Poemas:
Al Chimborazo
¡O monte-rey, que la divina frente
ciñes con yelmo de lumbrosa plata,
y en cuya mano al viento se dilata
de las tormentas el pendón potente!
¡Gran Chimborazo! tu mirada ardiente
sobre nosotros hoy revuelve grata,
hoy que de la alma Libertad acata
el sacro altar la americana gente.
¡Mas ay! si acaso en ominoso día
un trono levantándose se muestra
bajo las palmas de la Patria mía,
¡volcán tremendo, tu furor demuestra,
y el suelo vil que oyó la tiranía
hunda en los mares tu invencible diestra!
Hector
Al sol naciente los lejanos muros
de la divina Troya resplandecen;
los Griegos a los Númenes ofrecen
sobre las aras sacrificios puros.
Abrese el circo: ya sobre los duros
ejes los carros vuelan, desaparecen;
y al estrépito ronco se estremecen
de la tierra los quicios mal seguros.
Al vencedor el premio merecido
otorga Aquiles: el Olimpo suena
con el eco de triunfo conmovido.
¡Y Héctor, Héctor, la faz de polvo llena,
en brazos de la muerte adormecido,
yace olvidado en la sangrienta arena!
El y yo
Pude un tiempo esperar que tú me amaras;
mas mi dulce esperanza ya acabó;
que, vivo aun mas que en los pasados días,
¡arde en tu pecho tu primer amor!
Siempre la imagen del ausente amigo
está interpuesta entre nosotros dos:
su hermosa faz mi oscura faz eclipsa,
su voz contrasta con mi ronca voz.
Ingenio, orgullo, gracias, hermosura….
¡Ah! todo tiene, ¡nada tengo yo!
Sólo una cosa tengo que él no tiene:
mi enemigo mortal, ¡mi corazón!
Mi corazón, que me dictó te amara;
mi corazón, que para ti nació;
mi corazón, que al verte se estremece,
¡cual se estremece el ángel ante Dios!
EN BOCA DEL ÚLTIMO INCA
Ya de los Blancos el cañón huyendo,
Hoy a la falda del Pichincha vine,
Como el sol vago, como el sol ardiente.
Como el sol libre.
¡Padre Sol, oye! por el polvo yace
De Manco el trono; profanadas gimen
Tus santas aras; yo te ensalzo solo,
¡Solo, mas libre!
¡Padre Sol, oye! sobre mí la marca
De los esclavos señalar no quise
A las naciones; a matarme vengo,
¡A morir libre!
Hoy podrás verme desde el mar lejano,
Cuando comiences en ocaso a hundirte,
Sobre la cima del volcán tus himnos
Cantando libre.
Mañana sólo, cuando ya de nuevo
Por el oriente tu corona brille,
Tu primer rayo dorará mi tumba,
¡Mi tumba libre!
Sobre ella el cóndor bajará del cielo;
Sobre ella el cóndor, que en las cumbres vive,
Pondrá sus huevos y armará su nido
Ignoto y libre.
A OCAÑA
Aquí nací: bajo este hermoso cielo
Por vez primera vi la luz del sol;
Aquí vivieron mis abuelos todos…
¡Adiós, Ocaña! ¡adiós, Ocaña! ¡adiós!
¡Ocaña! ¡Ocaña! ¡dulce, hermoso clima!
¡Tierra encantada de placer, de amor!
Ufano estoy de que mi patria seas…
¡Adiós, Ocaña! ¡adiós, Ocaña! ¡adiós!
Mi padre aquí, de boca de mi madre
El dulce sí por vez primera oyó…
¡Adiós, Ocaña! ¡adiós, Ocaña! ¡adiós!
Y yo también aquí pensé… ¡silencio!
Olvidemos tan plácida ilusión;
Y aunque mi pecho deba desgarrarse,
¡Adiós, Ocaña! para siempre adiós!
DESPEDIDA DE LA PATRIA
…terraeque urbesque recedunt.
Virgilio, Eneida
My native land, good night
Byron, Child Harold
Lejos ¡ay! del sacro techo
Que mecer mi cuna vio,
Yo, infeliz proscrito, arrastro
Mi miseria y mi dolor.
Reclinado en la alta popa
Del bajel que huye veloz,
Nuestros montes irse miro
Alumbrados por el sol.
¡Adiós, patria! ¡Patria mía,
Aún no puedo odiarte; adiós!
A tu manto, cual un niño,
Me agarraba en mi aflicción;
Mas colérica tu mano
De mis manos lo arrancó:
Y en tu saña desoyendo
Mi sollozo y mi clamor,
Más allá del mar tu brazo
De gigante me lanzó.
¡Adiós, patria! ¡Patria mía,
Aún no puedo odiarte; adiós!
