación
obligo a mi pueblo a emprender nuevamente la marcha,
haciéndole creer
que a la distancia del vuelo de una flecha
está el final del viaje.
Habla Enós
Entramos en los recintos de la piel,
en las densas y rumorosas praderas de la sangre.
En medio de la noche, rodeados de vastedad y silencio,
tuvimos la dulce tarea
de aprender a deletrear el mágico alfabeto
del fuego.
Las aguas se separaron,
de ellas surgió el animal de sangre espesa,
el ave de interrogante cuello.
Surgió la rápida e insobornable alimaña.
La mano amasó el barro, y con barro se alimentaron
los primeros objetos,
aquellos que ignoraban la muerte.
Del barro surgió el oficio de la duda.
De la duda surgió el primer insomnio.
Del insomnio la primera huella de embriaguez.
Morir no era entonces morir, sino la forma más pura,
el estado más próximo
a la sagrada perfección.
Aunque primitivas, las formas gozaban de cierta idealidad,
de una larga y estival firmeza
comparable
a las tranquilas fosforescencias
del aire.
Eran tiempos
en los que un cuerpo era todos los cuerpos
y una verdad toda la verdad.
Somos hijos de la carne, mensajeros
del tiempo y del destino.
Sabemos que sobrevivir es cruel,
y en toda verdadera invención
hay un átomo de su futuro desastre.
Tocamos los objetos, reconocemos su textura.
Y en nuestras manos se deshacen.
Muchacho que corre
(Escena final del filme Los 400 golpes, de François Truffaut.)
Un muchacho corre hacia el bosque.
Lo persiguen, pero no logran darle alcance,
su miedo es más veloz,
su deseo de libertad más poderoso
que las piernas de un guardián.
Un muchacho parecido a ti,
con el mismo color de tus ojos,
con ideas similares a las tuyas
escapa hacia el bosque.
Un muchacho entre millones de muchachos,
con padres que lo aman o lo odian,
con amigos sinceros o hipócritas,
con maestros que le hablan o gritan.
Un pobre muchacho llamado Antoine,
que en otro idioma y en otro país cualquiera
serías tú
-tú mismo corriendo hacia el bosque,
tú que jadeas y huyes hacia ninguna parte-.
Nadie logra detener a un muchacho que se evade,
uno que escapa de sí y los demás.
Son cuatro minutos corriendo en la pantalla,
cuatro minutos en los que la cámara
-con un largo y poderoso traveling-
lo sigue de cerca,
hasta que en su tenaz y atropellada huida
por fin alcanza
lo único que se interpone
entre él y el mundo:
la oscura y memorable visión del mar.
La sed
A mi edad se siente una extraña sed.
Por más agua que beba de viejos y transparentes arroyos,
por más que hunda el rostro y las manos en sedentarias fuentes,
mi sed no se apaga.
Cierro los ojos y un delicado fuego crepita en mi interior.
Es el fuego de las palabras que aún no he dicho,
la luz de los días más tenues, de unos ojos que no he besado jamás.
A mi edad -que es la del hombre que no duerme,
la del hombre que no volverá a dormir-
se padece una antigua y despiadada sed.
Biografía:
JOSÉ PÉREZ OLIVARES: (Cuba, 1949). Poeta y pintor. Graduado por la Escuela Nacional de Arte de Cubanacán (1972) en la especialidad de Artes Plásticas. Licenciado por el Instituto Superior de Arte (1987) en la carrera de Artes Plásticas, con especialización en pintura. Desde los 22 años ha ejercido como profesor de artes plásticas en distintas academias cubanas y –ocasionalmente- en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, Colombia. Reside en Sevilla desde 2003.
Su obra literaria ha merecido los premios David, de poesía (UNEAC, 1982), 13 de Marzo (Universidad de La Habana, 1985), Jaime Gil de Biedma (Segovia, 1991), Rafael Alberti (El Puerto de Santa María, 1993), Renacimiento (Sevilla, 1998) y el Premio de la Crítica (La Habana, 2000)
Ha publicado los libros Papeles personales (UNEAC, 1985), A imagen y semejanza (Universidad de La Habana, 1987), Caja de Pandora (Letras Cubanas, 1987), Examen del guerrero (Visor, Madrid, 1992), Me llamo Antoine Doinel (plaquette, Ediciones Extramuros, 1992), Proyecto para tiempos futuros (plaquette, UNEAC, 1993), Cristo entrando en Bruselas (Renacimiento, 1994), Háblame de las ciudades perdidas (Renacimiento, 1999), Lapislázuli (Letras Cubanas, 1999), El rostro y la máscara (UNEAC, 2000), Últimos instantes de la víctima (Instituto Alicantino de Cultura “Juan Gil-Albert”, 2001) y Los poemas del Rey David (Tierra de Nadie, Jerez, 2008).