Poetas

Poesía de Perú

Poemas de Hildebrando Pérez Grande

Hildebrando Pérez Grande, nacido en Lima en 1941, es una figura emblemática de la poesía peruana y uno de los principales representantes de la Generación del 60. Junto a poetas como Javier Heraud y Antonio Cisneros, Pérez Grande ha dejado una huella imborrable en la literatura latinoamericana, con una obra que trasciende fronteras y lenguajes, siendo traducida al inglés, francés, alemán y portugués.

Pérez Grande no solo es un poeta, sino también un educador dedicado. Durante muchos años, se desempeñó como profesor principal en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la universidad más antigua de América, y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. En San Marcos, dirigió la Escuela de Literatura y el Taller de Poesía junto al destacado poeta Marco Martos, forjando nuevas generaciones de escritores.

Además de su labor académica, Pérez Grande ha sido un activo promotor cultural. Dirigió importantes revistas literarias como Piélago, Hipócrita Lector y Puente-Nippi, plataformas desde las cuales impulsó la poesía y el pensamiento crítico. Su compromiso con la difusión de la literatura y el arte le ha llevado a ocupar el cargo de director académico de la revista de arte y literatura Martín de la Universidad de San Martín de Porres.

La obra de Hildebrando Pérez Grande ha sido reconocida internacionalmente. El 21 de mayo de 2013, recibió el prestigioso Premio Internacional de Poesía “Rafael Alberti”, otorgado por el Festival de Poesía de La Habana, Cuba, y la Asociación de la Comuna de Andalucía. Este galardón fue un reconocimiento a la alta calidad lírica y el intenso humanismo que impregnan su discurso poético.

Entre sus obras más destacadas se encuentra «Aguardiente y otros cantares«, publicada por primera vez en La Habana, Cuba, en 1978, y reeditada en varias ocasiones, incluyendo ediciones en Lima y Grenoble, Francia. La última edición, titulada «Aguardiente, for ever«, salió a la luz en Lima en 2007, consolidando su estatus como una obra esencial de la poesía peruana contemporánea.

Hildebrando Pérez Grande sigue siendo una voz vital en la poesía latinoamericana, un maestro de la palabra que, a través de su lírica, nos invita a explorar la profundidad del ser humano y la belleza del mundo que nos rodea. Su legado perdura no solo en sus versos, sino también en las generaciones de poetas que han bebido de su sabiduría y pasión por la literatura.

LA NIEVE Y EL ESTAMBRE

Yo nunca he visto la nieve
que arde bajo la luna
en las comarcas más oscuras de la tierra.
Y si me preguntan
qué flores he recogido en esta primavera
les diría -sin tristeza- que ninguna.
Yo nunca he visto la nieve
ni te he llevado flores
en esta primavera,
sin embargo cada tarde
cada noche
reconozco la sed interminable de tu vellocino
y me convierto cada tarde
cada noche
en el estambre más rojo de la tierra.

Cantar de Hildebrando

La luz de todo lo perdido nos envuelve
con el leve jazmín
de la nostalgia. Sobre la dura certeza
de los años, buscamos
un amor, una palabra
amiga, la huella de los compañeros.
La luz de todo lo perdido nos envuelve
con su dulce brebaje
de amargura. Bajo el húmedo polen
de los sueños, en el frente
del amor hay más reveses que victorias.
(No siempre la plenitud es nuestra sombra).
La luz de todo lo perdido nos envuelve
con la bruma postrera
de estos tiempos. Y marchamos
a la intemperie, cara al sol, sorteando
halagos, emboscadas, amarillentas
ilusiones que oscurecen el camino.
La luz de todo lo vivido nos envuelve
como ahora y en forma victoriosa
la invicta bandera de los pobres.

LA ESCRITURA SAGRADA

Tú no eres más que un racimo de valses
Maravillosamente mundanos. Punto
Y raya. Un relámpago harapiento
De ademanes y remolinos y nomeolvides.
Siempre reverberas sobre la página en blanco
De tus amores perdidos como una lluvia
Inquietante de puñales peregrinos.

Yo no quiero la piel de tu escritura alabada
Por lechuzas incautas: no me atrae
Ni tu fama ni tus premios ni tu nada.

