Poetas

Poesía de Uruguay

Poemas de Jorge Arbeleche

Jorge Arbeleche, nacido en Montevideo el 23 de octubre de 1943, es uno de los nombres imprescindibles de la poesía uruguaya contemporánea. Poeta, ensayista y profesor de literatura, su obra es un reflejo profundo del alma humana, donde el tiempo, el amor y la muerte encuentran su eco poético. Arbeleche es también un riguroso estudioso de la literatura, dedicando parte de su vida académica a la recuperación de la obra de la célebre poetisa Juana de Ibarbourou, quien incluso introdujo su segundo libro, Los instantes, publicado en 1970.

Formado en el Instituto de Profesores Artigas, donde se tituló como Profesor de Literatura en 1969, Arbeleche ha dejado una huella en las aulas tanto como en las páginas de sus libros. Desde 1985, ha compartido su sabiduría como docente en ese mismo instituto, moldeando las mentes de nuevas generaciones de lectores y escritores. Su rol como académico no se limita al aula; es miembro de la Academia Nacional de Letras del Uruguay y cofundador de la Casa de los Escritores del Uruguay, lo que subraya su compromiso con la cultura y la palabra.

A lo largo de su carrera ha publicado obras emblemáticas como Sangre de la luz (1968), Las vísperas (1974) y El guerrero (2005). Su antología Ágape, publicada en 1993, reúne los momentos más significativos de sus ocho primeros libros, consolidando su voz lírica única. Una de sus contribuciones más recientes es Parecido a la noche (2013), una obra que reafirma su maestría poética y la capacidad de crear imágenes que transitan entre lo místico y lo cotidiano.

La poesía de Arbeleche se distingue por su hondura filosófica y un lenguaje sencillo que, sin embargo, revela complejas capas de significado. Los temas que atraviesan su obra son universales: la luz y la oscuridad, la vida y la muerte, el amor y el tiempo, todos tratados con una sensibilidad que los hace resonar en la experiencia del lector. Además, en su faceta de ensayista, sus reflexiones sobre la creación literaria y el arte de la palabra enriquecen el panorama literario de Uruguay y América Latina.

Con una trayectoria que abarca más de cinco décadas, Jorge Arbeleche es un faro en la literatura uruguaya, y su poesía, siempre delicada y profunda, sigue iluminando el camino de quienes buscan en la palabra un refugio y una revelación.

Conjugación del canto

Se despereza temprano la mañana.
Sosiego entre la niebla, detrás
el monte, lejos el bosque, siempre
el mar en empapado ecuador que los rodea.

Deshojada la Rosa de los Vientos.

El zafiro de Oriente se engarzó
en el Oeste, el Norte respira
como el Sur y el Sur respira
con el Norte, los ríos retornan
a ser dioses y los jóvenes vuelven
a ser ríos. Estrenan la hermosura.
La fundan. Vuelve a nacer el mar.

Abierta queda la morada del canto.

Carta a Borges

Ya no seré feliz, tal vez no importe,
nos dice usted en admirable verso.
Lo admiro mucho, Borges, pero lo quiero poco.
Usted de mí no sabe nada, y poco importa.
Yo soy ese su poeta menor de antología
el que no diera nunca al sueño
la sublime sonata que soñara Darío.
Y yo a usted no le creo cuando
dice que tal vez ser feliz importe poco.
Porque a mí sí me importa y
a todos los hombres nos importa.
Hemos amado
y a veces también nos han amado
(cumplida fue la ley de oferta y de demanda).
Pero el amor se gasta, Borges,
y no lo rescatan cartas ni retratos. Triste, ¿verdad?
Inútil es dar vueltas al asunto.
También se vuelve a amar de nuevo, ¿es cierto?
Pero no alcanza, Borges, porque la felicidad
es más que un rostro una presencia un nombre
es todo eso
y el aire que los cubre
y el cielo que los mira
y el suelo donde pisan
presencia rostro y nombre.
Y es eso y otra cosa y no sabemos
y puede también tener otros colores
acaso el de la infancia, cuando la Nochebuena era
la noche de la magia.

Fiesta

porque vengo de un sitio
donde parece que siempre va a llover
y el agua se resuelve en piedra y bruma

porque vuelvo donde mis vivos viven
donde mis muertos yacen bajo cipreses
de opaca raíz oscura y suben
azules y cimbreantes bajo el cielo
de esmalte de un cielo más lejano
para ceñirse las cinturas igual que
adolescentes alborotando el aire
como una Santa Rita con su lazo de amor,
enamorados
en medio exacto de la luz alegre

porque vuelvo a mis lares
donde el mundo es fiesta
cuando en el aceite de oro de los días
se cuece el ajo de la vida
el mundo es fiesta
cuando la montaña se ama con la nube
bajo la blanca sonrisa de los dioses

cuando los ríos copulan
con la lava escondida de las rocas

cuando el árbol rojo del otoño estira
hacia el verano los brotes germinales
que mecerán la brisa encelada por

el salto detenido del gamo
el vertical aroma del jazmín
y la punzante pezuña del bisonte.
El mundo es fiesta