De hoy ya más, vagando triste
Por antípoda región,
Con mi llanto al pasajero
Pediré el pan del dolor:
De una en otra puerta el golpe
Sonará de mi bastón,
¡Ay, en balde! ¿en tierra extraña
Quién conocerá mi voz?
¡Adiós, patria! ¡Patria mía,
Aún no puedo odiarte; adiós!
¡Ah, de ti sólo una tumba
Demandaba humilde yo!
Cada tarde la excavaba
Al postrer rayo del sol.
«¡Ve a pedirla al extranjero!»
Fue tu réplica feroz:
Y llenándola de piedras
Tu planta la destruyó,
¡Adiós, patria! ¡Patria mía,
Aún no puedo odiarte; adiós!
En un vaso un tierno ramo
Llevo de un naranjo en flor:
¡El perfume de la patria
Aún aspiro en su botón!
Él mi huesa con su sombra
Cubrirá; y entonces yo
Dormiré mi último sueño
De sus hojas al rumor.
¡Adiós, patria! ¡Patria mía,
Aún no puedo odiarte; adiós!
EL CIPRÉS
¡Árbol sagrado que la obscura frente,
Inmóvil, majestuoso,
Sobre el sepulcro humilde y silencioso
Despliegas hacia el cielo tristemente!
Tú, sí, tú solamente
Al tiempo en que se duerme el rey del mundo
Tras las altas montañas de occidente,
Me ves triste vagando
Entre las negras tumbas,
Con los ojos en llanto humedecidos
Mi orfandad y miseria lamentando.
Y cuando ya de la apacible luna
La luz de perla en tu verdor se acoge,
Sólo tu tronco escucha mis gemidos,
Sólo tu pie mis lágrimas recoge.
¡Ay! hubo un tiempo en que feliz y ufano
Al seno paternal me abandonaba;
En que con blanda mano
Una madre amorosa
De mi niñez las lágrimas secaba…
¡Y hoy, huérfano, del mundo desechado,
Aquí en mi patria misma
Solitario viajero,
Desde lejos contemplo acongojado
Sobre los techos de mi hogar primero
El humo blanquear del extranjero!
Entre el bullicio de los pueblos busco
Mis tiernos padres para mí perdidos;
¡Vanamente!… los rostros de los hombres
Me son desconocidos.
Y sus manes, empero, noche y día
Presentes a mis ojos afligidos
Contino están, contino sus acentos
Vienen a resonar en mis oídos.
¡Sí, funeral ciprés! cuando la noche
Con su callada sombra te rodea.
Cuando escondido el solitario búho
En tus obscuros ramos aletea;
La sombra de mi padre por tus hojas
Vagando me parece,
Que a velar por los días de su hijo
Del reino de los muertos se aparece.
Y si el viento sacude impetuoso
Tu elevada cabeza,
Y a su furor con susurrar medroso
Respondes pavoroso;
En los tristes silbidos
Que en torno de ti giran,
A los paternos manes
Escucho que dulcísimos suspiran.
¡Árbol augusto de la muerte, nunca
Tus verdores abata el bóreas ronco!
¡Munca enemiga, venenosa sierpe,
Se enrosque en torno de tu pardo tronco!
¡Jamás el rayo ardiente
Abrase tu alta frente!
¡Siempre inmoble y sereno
Por las cóncavas nubes
Oigas rodar el impotente trueno!
Vive, sí, vive; y cuando ya mis ojos
Cerrar el dedo de la muerte quiera,
Cuando esconderse mire en occidente
Al sol por vez postrera,
Moriré sosegado
A tu tronco abrazado.
Tú mi sepulcro ampararás piadoso
De las roncas tormentas;
Y mi ceniza entonce agradecida,
En restaurantes jugos convertida,
Por tus delgadas venas penetrando
Te hará reverdecer, te dará vida.
Quizá sabiendo el infeliz destino
Que oprimió mi existencia desdichada,
Sobre mi pobre tumba abandonada
Una lágrima vierta el peregrino.
EL HACHA DEL PROSCRITO
Dieu! qu’un exilé doit souffrir.
BERANGER
¡Fina brillas, hacha mía,
Ancha, espléndida, cortante,
Que abrirás la frente al toro
Que probar tu filo osare!
En los bosques para siempre
Voy contigo a sepultarme,
Que los hombres ya me niegan
Una tumba en sus ciudades.
En mi patria me expulsaron
De la casa de mis padres;
¡Y hoy también el extranjero
Me ha cerrado sus hogares!
¡Vamos, pues, que ya estoy listo!…
¡Oh! salgamos de estas calles
Do el dolor del desterrado
Nadie entiende ni comparte:
¡Ay! tú me entretenías
En mi niñez:
¡Ven, sígueme en los días
De mi vejez!
Yo, durante nuestra fuga,
Tengo al hombro de llevarte,
Y un bordón en ti y apoyo
Hallaré cuando me canse.
