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José Carlos Becerra

Poeta mexicano José Carlos Becerra

Poemas:

Batman

Recomenzando siempre el mismo discurso,
el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para distraer al silencio;
la persecución, la prosecución y el desenlace esperado por todos.
Aguardando siempre la misma señal,
el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.
(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto)

La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo enrojeciendo,
durante la sospecha de la gran visita, mientras las costras sagradas se desprenden
del cuerpo antiquísimo de la resurrección.

Quiero decir
el gran experimento.
buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla faltante,
y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos
porque las luces eternamente se apagan de pronto, mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese corto circuito,
de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.

Llamando, llamando, llamando.
Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,
llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes, con artificios inútilmente reales,
con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos,
con argumentos despellejados por el acometimiento que no se produce.
Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío, con el cable de alta tensión del delirio.
(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases, de ciertos discursos acerca del infinito.)

Recomenzando, pues, el mismo discurso,
recomenzando la misma conjetura,
el Clásico desperfecto en mitad de la carretera,
el Divinal automóvil con las llantas ponchadas
entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos, que transitan Clásicamente en sentidos contrarios.
Recomenzando, pues, la misma interrupción,
La pedorreta histórica de las llantas ponchadas,
el sofisma de cada resurrección,
el ancla oxidada de cada abrazo,
el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento desde afuera de la palabra, como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer,
como dos enfermeros que no se coordinan para levantar al mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.

(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto su sombrero de copa de ilusionista;
ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos lavamos las partes irreales del cuerpo,
o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma,
las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa,
la danza de los siete velos velada por la transparencia del dilema;
y por la noche, antes de acostarse,
la dentadura postiza en el vaso de agua,
la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el vaso de agua.)

La señal… la señal… la señal…

Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,
mirándote pasar en tus estatuas,
flotando nuevamente en tus palabras.
La señal, la señal, la señal.
Y entretanto paseas por tu habitación.
Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,
ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,
ese gran reflector encendido de pronto en la noche.

Y entretanto miras tu capa,
contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados sobre la silla, hechos especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda, aparezca en el cielo nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones al progreso,
requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de parecerse a alguien
que acaso fuiste tú mismo
o ese pequeño dios, levemente maniático,
que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas en el espejo.

Miras por la ventana
y esperas…
La noche enrojecida asciende por encima de los edificios traspasando su propio resplandor rojizo,
dejando atrás las calles y las ventanas todavía encendidas,
dejando atrás los rostros de las muchachas que te gustaron,
dejando atrás la música de un radio encendido en algún sitio y lo que sentías cuando escuchabas la música de un radio encendido en algún sitio.

Sigue la noche subiendo la noche,
y en cada uno de los peldaños que va pisando, una nueva criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un picotazo,
y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los restos del peldaño o cascarón diluido ya en aire;
y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar a esa mujer
que según dices
debe ser salvada.

¿En qué sitio, en qué jadeo
el sueño recorre el apetito reconcentrado de los dormidos?
¿Qué ola es ésa, que al golpear contra el casco
hace que el marinero de guardia ponga atención por un momento, para decirse después que no era nada
y torne a pasearse por el cuarto, mirando de vez en cuando por la ventana las luces dispersas de la calle?
¿Qué ir y venir está gastando el cuerpo de su andanza
contra el casco manchado, cubierto de parásitos marinos?

…porque de pronto has dejado de pasearte por la habitación.
¿Acaso escuchas realmente ese ruido? ¿Ese ruido viene del pasillo o viene de tu deseo?
(Cierta especie de ruido que tropieza con cierta especie de silencio dentro de ti,
como alguien que se topa con una silla al caminar a oscuras…)

¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte auxilio!
¡Tal vez fue esa mujer quien lo encendió!

Pero no, todavía no,
nadie camina por el pasillo hacia tu puerta, nadie tropieza con una silla dentro de ti,
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos de héroe,
listos para cuando entres en acción.
¿Pero por qué no han encendido ese gran reflector?
¿Es sólo el ascenso de la noche lo que deja sus cascarones rotos en el aire?
¿Qué criatura de la oscuridad picotea para que el aire tome forma de cascarón roto, de peldaño dejado atrás?
¿Qué es aquello que detiene de súbito tus paseos por la habitación mientras te dices ‘Acaso deba esperar otro rato’?

Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo rayándolo fugazmente con sus pequeñas luces de navegación?
Y algo dentro de ti que tú crees que es la noche allá afuera,
cruje pisando cascarones rotos, peldaños donde el cuerpo de su andanza deja un hilo finísimo de baba o soliloquio,
mientras retorna el fantasma de una mujer bandeado por la oscuridad
donde el mar se encaverna después del zarpazo,
y ese fantasma, que es la otra cara de la espuma, repite contra el casco del barco el golpe del sueño
salpicando al silencio desde lejos.

Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo?
¿Qué es ese ruido que te hace mirar tu traje y tu antifaz,
y asomarte después por la ventana?

Ir y venir alrededor de una silla,
enrevesado viaje alrededor de una silla, guardando el equilibrio difícilmente
al caminar y girar sobre un hilo finísimo de saliva.

Ir y venir, habladuría alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
ir y venir alrededor de un viejo y descompuesto automóvil que estorba el tráfico en la carretera,
gestos entrecruzados, habladuría de ventanas y escaleras
labrando la estatua cuyo sentido griego vacila y se viene abajo en el trayecto entre una ventana y un reflector que no se ha encendido,
mientras los cascarones rotos de la oscuridad crujen y se disuelven bajo el brusco aleteo con que la oscuridad va impulsando la noche.

Y otra vez te paseas,
¿quieres desovillar el hilo de saliva, el hilo de palabras sobre el que te balanceas en precario equilibrio?
¿En qué juego de tus frases, en qué humillante silencio has puesto el oído?
Y otra vez te paseas y otra vez te vuelves hacia la ventana,
pero ese resplandor… pero ese resplandor que descubres de pronto,
es el amanecer,
palidísimo gesto de esa luz entre los edificios, donde el silencio enhebra las pisadas lejanas de todo lo nocturno.

¿Y ahora,
qué es lo que sientes que se aleja,
como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la niebla que la luz va a ocupar?
¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía distinguirse
la señal de un reflector encendido?

Paseos alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
monólogo alrededor de una silla donde está un simulacro en forma de traje doblado,
mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas y de los primeros camiones urbanos
que aparecen por las calles desiertas.

Blues

No era necesaria una nueva acometida de la soledad
para que lo supiera.
Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos.
Donde el amor moró y tuvo reino
queda ya sólo un muro que avasalla la hierba.
Queda una hoja de papel no en blanco
donde está anocheciendo.
Donde goteaba luceros una noche
sobre unos hombros limpios como verdad mostrada,
sólo queda una brisa sin destino.
Donde una mujer fundara un beso,
sólo árboles postrados al invierno.

Y no era necesario decirlo.
El corazón sin que sea una lágrima
puede sombrear las mejillas.

La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.

El aire es una mano que está hojeando mi frente.
Mi frente donde la luna es una inscripción,
una voz esculpiendo su olvido.

Como humo la luna se levanta
de entre las ruinas del atardecer.
Es muy temprano en ese azul sin rostro.
No era necesario enturbiar la soledad
con el polvo de un beso disuelto.
No era necesario
memorizar la noche en una lágrima.

Labios sobrecogidos de olvido,
pulsaciones de un oleaje de mar ya retirándose,
ruido de nobes que el otoño piensa.

Hay lápices en forma de tiempo, vasos de agua
donde el anochecer flota en silencio.
Hay una rama de árbol como un brazo esculpido
por algún abandono.

Hay miradas y cartas donde la noche
puso en marcha al vacío,
a las frentes que extinguen su remoto color
sobre letras que enlazan señaes de viaje.

Aquí está la tarde.
Puede enrolarse en ella quien esté enamorado.
Aquí está la tarde para designar una ausencia.

Suena en mi pecho el mundo
como un árbol ganado por el viento.

No era necesaria la tarde, tampoco este cigarro cuyo humo
puede ser otra mano evaporándose.

Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.

La bella durmiente

Aunque vengas mañana
en tu ausencia de hoy perdí algún reino

Carlos Pellicer

Tal vez retornan aquellas imágenes,
abrimos la caja de cristal y tomamos nuestra antigua cabeza, nuestros
primeros espejos ocultos allí,
y acariciamos temblado los labios de esa boca, que parece
atrapada por aquel irresistible deseo de morder el infinito,
pasamos los dedos por el suelo de esa frente, por la apariencia de
las mejillas que se resisten a la revelación,
y ya para entonces, otra vez, nos hemos olvidado de la forma de
nuestra antigua cabeza,
del deseo de esta mano con que aún acariciamos,
hemos perdido para entonces la cuenta
de nuestras estrellas y de nuestras hormigas.

Tal vez retornan aquellas imágenes,
tal vez aparece lo que quisimos que fuera el amor,
la costumbre de acariciarnos desde lejos, las señales de espejo
aprovechando cierto rayo de sol,
la clave Morse de los ahogados aprovechando la migración de ciertos
peces
los días de la convalecencia y el olor de la sal en los buques
abandonados.

