Poemas:
Un poeta griego huye de Londres
Como a los ingleses,
me gustaban los viejos perfumes,
los empapelados y la ropa usada,
pero mi jardín interior decadente
se deshojó cuando las escuadras
clavaron sus bombas en los barrios
obreros y en Holland Park.
Desde las colinas vi la niebla oscura
pegada a las ondas del Támesis,
a los canales y a los setos.
Me dije:
¿cómo la especie logra ensamblar
la pesadilla en lo concreto?
¿Cómo es que ama las trompas
de los bombarderos, las bombas,
lo mismo que la cereza material,
la pelambre del ganado caprino,
la canaleta oxidada,
el musgo de la Navidad?
El poeta extranjero ensaya el idioma local para hablar de su maestra
Tú, que me diste el regocijo
de mis últimas horas en torno
al antiguo río de muselina,
que me amaste como a un vencejo
cuando vuela en picada hacia la
campiña de Macedonia,
esto es, no vuela,
sino que cae
irremediablemente,
pues su pequeño cuerpo que resiste
mil atmósferas
se estrellará en una piedra,
en el capó de un auto alemán
o en la superficie de un charco,
de pronto tenso y de acero
como una cuerda de piano.
VICTORIA LAND
Hacen señas inconfundibles:
se pasan la mano por la garganta.
No olvido: no hay sombras ni humo,
hay hielo donde el barco varado
se hamaca con los vientos polares.
No hay sombra: hay claridad sobre el hielo.
Se pasan la mano por la garganta.
Es inútil: no hablo.
No podría hablar de nada, sólo del barco,
del barco imaginario.
De ninguna otra cosa nada más que del barco.
Un poeta ruso medita frente a un viejo lavarropas en el XVIII arrondissement de Paris
Conservás tu poder intacto, aunque amarillea
tu pintura y el óxido ha cometido ataques notables en tu carcaza
bajo la que habrá charcos empozados de hace ¿cuánto?
¿Siglos?
Traquetea todo el piso de madera -de boj tal vez-
y se oye tu poder centrífugo en toda esta casa vieja,
preparada para habitar malamente, para adoptar como estética
costras de sal que el clima deja en la cornisas.
Tu poder está casi intacto,
apenas una tos cada tanto
entre las ruedas feroces en las que galopa
el Apocalipsis.
Y es como el trueno tu voz que solo tiene una nota.
Y es gris como el cielo eterno del Norte o
como las lluvias del Canal o como los bosques desnudos
tu promesa de paraíso recuperado.
Romanza del viejo a quien solo visita el delivery en Lodz
¿Qué sería de mi vida si esta noche
no sonara el llamador del portero eléctrico
y no oyera una voz que dijese “delivery”?
Y detrás de ella el rumor ya casi apagado de la calle,
y más allá intuyese mi mente
el temblor de unos árboles desplumados
o se engañaran mis oídos
creyendo oír las voces de los albañiles,
ya muertos,
que alzaron esta ciudad,
riendo o maldiciendo
bajo el sol,
y creyera oír, asimismo, el traqueteo de la maquinaria
en los abandonados galpones de la industria textil.
Porque todo eso escucho en la voz que dice delivery
aunque cuando baje solo vea a una niña con casco de ciclista
o los ojos brillantes de un motociclista
ensombrecidos por el casco
que no se quita
como si fuera un antiguo soldado del Reich.
POESÍA ERES TÚ
ninguna mujer tremolará por tus poemas
escribirás en la sal en vidrio en las
espumas químicas de esta tierra desastrada
y ninguna mujer enloquecerá por tus poemas
Iván Serguevich Turguénev se asombra de la intrincada cultura europea
Aquí están tan en contacto el piano
y el abedul, los crepúsculos y los
viejos souvenirs de bronce que, comparado con esto,
la epifanía en mis bosques y charcos helados
es cebolla y pan. Siervos y nobles
pasaban frente a ello sin otra conmoción
que el latido de su sangre que agita
las viejas catedrales,
las cúpulas, los árboles y los caminos,
y los disuelve, así como este solitario en la
taberna, al este, creo, de París, mueve su tableta
efervescente en el agua de un vaso
después de la borrachera,
mientras miro las vetas de la madera en mi mesa
sobre la que he esparcido sin quererlo algo de sal.