De través sobre el torrente
Que mi planta en vano ataje,
Tú echarás del borde el árbol
Por el cual descalzo pase.
Si del norte al viento frío
Mis quijadas tiritaren,
Tú derribarás los ramos
Y herirás los pedernales.
Tú prepararás mi lumbre,
Tú prepararás mi carne,
La caverna a que me acoja
¡Y hasta el lecho en que descanse!
¡Ay! tú me entretenías
En mi niñez:
¡Ayúdame en los días
De mi vejez!
A mi alcance y a mi diestra
Muda, inmóvil, formidable,
Me harás guardia, cuando el sueño
En mis párpados pesare.
Si del tigre el sordo paso,
Si el clamor de los salvajes,
Acercándose en la noche,
Del peligro me avisaren.
En mi mano apercibida
Te alzarás para el combate;
Y del triunfo o la derrota
Siempre llevarás tu parte.
¡Ay! la luz del nuevo día
Nos verá en otros lugares;
Débil yo, cansado y triste,
Roja tú con fresca sangre.
¡Ay! tú me entretenías
En mi niñez:
¡Defiéndeme en los días
De mi vejez!
De camino veré a veces
Las lejanas capitales
Relumbrar al tibio rayo
De los soles de la tarde.
Y esos rayos vespertinos
Jugarán al reflejarse,
Cual relámpagos de oro,
En tu hierro centellante.
O, del mar a la alta orilla,
Los pies sueltos en el aire
Cantaré yo al sol y al viento
De la patria los romances,
Y a la roca tú de lomo
Sin cesar dando en la base,
El compás irás notando
Con tus golpes resonantes.
¡Ay! tú me entretenías
En mi niñez:
¡Consuélame en los día;
De mi vejez!
¡Sí, consuelo del proscrito!
¡Oh, jamás aquí le faltes!
¡Ay! ¡de cuanto el triste llora
Si es posible veces hazle!
Patria, amigos, madre, hermanos,
Tiernos hijos, dulce amante;
¡Cuanto amé, cuanto me amaba
Vas tú sola a recordarme!
¡Nunca, nunca, pues, me dejes,
Sígueme a las soledades!
¡No abandones al proscrito
Sin que al fin su tumba excaves!
¡Por el mango hundida en tierra,
Tu hoja se alzará en los aires,
De los picos de los buitres
Defendiendo mi cadáver!
¡Ay! tú me entretenías
En mi niñez:
¡Sepúltame en los días
De mi vejez!
MI SUERTE
¡El pobre! Al pobre menosprecia el mundo
El pobre vive mendigando el pan;
Falsa piedad o ceño furibundo,
Cual un favor le dan.
La gloria al pobre le deniega un nombre,
El poder le deniega su esplendor,
La noche el sueño, su amistad el hombre,
La mujer el amor.
¡Oh, verdes bosques, círculo del polo!
¡Montes, desiertos donde el rico va!
¡Mar insondable, eterno, inmenso y solo!
¡El pobre no os verá!
¡Ah! en los ojos del pobre brota el lloro,
Y no enternece un solo corazón;
Que las lágrimas sólo en copa de oro
Merecen compasión.
¡Vedlo! su pie la tierra triste pisa;
Todo en él nos revela el padecer:
Ojos sin luz, y labios sin sonrisa,
Y vida sin placer.
Y empero el pobre tiene una esperanza
Que vale más que el mundo y mundos dos;
¡Inmenso bien que el oro vil no alcanza!
—¡El pobre tiene a Dios!
UNA LÁGRIMA DE FELICIDAD
Solos, ayer, sentados en el lecho
Do tu ternura coronó mi amor,
Tú, la cabeza hundida entre mi pecho,
Yo, circundando con abrazo estrecho,
Tu talle encantador;
Tranquila tú dormías, yo velaba.
Llena de los perfumes del jardín
La fresca brisa por la reja entraba,
Y nuestra alcoba toda embalsamaba
De rosa y de jazmín.
Por cima de los árboles tendía
Su largo rayo horizontal el sol,
Desde el remoto ocaso do se hundía :
¡Inmenso, en torno de él, resplandecía
Un cielo de arrebol!
Del sol siguiendo la postrera huella
Dispersas al acaso, aquí y allí,
Asomaban, con luz trémula y bella.
Hacia el oriente alguna u otra estrella.
Sobre un fondo turquí.
Ningún rumor, o voz, o movimiento
Turbaba aquella dulce soledad;
¡Sólo se oía susurrar el viento,
Y oscilar, cual un péndulo, tu aliento,
Con plácida igualdad!
¡Oh! ¡yo me estremecí!… ¡Sí; de ventura
Me estremecí, sintiendo en mi redor
Aquella eterna, fúlgida natura!