Tal vez sólo fue esa costumbre de acariciarnos así,
de imaginarnos así,
en secreto,
en aire no compartido,
en respiración por separado,
pasando lentamente la mano por la sospecha de una caricia, como
alguien que mira hacia el mar
viendo desde su cama la pared de su cuarto.

Tal vez parece nuestra pequeña y antigua ropa, nuestro antiguo descaro
y nuestro antiguo pudor,
nuestro crecimiento por separado y nuestro amor por separado,
el delicioso escondite al que no hemos podido regresar
porque extraviamos el plano o porque la imaginación lo ha
cubierto de arena,
de blancas y suaves colinas parecidas al desencanto.

Y nos vemos desde aquí, nos tocamos y nos esperamos, fluimos en
nuestras distancias,
en las palabras donde las bocas quieren fundar breves puertos,
referencias de un mundo asediado por su invención,
y nos tocamos y nos esperamos,
sonriendo sin remendio, vacilando sin remedio, la boca casi seca por
el sabor de lo irreal,
aplastados por una lucidez en la cual tampoco creemos.
(Alguien acaba de encender la noche en nuestros ojos, alguien acaba
de asistir a una ejecución en nuestra mirada),
y nos preguntamos por dónde, a qué hora, en qué sucesión de imágenes
vamos a reconocernos.
Nos entregamos por un instante al instante,
por un momento dejamos de existir en todos los sitios donde nos
recuerdan o donde nos olvidan
las leyes de la ciudad no nos tocan,
por un instante somos los otros,
aquellos dos en los que tanto soñamos.

Y nos reimos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra
creación,
como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos
para llegar hasta esta mirada
hermosa y vacilante de ahora.

Y nos herimos con cuidado, sin evitar nuestras marcas de viaje;
hay cierta paciencia en esa sonrisa que no se resuelve como un
animalillo cansado,
y nos miramos, penetramos en esas zonas
donde los ojos se construyen a sí mismos, dejándose llevar por las
alianzas de sus imágenes.

Y me hablas de esa niña de trenzas,
aplastada por sus catorce años, confundida por la belleza de sus
piernas,
avergonzada y perdida, vengándose de algo con cada muchacho que
salía,
sabiendo oscuramente que estaba perdida desde entonces, acobardada
sin remedio desde entonces,
buscando la justificación, el sollozo que no estaba presente;
y yo te hablo de aquel niño que no tenía dónde esconderse
porque la casa era demasiado grande, porque ya era demasiado
tarde
y el cadáver de su infancia se podría entre sus manos,
te hablo de aquel niño devorando lentamente con sus nuevos colmillos
su antiguo corazón.

Y no hay amargura en nosotros,
tampoco le ponemos un gran lazo azul a nuestra resignación,
porque esos niños se han ido igual que nosotros nos iremos un día,
y es inútil que asomen sus pequeñas bocas en nuestros besos,
no importa que sean sus pequeñas manos las que se toquen en
nuestras manos,
esos niños se van siempre, y el rastro que dejan es inútil;
esos niños han muerto, nuestras manos deberían separarse
para seguir siendo reales.

Mujer, mujer,
mirándome, ¿viste algo? ¿Pensaste que podías ver algo?
¿Alguna pequeña señal? ¿La viste, la viste?

Mujer, ‘niña extraviada’, ‘bella muchacha sin libertad’,
frases manoseadas,
¿te sentiste conmigo la ‘niña extraviada’? ¿La ‘bella muchacha sin
libertad’?
Trazando la tortura, fingiendo la tortura, ¿te torturabas más?
¿Te sentiste la chamaca pálida que caminaa a mi lado haciendo
muecas y de la cual no te hablé?
¿Quién creíste que eras? ¿Quién creí que era yo?

Tomados de la mano por las calles de un pueblo irreal,
tomados de la mano por las calles de una historia irreal, de una inútil
alusión al pasado,
mirábamos la luz del atardecer en las viejas fachadas,
tomados de la mano como si fuera verdad, juntos como si fuera
posible,
mirábamos los pinos al otro lado del atrio.
‘En el patio de mi casa -dijiste- había unos pinos como éstos…’
Y no agregaste: ‘Ahora toma una hacha, córtalos de mi corazón
y plántalos en este anochecer…’
No, no pudiste agregarlo y yo no pude tomar el hacha que no existía.

Sí, juntos mirábamos esos pinos;
si, juntos mirábamos esos pinos cada vez más oscuros al otro lado
del atrio,
cada vez más al otro lado de algo, en otra parte, en otro sitio que
posiblemente no mirábamos,
tal vez en el lado de los leñadores de pinos, de los que manejan el
hacha con la misma belleza del amor,
en las montañas que sólo tu conocías,
en el país de donde el anochecer parecía llegarnos.