OJOS QUE VI
Los ojos en las manos
no encuentran respuesta.
Los ojos en la pared con hiedra
no encuentran respuesta.
No hay respuesta en la acción
ni en la contemplación
hay respuesta.
La mirada en la hiedra,
la mirada en las manos,
cuentan.
Filippo Tommaso Marinetti empalidece ante la caída de Italia
Caro Giorgio de Chirico, reconocerás que al menos en un
punto tuve razón: la máquina haría al fin su trabajo.
Ahora que miro las montañas de nuevo, aun admirado
por el formidable derrumbe de la Línea Maginot,
percibo que no podíamos, no debíamos estar a la altura
de las exigencias de la hora, este austríaco
rodeado de ingenieros mecánicos, poleas, cohetes y
máquinas blindadas, así como de
capataces de mecánicas fábricas de muerte,
de lanzas y calaveras rodeado,
un pobre loco
que sin embargo condujo
nuestra inteligencia hasta que se cumplió el veredicto
que hace mucho te dije: se borraría a sí mismo
el hombre, y con él la naturaleza,
al punto de hacer un mundo abstracto, lleno de rugidos
y silbidos.
Desde esta terraza italiana amarronada por el agua,
miro el lago, aquella vela, nuestras cumbres.
El aire penetra por mis poros, hay unas gotas
sobre el dorso de mi mano,
todo estará aún, después de que yo muera,
esto es ahora, en un momento, en un soplo, llevado por mi corazón
traicionero
a toda velocidad a través
de un mundo mecánico de afiches en blanco y negro
y sangre
hacia donde las olas reales se movían apenas como agua en un cántaro
por la rotación de los días.
TEO
¿Hay dios? La pregunta, formulada
mientras cae una pelota de goma
escalón por escalón hacia la calle,
suena, cierta en tu imaginación.
pertinente.
No sabés por qué formulaste la pregunta
cuando en tu cabeza la pelota de goma
rebotaba de escalón en escalón.
Y mientras probás construir la imagen
de una puerta situada al final de la escalera
-un manchón de luz- tenés la certeza
de que la pregunta se extingue
aunque la pelota no deja de rebotar
y no llega nunca a la puerta.
El conde Vlad medita entre las ruinas de un bombardeo
Un joven inglés, Harker, lanzó sobre mí
la infamia de que caminaba sobre las paredes
como una lagartija y era el amo de las ratas.
No tuve que ver con ratas y sólo moví lobos y tormentas
pero no contra el decrépito Imperio que agoniza,
severamente erguido entre sus ruinas.
Antes de que Londres se llenara de afganos y de indios
taladré esa madriguera con hambre de otra cosa.
Terminé confundido con los zombis grotescos
que devoran cerebros.
Pues soy el que viví un solo amor
y construí en la eternidad la casa de mi verano.
He sido, lo saben, un exiliado
de sótanos Industriales
y de vuestros bastones con mango de hueso.
Me odiaron porque amé el rojo crepúsculo
que circulaba por la venas de un cuerpo irrepetible.
Ustedes, que hicieron correr sangre como agua servida
desde el Báltico al Mediterráneo
en la peor guerra que la humanidad haya visto.
Que jamás amaron el líquido rubí, sus palpitaciones,
el pulso de un cuello suave,
el horizonte inflamado de cruces y de lanzas.
¿Cómo habrían de amar la miel de Cristo?
El bramido debajo de la capa.
La tormenta que llegará y limará las rocas,
las casitas que delimitan
las playas grises de Whitby
y el alto cementerio sin héroes ni bandidos.
Biografía:
Jorge Ricardo Aulicino (Buenos Aires, 1949) es un poeta y periodista argentino.
Se formó en el taller literario Mario Jorge De Lellis junto con poetas y narradores como Daniel Freidemberg, Marcelo Cohen, Irene Gruss, Rubén Reches, Alicia Genovese, Leonor García Hernando, Lucina Alvarez y Jorge Asís. En 2017 fue premiado con un Diploma al Mérito Konex al periodismo literario.