Yo quiero tu palabra. No te muerdas
La lengua. Inventa primaveras. Abre
Tus labios sagrados como si fuese un deseo
Impostergable. No te quedes sin municiones:
Da curso a la lengua de tus antepasados,
Al fuego de tus apetitos elementales.

Pide la palabra: es tu espejo. Tu aguardiente.
El barro triste de un corazón desangelado.
No silencio.
Viento entero.
No mudez.
Soplo eterno.

Cushillococha

Lenta
muere la tarde
en el bosque de Cushillococha.

Oh, Juventud, territorio encendido, ¿qué luz, qué voz, qué rostro en la memoria
nos guardamos? Aquí, lejos de la desesperación, levantaremos
nuestra casa, y con el tiempo crecerán mis hijos, el horizonte, la vida.

Lenta
muere la tarde
en el bosque de Cushillococha.

Oh Juventud, hontanar de ilusiones, más allá de opacos espejismos — y templados
por la abnegación y el fervor de los sobrevivientes – forjemos
un camino por el cual mañana otros hombres serán lo que no fuimos.

Lenta
muy lenta
muere la tarde en el bosque
de Cushillococha, en tu regazo, amor, en mis manos.

MARÍA FÉNIX, TAHONA FELIZ, MARÍA CAPULÍ

A Edmond Raillard , traduciendo a Vallejo en
Clermont-Ferrand

Déjame ser tu lazarillo para despeñarnos
por las orillas nocturnas del Isére. Déjame
ser la envidia de los pájaros aturdidos
por el rayo de tu belleza sideral. Como un perro
andaluz lamo el arroz sagrado de mi melancolía.
Y pulso
mi grave guitarra
tan sólo para espantar las moscas
que revolotean sobre mis escamas incoloras.
Mi soledad reclama el valium de tu cabellera
azabache. Mi soledad pregunta
por el yodo sutil de tu vestido estrujado
y por aquellos anteojos oscuros por donde se filtraba
la retama encendida de mi huayno fugaz.
Ya no sé dónde poner el cuchillo de mis noches
degolladas. ¡Para quién guardar la dorada saliva
de mi infancia! Duquesa mía. Turquesa mía. Tirana,
tocaré mi viejo tambor para enterrarte
bajo la ardiente nieve de Grenoble. Y te encerraré
cantando en una botella persa eternamente.

Tu n’ as pas de Maries qui s’ en vont
me escribes, amigo Edmond, traduciendo
pálidamente tu hueso, tu gabán, tu luto perpendicular.
Ah, María Félix, tahona feliz, María Capulí.

Benjamín Constant

Perdidos en el bosque de la ambigüedad desenterramos
allá, en Benjamin Constant, la sombra
intemporal del desconcierto.
Por la tosca quebrada del verano corría
el Amazonas como una muchacha febril, encantada.
Pisoteando
Su carne de venado incandescente yo le dije: “insepultos ojos, amigo, insepultos
Ojos incendian mi nave que surca por la gamuza triste de tus manos.”
Navegamos. Amazonas. Navegamos.
Y junto a la dulce intención de poseer lo que deseamos, no lejos
de nosotros, alimentándose de recuerdos inasibles,
pequeñas hogueras reverberan.
Navegamos. Amazonas. Navegamos.
Roída por el viento verde de la madrugada,
oh noche que terminas pero que en realidad comienzas:
podrás
decir ahora, sobre este País donde reina la iniquidad
y el contrabando, qué lluvia, qué mujer, qué sol
nos depara el destino, oh noche.
Navegamos. Amazonas. Navegamos.
Y en medio de tus aguas que arrastran animales muertos, ilusiones muertas,
desconcertando a la razón y a la primavera, bajo
la luz agusanada de la luna, el viento y mi guitarra se vierten en lamento.
Navegamos. Amazonas. Navegamos.
Oh tiempo que arañas indesmayablemente
los sueños, los ríos, y todas las criaturas de este mundo
¿dónde la playa más justa, más hermosa que buscamos?
Navegamos. Amazonas. Navegamos.
Acosado por el brillo de los presagios negros yazgo
aquí, innominado, como un viejo soldado de juego, luchando
con las astas duras de la aurora que con gozo, con envidia,
derrumban mi sueño común, absurdo, cotidiano.
Naufragamos.
Amazonas.
Naufragamos.