Sí, juntos escuchábamos aquel rumor del viento entre las ramas cada
vez más oscuras, cada vez más lejanas,
y la noche caía, igual que una túnica que resbala de los hombros de
una mujer
que al quedarse desnuda se quedará invisible.
Juntos los dos, a punto de tomar el misterio,
a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus
extensiones,
a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos,
a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo
encantado
a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo
a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo,
a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado…
a punto solamente,
a punto de algo.

Y ya no recuerdo exactamente a punto de qué, ya no recuerdo quiénes
éramos,
algo he sabido de aquellos dos,
vagamente o he oído en algún sitio de mis palabras, en algún laberinto
de mi creación.
He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías,
hes empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos.
En mi voluntad arde un pájaro oscuro,
las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos
desconocidos,
han tomado el aire verduzco de las estatuas, de las vagas y dudosas
realizaciones de que habla la Historia,
y esta frase se siente perdida…

Ya no sé quiénes somos;
en un acantilado el mar bruñe la roca con la lechosa luz
de un movimiento crepuscular y vacío.
la primavera retoca sus retratos canturreando en voz baja,
pasan las aves que le faltaban a la noche…

Ya no sé quienes somos;
el mar no está aquí, la roca no está aquí, la primavera no tiene
retratos,
no vuelan los pájaros que necesita la noche.
Ya no sé quienes somos;
tal vez mañana alguno de los dos lo sepa,
y tal vez entonces sea necesario sonreir, fingir que recordamos,
fingir que somos nosotros,
y ese anochecer en el atrio, mirando los pinos, escuchando el rumor
del viento en sus ramas
escuchando el rumor del viento en la manera como mirábamos los
pinos;
ese anochecer cerrará las ventanas de sus propias imágenes
y será el dato falseado de su propia memoria.

Y ahora estos elementos, estas formas de decirnos adiós con
imaginarias preguntas,
con fuego de artivicio, con imposibles pinos plantados en un patio,
con nuestra leyenda más verdadera que nosotros, más hermosa y más
arbitraria.
Después, tal vez sepamos que nuestros actos de entonces no fueron
de nuestra codicia en el mundo,
y que tampoco lo fue ese vago sentimiento de este lado del atrio
mientras mirábamos anochecer en los pinos,
o tal vez no sepamos nada, no inventemos nada,
tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida
que no acertamos a conocer,
y que tal vez, quién sabe,
fuimos por un instante
aquellos dos ‘que reinaron y vivieron muy felices
según terminaba el libro de cuentos.

Ulises regresa

La frase que no hemos dicho,
cierta respiración de la boca en el apetito del sueño,
el silencio que comienza como una bandada de pájaros;
yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la
cabeza del Bautista.

Estoy aquí después de extraviar mi mejor ofrecimiento,
aquí la escondida aptitud del metal con que los dioses antiguos
desnudaban la desgarradura del mundo,
el crimen como un acto fallido de amor,
la cicatriz invencible de la muerte, la vieja destreza de los labios
colectivos,
el llamado del mar, las señales del pájaro sepultado en su vuelo.

Orden diurno no puedo darles de mí;
en mi esqueleto, en mi atrocidad lunar, lo que brilla es la escasa
sangría
que aún queda de mis astros:
el punto más pequeño y débil de mi frase es un vago movimiento del
agua después del naufragio,
cuando todo ha desaparecido de la superficie
y el propio ritmo del mar adquiere la soltura de ciertas ausencias.
Y este desafío verbal, este arranque del alma,
este cuerpo a cuerpo de la noche con la leyenda
mientras la oscuridad toma la forma de los árboles, de los rostros
entregados a la apariencia del beso,
aún este tiempo nos deja oír el mar,
el antiguo quejido de las playas como una humanidad tolerada por
el sueño de sus dioses
y por el golpe de puñal de sus mejores asesinos.

El sabio desconfía del sabor a selva del alma,
del cuerpo que se baña en la súplica de su propia carne espumando
congoja
de la mujer arrodillada ante lo abstracto del falo;
por ¿qué significado pedían ustedes a la noche?
¿Qué oscura razón de vivir aterraba nuestros labios
mientras la yerba nocturna crecía en vuestros ojos?

Y ese amanecer que alguien lleva en los brazos como un cacharro
que gime débilmente,
crecerá cuando el sol se tope con su propia sombra
y un cultivo de llagas sedientas establezca en los pechos la curva de
la Historia.

