Poesía de Cuba
Poemas de José Manuel Poveda
José Manuel Poveda. Escritor cubano, autor del poema “El grito abuelo”, incluido en el libro Versos precursores (1917), considerado como el antecedente del Negrismo cubano.
El grito abuelo
La ancestral tajona
propaga el pánico,
verbo que detona,
tambor vesánico;
alza la tocata de siniestro encanto,
y al golpear rabioso de la pedicabra,
grita un morritmo de fiebre y de espanto,
su única palabra.
Verbo del tumulto,
lóbrega diatriba,
del remoto insulto
sílaba exclusiva.
De los tiempos vino y a los tiempos vuela;
de puños salvajes a manos espurias,
carcajada en hipos, risa que se hiela,
cánticos de injurias.
La tajona inulta
propaga el pánico;
voz de turbamulta
clamor vesánico.
Canto de la sombra, grito de la tierra,
que provoca el vértigo de la sobredanza,
redobla, convoca, trastorna y aterra,
subrepticio signo, ¡eh!, que nos alcanza,
distante e ignoto,
y de entonces yerra y aterra y soterra
seco, solo, mudo, vano, negro, roto,
grito de la tierra,
lóbrega diatriba,
del dolor remoto
silaba exclusiva.
Palabras en la noche
Los caminantes van cruzando el suelo
tenebroso. No se les ve pasar.
Los impulsa no sabemos qué anhelo;
no sabemos si hacia el monte o el mar.
Y dialogan dulcemente en el duelo
de la marcha. ¿Dicen a dónde van?
No sabemos, porque oímos un vuelo
de palabras, pero no qué dirán.
Transeúntes que conmina el acaso,
no escuchamos lo que dicen al paso,
pero ellos no enmudecen jamás.
Caminantes en la ruta intangible,
se dijera que el lenguaje terrible
es un ruido de pisadas no más.
Sol de los humildes
Todo el barrio pobre,
el meandro de callejas, charcas,
y tablados de repente,
se ha bañado en el cobre del poniente.
Fulge como una prenda falsa en el barrio bajo,
y son de óxido verde los polveros
que, al volver del trabajo, alza el tropel de obreros.
El sol alarga este ocaso,
contento al ver las gentes, los perros y los chicos,
saludarle con cariño al paso,
y no con el desdén glacial de los suburbios ricos.
Y así el sátiro en celo
del sol, no ve pasar una chiquilla
sin que, haciendo de jovial abuelo
le abrase a besos la mejilla.
Y así a todos en el barrio deja un mimo:
a las moscas de estiércol, en la escama,
al pantano, sobre el verde limo,
a la freidora, en la sartén que se inflama,
al vertedero, en los retales inmundos;
y acaba culebreando alegre el sol
en los negros torsos de los vagabundos
que juegan al base-ball.
Penetra en la cantina,
buen bebedor, cuando en los vasos arde
la cerveza, y se inclina,
sobre nosotros, a beber la tarde.
Pero entonces comprende
que se ha retrasado,
y en la especie de fuga que emprende
se sube al tejado.
Un minuto, y adviene la hora de esplín,
la oración misteriosa y sin brillo,
y el nocturno, medroso violín del grillo.
Serenata
Con la voz de otro tiempo, con la antigua voz pura
de las viejas jornadas sin dolor ni amargura,
vengo a darle al silencio, cerca de tu ventana,
una serenata insegura
que te recuerde otra lejana.
En pugna con la suerte, vencedor del destino,
mil veces extraviado, recobré mi camino;
y hoy vuelvo a hacerte ofrenda de mis canciones tristes,
vaso de muerte, negro vino,
aun cuando sé que ya no existes.
A la voz conocida tú acudirás, quién sabe
más amante que nunca y más bella y más grave,
y exhalará mi pecho, por sobre del olvido,
una armonía sobria y suave
que solamente oirá tu oído.
Pondrás tu mano blanca entre mi mano bruna
mientras cante mi boca la canción oportuna,
y si alguien cruza entonces el sendero sombrío,
verá sólo un rayo de Luna
y sentirá un poco de frío…
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