Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Horacio Castillo

Horacio Castillo, nacido el 28 de mayo de 1934 en Ensenada, Provincia de Buenos Aires, dejó una huella imborrable en la literatura argentina como poeta, ensayista y traductor. Educado en el prestigioso Colegio Nacional Rafael Hernández y graduado como abogado en la Universidad Nacional de La Plata, Castillo supo combinar la precisión del derecho con la sensibilidad de la poesía, creando una obra única y resonante. Falleció el 5 de julio de 2010 en La Plata, pero su legado literario sigue vivo, cautivando a generaciones de lectores.

Castillo no solo destacó por su propia producción poética, sino también por su labor como traductor de poesía griega, siendo miembro honorario del Instituto Griego de Buenos Aires y perteneciendo a la Société des Amis de Nikos Kazantzakis en Ginebra, Suiza. Su trabajo en la traducción aportó una nueva dimensión a la poesía griega moderna, acercándola al público hispanohablante y enriqueciendo el panorama literario argentino.

La obra de Horacio Castillo fue traducida a varios idiomas, incluyendo el francés, inglés, portugués e italiano, lo que subraya su relevancia y universalidad. Entre sus títulos más destacados se encuentran “Descripción” (1971), “Materia acre” (1974), “Tuerto rey” (1982), y “Alaska” (1993). Su antología “La casa del ahorcado” (1999) recopila su producción poética de 1974 a 1999, ofreciendo una visión integral de su evolución literaria. En 2005, su recopilación “Por un poco más de luz” amplió esta perspectiva, abarcando hasta el año 2005.

Castillo también exploró la relación entre literatura y figuras históricas en obras como “Ricardo Rojas” (1999) y “Sarmiento poeta” (2007). Su interés por la mitología y la cultura se reflejó en “Mitografías” (2009), una recolección de poemas que rinde homenaje a diversos autores. Su última obra publicada en vida, “Mandala” (2005), consolidó su reputación como un maestro de la palabra.

Tras su muerte, su legado continuó con la publicación de “Anotaciones de Horacio Castillo a su poesía y otras notas amigas” (2012) y la “Obra reunida” (2020), que recopilan y celebran su vasto aporte a la literatura. Castillo fue miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española, distinciones que reflejan su importancia en el ámbito literario.

Horacio Castillo, con su obra profundamente humanista y su destreza para la traducción, nos dejó un legado literario que trasciende fronteras y épocas. Su poesía, cargada de imágenes poderosas y reflexiones íntimas, sigue iluminando el camino de los amantes de la literatura. En sus versos, encontramos un eco de la belleza y la complejidad de la vida, una luz persistente que guía y conmueve.

Tren de ganado

Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Asomados por el tragaluz mirábamos la inmensa llanura.
De pronto un mugido nos traía el recuerdo de Ifigenia
y volviéndonos hacia nuestros hijos los apretábamos contra el pecho.
¿Qué es aquello? El sol. ¿Qué es aquello? Una nube.
Habíamos olvidado el color del mar, el olor de la lluvia.
Los que sabían de estrellas habían olvidado sus nombres
y les dábamos los nombres de nuestros hijos para orientarnos al regreso.
¿Qué es aquello? Un árbol. ¿Qué es aquello? Un río.
Y un canto gregoriano se elevaba a nuestro alrededor,
hablaba por todos los destinados al sacrificio.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
La leche se había agriado en los pechos de las madres,
peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza.
¿Qué es aquello? Un pájaro. ¿Qué es aquello? Una piedra.
Y bajando la cabeza ocultábamos nuestro rubor,
cortábamos en silencio las uñas de los muertos.
Somos inocentes, gritábamos desde los trenes.
¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?
Bebíamos al atardecer el vino de los ciegos,
soñábamos todavía con un bosque de orquídeas.
¿Qué es aquello? Arena. ¿Qué es aquello? Niebla.
Y la vida escapaba como un murciélago entre las sombras
y nos dormíamos con una inusitada mansedumbre en la mirada.
Después nuestros ojos se volvieron como los ojos de las estatuas,
miramos nuestras manos y había desaparecido la línea de la vida,
y desde la estiba se elevó el ronco yambo
gimiendo por ti, por mí, por todos nuestros compañeros.
Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas,
cantos de cera navegando hacia el sol,
y a nuestro lado siempre tú, piadoso coro,
tú, alma mía, vaca coronada de nardos y violetas.

Anquises sobre los hombros

Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
Pero luego se vuelve cada vez más liviano,
Hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
En un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

El pecho blanco, el pecho negro

Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre sus dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: Es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Esta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.

Arte poética

Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto
que viene desde adentro, impulsado
por una fuerza superior
y el hábil juego de riñón y diafragma;
insistir presionando los músculos
como para expulsar
un caballo o un cíclope;
repetir el procedimiento
provocándolo inclusive con los dedos
o una materia acre,
hasta quedar vacío, sólo reseca piel,
odre para colgar del primer árbol,
extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz.

Para ser recitado en la barca de Caronte

El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
Estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
Aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
Allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
Este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
Cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
Mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
Mientras ordena remar sin interrupción,
Cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

Tuerto rey

Esta mosca que desova en el pantano
y vuela de mejilla en mejilla, de párpado en párpado,
ha traído la peste a nuestros ojos: ya no vemos
las nubes sobre los techos de la aldea,
la sombra de la garza remontando la corriente.
Pero al atardecer, cuando bajamos a la orilla del río
y el tuerto coronado de oro repite su relato,
descubrimos a través de su boca grandes señales en el cielo,
sangre de su ojo que sueña por la tribu.