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Jorge Enrique Ramponi

Jorge Enrique Ramponi

Jorge Enrique Ramponi

Poemas:

***

Alto sitial de angustia.
Devoro pan impío, piedra de soledad incorruptible
Escarnio son las alas
si es libertad batirlas bajo la ubicua trama de una alevosa red,
que nadie, astuto, burla, y al cabo nos apresa;
al filo de algún ojo de implacable perfidia
que el corazón percibe como el feroz acecho de un verdugo infinito.
Sufro en mi acantilado
soportando la injuria de una hiel incisiva que me cala hasta el núcleo,
de una sal rencorosa
que al sazonar mi tierra leuda mis elementos para un cárdeno rito.
Desertar no pudiera
bajo el código astuto del tirano que me inscribe en su pavorosa geometría,
no tan rígida aún
que el viento del terror no erice el polvo en el cuadrante vivo del esclavo,
la víctima, el hereje.
Rodeado por las algas
fanáticas de un numen que inciensa mi condena con bálsamos atroces,
muerdo la voz, como una gran navaja de hielo y desventura,
con el arrojo infausto del héroe abandonado en el desastre.
Peor que solo en la noche fronteriza del caos.
Asistido en el trance por alguien que es yo mismo del revés, en mi ausencia;
arrastrado a una cita quizá con el fantasma que habita mi reverso,
sin oír los sollozos de aquel íntimo arcano forzado a ser mi guía,
forzado a custodiar mi lámpara de sangre,
arriesgo el alma al filo de algún nefasto arrullo
entre el coloquio estéril de la lengua y el eco.
Alguien llama en el quicio pero se desvanece.
Sin duda
no merezco aun la mano cuyo fervor perverso fundiría el cordaje.
Debo cegar primero es ternura en flor, viciosa por tardía,
que hace temblar mi polen desnudo al filo de la zarpa.

No, no hace el escudo al héroe
sino el íntimo temple del denuedo.

Quien persiga la gema final de su inocencia
persevere y acendre su quilate en el martirio.
Acaso deba absorber de pie mi propia muerte,
hasta exaltar mi sino sobre la oscura ley fanática del mártir,
para dar a mi vida un alto destino de campana.
Me abismo en la consigna. Debo alcanzar el don aciago.
Lo quiere el corazón, probado en las más crueles latitudes del hombre,
penitente en los climas extremos del peligro, del éxtasis y el caos.
Desde el abrupto amor
con garras y delicias de un arduo paraíso contiguo a la locura,
hasta la soledad quemante del hereje sembrada de agonías;
desde el pavor del dédalo sin dios, cavado a dientes y uñas contra el mundo,
hasta la cumbre altiva de una alegría astral, lindera al sacrilegio.

***

Canto a la sombra de las guitarras
con el corazón natural desnudo en su origen.

Ah lento curso de nácar.

Ángeles del verso
la gracia pide audiencia
mármoles de voz queden estatuas.

Canto a la sombra de las guitarras.

Corazón, deja tu mal de péndulo
Recóbrate cascabel de sangre
Otra vez trompo mediterráneo
de pie en el vértigo.

Escucha el amor y su danza.
La danza no es el desesperado árbol de lo terrestre al cielo.
La danza es lo dulce que crece la carne hasta el halo.
Al que guarda su palabra de gozo se le seca la sangre.
[…]

La voz es darse al impulso sin réplica.
Entrad en la danza, entrad en la danza de la vida
que el que se queda con los ojos bajos es de piedra y sin sangre
maldito.

[…]

Canto a la sombra de las guitarras
Vengo de canto autónomo
vengo de caracol profundo
probadme la conducta sentidme el habitante
al fondo del odeón anda el sésamo

[…]

Sentid mi transparencia, mi frescura caliente
miradme la zona del martirio
miradme el limbo diáfano
Estoy de Dios conmigo alto en la sangre
cantando.

***

Porque compacta sombra,
o soledad,
perpetua soledad a plomo,
témpano de silencio,
rígido limbo y piedra,
tienen la misma réplica, oh cóncavo nefasto, igual
ecuación fría,
responden con un eco de margo símbolo en la
sangre.
Tembloroso, sonámbulo, tornasol, taciturno,
aguzo el corazón, palpo la piedra:
frío gesto unitario,
fruto cumplido en ámbito ya duro,
tiempo cerrado, autónomo, infinito.
Secreta mar prende en su acantilado -laurel de herrumbre- un alga cárdena.
La luz del mundo vela de tacto y ojos, ciñe de aureola
su proeza,
oh, graduada de quilate inmóvil
y cetro lívido de esfinge.

