Poesía de Colombia
Poemas de Guillermo Valencia
Guillermo Valencia (1873-1943) fue un poeta, diplomático y político colombiano, considerado como uno de los representantes del modernismo en Hispanoamérica. Su obra poética se caracteriza por el uso de formas clásicas, el cultivo de la mitología grecolatina y el refinamiento del lenguaje.
Nació en Popayán, una ciudad de gran tradición cultural e histórica en el sur de Colombia. Su padre, José María Valencia, fue un destacado jurista y político conservador que llegó a ser presidente interino de la República en 1892. Su madre, Mercedes Gómez, fue una mujer de gran sensibilidad artística que influyó en el desarrollo literario de su hijo.
Desde muy joven, Guillermo Valencia mostró su vocación por la poesía y el estudio de las lenguas clásicas y modernas. A los 15 años publicó su primer poema, “La ninfa Eco”, en la revista El Espectador. A los 18 años viajó a Europa, donde entró en contacto con las corrientes literarias y artísticas de la época. Allí conoció a Rubén Darío, el máximo exponente del modernismo, quien lo elogió como “el príncipe de los poetas colombianos”.
A su regreso a Colombia, Guillermo Valencia se dedicó a la actividad diplomática y política, siguiendo los pasos de su padre. Fue ministro plenipotenciario en varios países europeos y americanos, senador de la República y candidato presidencial en dos ocasiones. Sin embargo, nunca descuidó su labor poética, que fue reconocida tanto dentro como fuera del país.
Entre sus obras más importantes se encuentran Ritos (1899), donde se aprecia la influencia del simbolismo francés y el parnasianismo; El castillo feudal (1909), una colección de sonetos dedicados a su esposa Josefina Muñoz; En la luz del soneto (1924), donde rinde homenaje a diversos autores y temas de la cultura universal; y Poesías (1933), una antología que recoge lo mejor de su producción lírica.
Guillermo Valencia murió en Bogotá el 8 de julio de 1943, dejando un legado poético que lo sitúa entre los grandes nombres de la literatura colombiana e hispanoamericana.
Pigmalión
En líbico marfil tallas tu sueño
de amor, la ninfa de tu ser exalta,
y entre labios de olímpico diseño
flores de perla tu buril esmalta.
Sufres; el bloque de mirar risueño
donde la fiebre de la vida falta
yace inmóvil: la sangre de tu dueño
bajo las curvas gélidas no salta.
Atiende el cielo tu clamor. “Resurge”,
Apolo clama; la beldad esquiva
tórnase carne y a la vida surge;
la besas bajo el ático plafondo,
y entre la red de su pestaña viva
hallas lo azul sin límite ni fondo…
Melancolía
¡Oh vagos matices
de lánguidos grises
que ahuyentan la calma
si invaden el alma!
¡Oh dolor sincero
de la Fantasía!
¡Oh Melancolía
de Alberto Durero!
Cuadro que despiertas
las visiones muertas
que forjó el Anhelo
para mi consuelo,
simbólica mano
con líneas febriles
trenzó en tus perfiles
al Género humano!
La luz amarilla
que en ráfagas brilla
y apenas alumbra
la tibia penumbra,
dorando los muros
en negro recorta
la vieja retorta
de picos oscuros.
La Kábala eximia,
los trazos de Alquimia
fatigan la alfombra
cargados de sombra…
Y en negras marañas
sobre las paredes
se enredan las redes
de las telarañas.
Alada figura
de etérea blancura,
los seres olvida
de flores ceñida:
Yo finjo que vierte
su labio de diosa
la paz de la fosa
y el don de la muerte.
La angosta persiana
de vieja ventana.,
sugiere sin tules
los cielos azules,
y sobre las alas
de lóbrego piélago,
gigante murciélago
sacude las alas.
Cual fijo en papiro
la piel del vampiro
despliega en la sombra
vocablo que asombra.
¿Quién lo escribiría
con burla macabra,
aquella palabra
de «Melancolía»?
¿Es débil gemido
que anuncia el olvido,
o símbolo oscuro
que cifra el futuro?
¿Es la oculta clave
del amor humano,
o el ¡ay! de un gusano
que quiso ser ave?
¡Oh vagos matices
de lánguidos grises
que ahuyentan la calma
si invaden el alma!
¡Oh, dolor sincero
de la Fantasía!
¡Oh Melancolía
de Alberto Durero!
Cuadro que despiertas
las visiones muertas
que forjó el anhelo,
para mi consuelo,
simbólica mano
con líneas febriles
trazó en tus perfiles
¡al Género Humano!
A la memoria de Josefina
1
De lo que fue un amor, una dulzura
sin par, hecha de ensueño y de alegría,
sólo ha quedado la ceniza fría
que retiene esta pálida envoltura.