Helena

Soy Helena.
La más odiada de todas las mujeres.
La más amada.
Por mi pasión se derrumbaron
murallas y guerreros. Torres erguidas
invencibles, mordieron el olvido. Yo,
sola, les salvé la memoria.
Con el polvo se confundieron
el trono la corona y el cetro.
Todo el orgullo cedió a la pasión bella.
Voló con el humo la ciudad poderosa
la más alta la que ostentaba
la indestructible almena.
Me culparon de todo. Me otorgaron de todo.
Me privaron de todo. De nada me arrepiento
de aquello que me acusan. Fui la única
que amó con desmesura. Soy la que más amó.
Y fui la más amada. Preferí
la gloria del tálamo a la ternura de mis hijos.
De nada me arrepiento. Soy la más puta,
y acaso la más santa. Ofrendé a mis dioses
mi gracia y mi desgracia.
Mi amante fue el más bello cobarde
que Troya me brindara. Plantó en medio
de mi lecho el árbol del jazmín. Y floreció.
Él es el más hermoso,
más aún que la espuma del mar.
Igual a un dios en la batalla o en su sueño.
Mató al tiempo cuando duerme,
en el jardín de su vigilia lo detiene,
mientras yo tejo cuentos y canciones que luego
cantarán los niños y pastores
entre riscos y cabras montañeras.
El juicio de los siglos tal vez me absolverá.
Fui tan perdida así como ganada.
De nada me arrepiento.
Soy la que más amó.
Y fui la más amada.

Cervicales

Diagnóstico primario: cervicales.
Contractura severa de las vértebras
debida al desgaste del disco, la humedad,
las horas viejas. Síntomas:
el giro delirante de la cabeza en espiral
hacia el lado de atrás
el del revés el ciego el lado
desplomado del arrabal del sueño
manoteo de ahogado en pozo seco
donde todo parece morirse de silencio.
Diagnóstico final: la sumatoria
de achaques temblequeo mirada quieta
del ojo de la niebla,
la cañada que silbando iba al monte
por las siestas de enero
cuando los horas jóvenes
el flameante penacho de ese cardenal
aquella ceniza ese rescoldo este brasero
y el pendular murmullo del rocío
sobre la hierba
nueva.

Pronóstico probable: proceso degradado de lumbares.
En tanto, enciende el aire
el cardenal de pie sobre su
canto.

Sueños

África duerme.
Su espalda
ondula
en suave susurrar acompasado

la luz apenas
roza
tres gotas de sudor
que en la frontera del cuello
tintinean
relumbra
entre la arcilla

la llave de oro que abrirá
la puerta custodiada de los templos

desde el umbral
oteo:
no es permitido hollar
la casa de los dioses
«por la secreta escala»
-solo-
subo

y el que lleva mensajes
nos conduce
de mi sueño a tu sueño
de tu sueño hasta el mío
«donde secretamente solo moras»

Rapiña

La Ausencia es una rapiña
un arrancón un hueco un arrebato
es el sordo alarido de los mudos
es un relincho ciego un niño muerto
un ángel quemándose en el aire
es un caballo desbocado sin corcel ni jinete
es una araña roja pespunteada de negro
es el lugar donde existió un latido
un corazón en redoblante
un estallido de campanas
un huracán una tormenta
una brisa una caricia una voz
y luego
ahora
un eco sin comienzo sin fin y sin sonido

Ritual

Exprimirás cada racimo del verano
-ollejo a ollejo-
tus dedos
-uno a uno- balarás
en la lluvia sin par de la sandía,
con mi saliva bautizarás tu piel
y en el blanco sosiego de la leche
instaurará la caricia su comarca.

La luz abrigará la sombra entre sus plumas
y en un estallido de círculos concéntricos
el ramaje del sol recubrirá
los tristes los opacos los cansados
los que entran a su casa por la noche
y les suena el esqueleto y el llavero
aquellos que aguardan el fin de los domingos
como una bendición y esperan
que el lunes se les abra
igual a una caja de músicas antiguas.

Porque cada atardecer retorna
Helena
a transitar las doradas almenas de su Troya
y cada mañana
con el primer bostezo del día abandona
las murallas ásperas de Esparta
mientras su vuelo inflaman
la Galerna y el Bóreas
el Pampero y el Céfiro
cuando surca
todos los mares rumbo a
Ilión

El bosque de las cosas

Nunca están todas las cosas en su sitio.
Ni antes ni después de la tormenta. Siempre
hay un desborde una arruga un pliegue
fuera de lugar. Una vez sola –a veces–
se juntan la aguja del reloj que da la hora
con el eje del minutero y del segundo.
Pero una sola vez. Y no se advierte.
Porque aquel aire que fue primero brisa
luego ventisca o ráfaga o tornado
no vuelve más al aire. Y el ventarrón
arranca la careta feliz de la sonrisa y muestra
la mueca del dolor y el disimulo
la raja de la angustia electrizada
la que se esconde la que no se nombra
la que se calla la que no se escribe
–pudor vergüenza miedo rebeldía–
la que aparece cuando el verso llega
sin llamarlo y pretende oficiar de bálsamo
o consuelo en tanto el escudero que lo blande
no lo quiere ni blando ni manso ni sereno
porque en combate singular será feroz
torrentoso en combatida antemural filoso
como punta de flecha como lanza venablo
daga sable puñal tijera espada
que destripe el torpe remiendo de la máscara
para mostrar al descubierto al descampado
a cara limpia sin afeites ni adorno
la desdentada faz de la intemperie.
Porque nunca vuelven las cosas a su sitio.
Alguna vez –alguna– forman un círculo
el círculo del bosque. Y desafiando
la ley de la gravedad un chorro de agua
se eleva se sostiene y canta. Es una fuente
un surtidor oculto una vertiente un río.
O acaso nada más un caño roto.
Aquí
la nombro fuente
pues necesito soñar el manantial.
El vuelo de la torcaz borda la siesta
con hilo delicado
al tejido del bosque va hilvanando
el tiempo y el espacio de las cosas.
Veían su reposo los cirios encendidos
–sin principio ni fin–
en el regazo sosegado de su Gracia.