Déjame que afronte su oráculo,
que escuche su vertiginoso silencio,
que libe su fatídico polen, su planetario acíbar,
negra oveja de lápidas en redes de tinieblas.

En el viento frontal que inunda lampos de páramos
y olvido,
la carne siente su bisel de hueso,
esta premura misma de la sangre
es sólo fuga que se alcanza pronto.

Ampárame a reverbero, corazón, que arrostro el témpano infinito.
Los siglos le zumban en el núcleo a modo de un enjambre eterno.
No hay laberinto de más vértigo que el de su isla fría.

Piedra es piedra:
aleación de soledad, espacio y tiempo,
ya magnitud, inmemorial olvido.

El hombre quiere amar la piedra, su estruendo de piel
áspera: lo rebate su sangre.
Pero algo suyo adora la perfección inerte.

Hay durezas, caparazones, formas tristes, con agua o
grumo vivo dentro,
Ella, sin brizna de entraña, mármol lleno de mármol.

Acaso algo terrible habilitó su caracol profundo;
de esperar, siglo a siglo, la valva cerró por intemperie.
Caída al fondo de ese abismo palpable en sus márgenes de espanto,
árida espalda yerta, féretro de lo estéril,
ecuador de lo triste,
no es ni desdén: ignora redonda en su materia sorda,
íntegra, nada, nunca.
Geometría en rigor, sola en su límite,
ceñida cantidad, estricto espacio,
asignatura ciega, pieza hermética,
contrita y sin piedad, armada en temple,
cuadrada en su sostén, compacto término,
duro numen del número,
sin pórtico al sueño ni a la lágrima.
Si absorbe no incorpora, ajena al vello de los líquenes.
El fuego no es su dávida, es ardiente
secreto que el hombre le inventó buscándose.
Sentid: ni ruda música primaria,
cajón sordo, yunque seco, ataúd del sonido.

El hombre tiene ojo azul para la brizna,
tierno bisel, cándido escorzo al tornasol furtivo.
Puesto a pulsear lapiedra
-oh arpa negra de bruces
desolada, asolada-,
fulge un iris nocturno por su sangre,
y un pavo de liturgia le consterna como párpado lóbrego,
ya su recinto huésped de lo aciago,
porque la honda bóveda canta, requerida canta, fiel,
en eco puro.

Puesto ya a orar,
puesto a llorar orando,
tiembla de la inocencia que en fulgor le asiste,
como una melodía en el silencio que se dilata y la
circunda,
oh víspera del ángel sabio de la celeste fábula,
cuyo palor revuela cenital como un águila de arpegio.

Qué latitud, entonces, del corazón, qué zona dulce
emerge,
-ráfagas de memoria y márgenes de olvido-,
donde la piedra flota sin reverso en la luz,
diáfana pluma, copo azul de espacio.

***

Hombre beodo de piedra, de su vino de lápidas,
de su tufo de templo, de sagrado patíbulo,
convalece y escucha:
un élitro estival clama en tu pámpano,
oh alma que aun habitas tu cuerpo,
cuerpo que aun hospeda su sangre, sangre
que aun exige su liturgia terrestre.

Bulle en el corazón un encendido enjambre o venero de tórridas burbujas;
criaturas de un latido asumen su vigilia en el tallo de un pulso;
se heredan y suceden llamas de un leve pétalo votivo,
como lenguas de fuego entre voraces párpados
que inflaman su faceta púrpura y se retiran:
se percibe el humo de la vida que extinguen sus luciérnagas.
Canta pequeño pastor de unos días y una sangre
sobre la tierra, nuestra heredera y nuestra herencia,
canta, oh deudo, mientras vuelve a la heredad la dádiva,
gota a gota en su núcleo,
porque es honra del hombre libar lo que su oscura,
última flor contiene,
así madura la equidad del mundo, oh héroe del corazón, cantando.

Biografía:

Jorge Enrique Ramponi (Mendoza, Argentina, 1907-1977) fue un destacado poeta argentino, autor del influyente poema Piedra infinita (1942).

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