¡En mis brazos vencida tu hermosura!
¡En mi pecho el amor!
Y cual si alas súbito adquiriera,
O en las suyas me alzara un serafín,
Mi alma rompió la corporal barrera,
Y huyó contigo, de una en otra esfera,
¡Con un vuelo sin fin!
Buscando allá con incansable anhelo,
Para ti, para mí, para los dos,
Del tiempo y de la carne tras el velo,
Ese misterio que llamamos cielo—
¡La eternidad de Dios!
Para fijar allí, seguro y fuerte,
Libre de todo mundanal vaivén,
Libre de los engaños de la suerte,
Libre de la inconstancia y de la muerte
¡De nuestro amor el bien!
Y en un rapto de gloria, de improviso,
Lo que mi alma buscaba hallar creí;
Una secreta voz del paraíso
Dentro de mí gritome: Dios lo quiso;
¡Sea tuya allá y aquí!
Y enajenado, ciego, delirante,
Tu blando cuerpo que el amor formó
Traje contra mi pecho palpitante…
Y en tu faz una lágrima quemante
¡De mis ojos cayó!
¡Ay! despertaste… Sobre mí pusiste
Tu mirada, feliz al despertar;
¡Mas tu dulce sonrisa en ceño triste
Cambiose al punto que mis ojos viste
Aguados relumbrar!
De entonce acá… ¡oh amante idolatrada
Mas sobrado celosa! ¡huyes de mí;
Si a persuadirte voy, no escuchas nada,
O de sollozos clamas sofocada:
«¡Soy suya… y llora así!»
¡Oh! ¡no, dulce mitad del alma mía!
No injuries de tu amigo el corazón;
¡Ay! ¡ese corazón en la alegría
Sólo sabe llorar cual lloraría
El de otro en la aflicción!
El mundo para mí de espinas lleno,
Jamás me dio do reclinar mi sien;
Hoy de la dicha en mi primer estreno,
El lloro que vertí sobre tu seno
¡Encerraba un edén!
—¡Oh!… ¡La esposa que joven y lozana
Diez hijos a su esposo regaló,
Y que después viuda, enferma, anciana,
A sus diez hijos en edad temprana
Morir y enterrar vio!….
¡Esa mujer, que penas ha sufrido
Cuantas puede sufrir una mujer;
Esa madre infeliz, que ha padecido
Lo que tan sólo la que madre ha sido
Alcanza a comprender!…
Ella, pues, cuando a buenos y a malvados
Llame a juicio la trompa de Jehová,
Sus diez hijos al ver resucitados,
Al volver a tenerlos abrazados….
¡Oh! ¡de amor llorará!
Y de esa madre el dulce y tierno llanto
A la diestra de Dios la hará subir;
¡Y tal será su suavidad y encanto,
Que en su alta gloria al serafín más santo
De envidia hará gemir!
Mas ese llanto del amor materno,
Vertido en la presencia del Señor,
Al entrar de la vida al mundo eterno,
No, no será más dulce ni más tierno
¡Que el llanto de mi amor!
Biografía:
José Eusebio Caro Ibáñez (Ocaña, 5 de marzo de 1817 – Santa Marta, 28 de enero de 1853) dejó una huella perdurable como filósofo, poeta y escritor neogranadino de la generación post-independencia. No solo influyó en el ámbito literario, sino que también fue el fundador y ideólogo del Partido Conservador Colombiano en colaboración con Mariano Ospina Rodríguez.
Educado en el Colegio de San Bartolomé, se sumergió en el estudio de la jurisprudencia, si bien nunca obtuvo un doctorado. Durante la Guerra de los Supremos (1840), apoyó a Pedro Alcántara Herrán y desempeñó un rol fundamental en la conclusión de este conflicto en Ocaña en 1841. En 1843, contrajo matrimonio con Blasina Tobar Pinzón, resultando en el nacimiento de figuras notables como Miguel Antonio Caro y Margarita Caro Tobar.
Enfrentamientos políticos, como el ocurrido con José María Samper, lo llevaron al exilio en 1850, estableciéndose en los Estados Unidos. Tras regresar a Colombia en 1853, lamentablemente, sucumbió a la fiebre amarilla en Santa Marta el 28 de enero del mismo año, a la temprana edad de 35 años.
Caro también sobresalió como literato. Sus poesías, inicialmente recopiladas en Irlanda en 1857, ganaron reconocimiento internacional con su reedición en Madrid en 1885. El Instituto Caro y Cuervo rindió homenaje a su obra con el estudio “Las poesías de José Eusebio Caro” en 1966, contribuyendo a su entendimiento y apreciación.
José Eusebio Caro fue una figura multifacética cuyas contribuciones literarias y políticas resuenan en la historia colombiana y más allá, dejando un legado imborrable en la cultura y el pensamiento de su país.