Andahuaylas

es una muchacha su tristeza
por las tardes. Lluvia que cae para iluminar los sauces
y los corazones. Noche templada a la luz de la luna
campesina y, acaso, algunas trenzas que se enredan
en las manos de un labriego o en la estrella más alta,
que es lo mismo. Andahuaylas es leña, leña ardiendo
en una cocina de barro, en cada recuperación de tierras.

4.

Muchacha de las retamas,
rocío de la mañana.
Muchacha de luz serrana,
vasija de fuego y agua.

La gracia de tu mirada,
muchacha cordillerana,
vuela como una campana,
muchacha de las retamas.

Muchacha de porcelana,
flor encendida en el cielo.
Mucacha de las retamas,
luna de almendra y olvido.

Cantar de Alejandro

Marchamos hacia el amanecer de la armonía. Nadie podrá decir
que es una flecha oscura nuestro nombre. Con las luces
apagadas, y teniendo como lumbre los ojos acerados
de la aurora, salimos una madrugada de noviembre hacia la Isla.
La historia dice ahora que había mal tiempo
bajo el cielo de los navegantes. Que la lluvia
caía pertinaz sobre los hombres. Y los vientos del Caribe
no sólo presagiaban el constante peligro del naufragio
sino que los vómitos, las fatigas y los imborrables ataques de asma
arañaban nuestro corazón mientras oteábamos la sal del horizonte.
Nadie podrá decir que es una flecha oscura nuestro nombre.
En aquel yate de color blanco, remontando
un mar de azafrán y vieja cristalería, sentíamos
cómo las olas de la incertidumbre nos herían
de igual manera que nuestro deseo de acabar con el pasado.
Y al momento de registrar nuestro desembarco en las aguas
fangosas de Las Coloradas, con la misma alegría
de los niños que miran el porvenir con los ojos
de Abel, de Frank y de aquel peruanito cuyo nombre
nunca más supimos y cuya imagen siempre atamos a la de Juan
Pablo, a su sonrisa insepulta, descubrimos
que detrás de cada acto nuestro resplandecía la palabra del Apóstol.
Después vino la escritura de fuego, el temple
del cuchillo relampagueando en las noches de la Sierra,
la apertura hacia la luz del trabajo voluntario
y, como una mano tibia que se tiende
para estrechar otra, el internacionalismo proletario.
Nadie podrá decir que es una flecha oscura nuestro nombre.
Nuestro pequeñísimo nombre que hoy atraviesa otras latitudes
en el atavío y el máuser de los compañeros que entre cánticos
y espasmos marchan hacia el amanecer de la armonía.
Nadie podrá decir que es una flecha oscura nuestro nombre.

Cementerio de automóviles

Todo en él era viejo, salvo sus ojos
Ernest Hemingway

Corrías cara al sol en las tardes claras de un loco
Verano, seduciendo a las muchachas
Con tu chasís reluciente y la potencia de tu HP.
Muchos miraban con envidia la forma como subías
Por las lomas más empinadas, fierro
A fondo. Y más aun cuando bajabas por laderas
Iluminadas por el carmín y la sonrisa de tu gitana en flor.
Eran los prodigiosos años sesenta. Los caminos
Inciertos los recorrías cantando only you. Pero
No siempre merecemos nuestros sueños: ahora
Se te cae el pelo, el aceite, los deseos. Eres
Una chatarra inútil y estás bajo de rating. Tan sólo
Añoras un espejo retrovisor para mirar
Tardíamente las maravillas insospechadas del universo.

Sin chasís, sin jazmín, sin lubricante
Acaricias tu vieja placa:
PERU. Lima. 27-04-41.

Mutatis mutandis

Un árbol derribado no es un árbol: es un río
que crece entre los hombre. Un río que crece
entre los hombres no es un río: es un sueño
que en los días de verano se desborda sobre tu tierra
seca. Y un sueño que en los días de verano
se desborda sobre tu tierra seca no es un sueño:
es la hoguera en la que por un tiempo
ha de temblar tu delicioso cuerpo. Pero la hoguera
en la que por un tiempo ha de temblar
tu delicioso cuerpo no es, como supones, una fuente:
es tan sólo un árbol, un río, un sueño que te dice
inútilmente que sí, que es mentira, que no lo volverá a hacer.