La orquídea de fantástica hermosura,
la mariposa en su policromía
rindieron su fragancia y gallardía
al hado que fijó mi desventura.
Sobre el olvido mi recuerdo impera;
de su sepulcro mi dolor la arranca;
mi fe la cita, mi pasión la espera,
y la vuelvo a la luz, con esa franca
sonrisa matinal de primavera:
¡Noble, modesta, cariñosa y blanca!
2
Que te amé sin rival, tú lo supiste
y lo sabe el Señor; nunca se liga
la errátil hiedra a la floresta amiga
como se unió tu ser a mi alma triste.
En mi memoria tu vivir persiste
con el dulce rumor de una cantiga,
y la nostalgia de tu amor mitiga
mi duelo, que al olvido se resiste.
Diáfano manantial que no se agota,
vives en mí, y a mi aridez austera
tu frescura se mezcla gota a gota.
Tú fuiste a mi desierto la palmera,
a mi piélago amargo, la gaviota,
¡y sólo morirás cuando yo muera!
Ella
Sumida entre la lóbrega cantera
de mi cerebro calcinado, pura
como el diamante en el carbón, fulgura
su faz como la vi por vez primera.
Y, cual rendido lapidario, espera
mi amor, ciña la humilde vestidura
en que hoy envuelvo su ideal figura
de artista, de mujer y de hechicera.
Si algo palpita en mi Poema, gota
de agua en el arenal, si deja huella
o consigue ligar un alma rota;
si desgarra las sombras la centella
de un verso -luz que en el olvido flota,
es su lejana irradiación: ¡es Ella!
En un álbum
Hay Damas que nacieron para mostrarse un día
ceñidas en coronas de lírico florón;
para vivir tus sueños, gentil Caballería,
en brazos de un mancebo de golas y toisón:
Nacieron bajo el astro de la Galantería
a perfumar un siglo, como la Maintenon,
o ennoblecer su tribu con la raza bravía
que mancha de cien águilas el oro de un blasón.
Hay manos que pudieran regir con áureas bridas
el cisne que conduce las almas elegidas,
¡por lagos perezosos, a olímpico País!
Hay dedos que transforman cuanto palpan sus yemas:
en gemas los guijarros, las prosas en poemas,
¡y la flor de los trivios en heráldico Lis!
Esfinge
A.M.G.
Todo en ti me conturba y todo en ti me engaña,
desde tu boca, donde la pasión se adivina
que empurpura los pétalos de esa rosa felina,
hasta la rubia movilidad de tu pestaña.
Todo en ti me es adverso, tu sonrisa me daña
como un hechizo, y en tu plática divina
por un campo de flores la falacia camina
fríamente cual una ponzoñosa alimaña.
Con tu rostro de mártir eres una venganza.
Tus manecitas estrangularon mi esperanza,
y es tu flor un eufobio semioculto entre tules.
Tu lámpara alimentan alas de mariposa,
arda en ella este verso que me inspiró tu prosa:
¡eres una mentira con los ojos azules!
Los camellos
Lo triste es así…
Peter Altenberg
Dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,
de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,
los cuellos recogidos, hinchadas las narices,
a grandes pasos miden un arenal de Nubia.
Alzaron la cabeza para orientarse, y luego
el soñoliento avance de sus vellosas piernas
-bajo el rojizo dombo de aquel cenit de fuego-
pararon silenciosos, al pie de las cisternas…
Un lustro apenas cargan bajo el azul magnífico,
y ya sus ojos quema la fiebre del tormento:
tal vez leyeron, sabios, borroso jeroglífico
perdido entre las ruinas de infausto monumento.
Vagando taciturnos por la dormida alfombra,
cuando cierra los ojos el moribundo día,
bajo la virgen negra que los llevó en la sombra
copiaron el desfile de la Melancolía…
Son hijos del Desierto: prestóles la palmera
un largo cuello móvil que sus vaivenes finge,
y en sus marchitos rostros que esculpe la Quimera
¡sopló cansancio eterno la boca del Esfinge!
Dijeron las Pirámides que el viejo sol rescalda:
«amamos la fatiga con inquietud secreta…»
y vieron desde entonces correr sobre una espalda
tallada en carne, viva, su triangular silueta.
Los átomos de oro que el torbellino esparce
quisieron en sus giros ser grácil vestidura,
y unidos en collares por invisible engarce
vistieron del giboso la escuálida figura.
Todo el fastidio, toda la fiebre, toda el hambre,
la sed sin agua, el yermo sin hembras, los despojos
de caravanas… huesos en blanquecino enjambre…
todo en el cerco bulle de sus dolientes ojos.
Ni las sutiles mirras, ni las leonadas pieles,
ni las volubles palmas que riegan sombra amiga,
ni el ruido sonoroso de claros cascabeles
alegran las miradas al rey de la fatiga:
¡Bebed dolor en ellas, flautistas de Bizancio
que amáis pulir el dáctilo al son de las cadenas,
sólo esos ojos pueden deciros el cansancio
de un mundo que agoniza sin sangre entre las venas!