Todos sabemos de alguna manera que el terror es una pasión sagrada,
una puesta en escena de nuestra propia inocencia
y de nuestra propia revelación.
Todos sabemos de esta boca alucinante que también está en nuestros
labios silenciosos,
todos sabemos de esa mejilla pálida con que a menudo designamos
la actitud de la tarde.

Una música antigua se oye a lo lejos
y el silencio enciende el fuego de la vejez en el brasero de nuestras
casas.

Las reglas del juego

Cada uno debe entrar en su propio degüello, cada uno retocando su respiración, cultivando sus excepciones a la regla, sus moluscos solares,
haciendo sus abstinencias más inclementes y más diáfanas
porque la luz debe romperse allí, la eternidad debe dejar caer un guijarro en ese gemido.

Recuerden la niñez de vuestra madre, la niñez de vuestra muerte;
solitarios del mundo y de todos los deseos,
inoculados por el lagarto y el pájaro que se enfrentan en todas las intenciones de la sangre.
Ustedes han sentido la máscara y la falsificación de la máscara: el rostro
en los invernaderos de las pequeñas, inútiles ceremonias que todavía nos conmueven.

Bajo la luz de una luna parecida a la desnudez de las antiguas palabras,
escuchen este ritmo, esta vacilación de las aguas,
la noche está moviendo sus ruedas oscuras, estas palabras llevan ese significado,
y yo me dejo arrastrar por aquello que quiero decir: aquello que ignoro,
y he aquí que la frase delibera su propio silencio.

Oh noche casual de estas palabras,
oh azar donde la frase regresa a su silencio y el silencio retorna a la primera frase,
en el lenguaje aparecen de nuevo los primeros caracoles, las primeras estrellas de mar,
y las bestias de la niebla ponen su vaho en los nuevos espejos.

Aquel que diga la primera palabra dejará caer el primer vaso,
aquel que golpee su asombro con violencia verá aparecer el fuego en sus cabellos,
aquel que ría en voz alta será el primero en guardar silencio,
aquel que despierte antes de tiempo sorprenderá a su esqueleto haciéndole señas extrañas a los árboles;
y el mar, como un síntoma interrumpido, vuelve de nuevo a oírse a los lejos
y en su respiración otra vez escuchamos el ruido de esa puerta
que bate azotada por el viento del infinito.

Nace la luna sobre el mar como una antigua mirada del hombre.

En el puerto se van encendiendo las primeras luces.

Ritmo de viaje

Este cuerpo que yo acaricio lentamente extendiendo la noche,
este cuerpo donde yo he penetrado en mi propia distancia,
en mi sofocamiento de sombra.

Este vientre donde el amor abarca a la noche,
estos senos donde la luz altera los signos,
este cuerpo al que ahora me entrelazo, este cuerpo al que ahora me solicito.

Este cuerpo conmigo se traspone, se vence,
se lleva consigo a la noche y sus altares,
sus caminos ardiendo por su propia señal,
su oleaje, sus costas encendidas…

Esta mujer donde la noche descifra sus juegos ocultos,
este amor al que no debemos llamar amor sino adentro de sus aguas.
Este amor, este amor,
este instante donde el infinito es la obra de los que se aman,
de aquellos que llegan al estanque de cada caricia como buzos sagrados.
Este ritmo, este ritmo de viaje,
esta navegación entre la bruma,
todo lleva consigo su bandera extraviada,
su aurora boreal…

Biografía:

José Carlos Becerra. Nació el 21 de mayo de 1936 en Villahermosa (Tabasco).

En 1966 gana premios de poesía en Villahermosa y en Aguascalientes; participó en el volumen colectivo Poesía joven de México y figuró entre los becarios del Centro Mexicano de Escritores.

Publicó Oscura Palabra (1965), Corona de hierro (1966) y Relación de los hechos (1967).

En 1973, se publicó El otoño recorre las islas, una recopilación de su obra poética hecha por Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco y prologada por Octavio Paz, que incluye sus libros inéditos Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas, así como la única narración que escribió: Fotografía junto a un tulipán. En 1969, obtuvo la beca Guggenheim.

Su poesía es la confluencia de dos corrientes próximas; la de Tabasco de Carlos Pellicer, de quien estuvo muy cerca, y la cubanidad de José Lezama Lima.

Con él se inicia en México una escritura poética de versículo espeso, que influye en la obra de poetas posteriores como David Huerta y Coral Bracho y, en otras vertientes, en Elsa Cross y José Luis Rivas.

José Carlos Becerra murió el 27 de mayo de 1970 en un accidente de tráfico cerca de la ciudad de Brindisi, Italia.

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