¡Oh artistas! ¡Oh camellos de la Llanura vasta
que vais llevando a cuestas el sacro Monolito!
¡Tristes de Esfinge! ¡novios de la Palmera casta!
¡Sólo calmáis vosotros la sed de lo infinito!
¿Qué pueden los ceñudos? ¿Qué logran las melenas
de las zarpadas tribus cuando la sed oprime?
Sólo el poeta es lago sobre este mar de arenas,
sólo su arteria rota la Humanidad redime.
Se pierde ya a lo lejos la errante caravana
dejándome -camello que cabalgó el Excidio…-
¡cómo buscar sus huellas al sol de la mañana,
entre las ondas grises de lóbrego fastidio!
¡No! buscaré dos ojos que he visto, fuente pura
hoy a mi labio exhausta, y aguardaré paciente
hasta que suelta en hilos de mística dulzura
refresque las entrañas del lírico doliente;
Y si a mi lado cruza la sorda muchedumbre
mientras el vago fondo de esas pupilas miro,
dirá que vio un camello con honda pesadumbre,
mirando silencioso dos fuentes de zafiro…
Palemón el estilita
Enfuriado el Maligno Spiritu de la devota
e sancta vida que el dicho ermitanno facia,
entróle fuertemientre deseo de facerlo caer en
grande y carboniento peccado. Ca estos e non
otros son sus pensamientos e obras.
Apeles Mestres. -Garin
Palemón el Estilita, sucesor del viejo Antonio,
que burló con tanto ingenio las astucias del demonio,
antiquísima columna de granito
se ha buscado el desierto por mansión,
y en pie sobre la stela
ha pasado muchos días
inspirando a sus oyentes
el horror a los judíos
y el horror a las judías
que endiosaron ¡Dios del cielo!
que endiosaron a una hermosa
de la vida borrascosa,
que llamaban Herodías.
Palemón el Estilita «era un santo». Su retiro
circuían mercadantes de Lycoples y de Tiro,
judaizantes de apartadas sinagogas,
que anhelaban de sus labios escuchar
la palabra de consuelo,
la palabra de verdad
que nos salve del castigo,
y de par en par el Cielo
nos entregue; sólo abrigo
contra el pérfido enemigo
que nos busca sin cesar
y nos tienta con el fuego de unos ojos
que destellan bajo el lino de una toca,
con la púrpura de frescos labios rojos
y los pálidos marfiles de una boca.
Alrededor de la columna que habitaba el Estilita,
como un mar efervescente, muchedumbre ingente agita,
los turbantes, los bastones y los brazos,
y demanda su sermón al solitario
cuya hueca voz de enfermo
fuerzas cobra ante la mies
que el Señor ha deparado
a su hoz, y cruza el yermo
que turbaron otros tiempos los timbales de Ramsés.
Y les habla de las obras de piedad y sacrificio,
de las rudas tentaciones del Apóstol y del vicio
que llevamos en nosotros; del ayuno y el cilicio,
del vivir año tras año con las fieras
bajo rotos quitasoles de palmeras;
y les cuenta lo que es sed y lo que es hambre,
lo que son las noches cálidas de Libia,
cuando bulle de planetas un enjambre,
y susurra en los palmares la aura tibia,
que provocan en el ánimo cansado
de una vida muerta y loca
los recuerdos tormentosos
que en los días pesarosos,
que en los días soñolientos
de tristezas y de calma
nos golpean en el alma
con sus mágicos acentos
cual la espuma débil
toca
la cabeza dura y fría
de la roca.
De la turba que le oía
una linda pecadora
destacóse: parecía
la primera luz del día,
y en lo negro de sus ojos
la mirada tentadora
era un áspid: amplia túnica de grana
dibujaba las esferas de su seno;
nunca vieran los jardines de Ecbatana
otro talle más airoso, blanco y lleno;
bajo el arco victorioso de las cejas
era un triunfo la pupila quieta y brava,
y, cual conchas sonrosadas, las orejas
se escondían bajo un pelo que temblaba
como oro derretido;
de sus manos blancas, frescas,
el purísimo diseño
semejaba lotos vivos
de alabastro,
irradiaba toda ella
como un astro;
era sueño
que vagaba
con la turba adormecida
y cruzaba
-la sandalia al pie ceñida-
cual la muda sombra errante
de una sílfide,
de una sílfide seguida
por su amante.
Y el buen monje
la miraba,
la miraba,
la miraba,
y, queriendo hablar, no hablaba,
y sentía su alma esclava
de la bella pecadora de mirada tentadora,
y un ardor nunca sentido
sus arterias encendía,
y un temblor desconocido
su figura
larga
y flaca
y amarilla
sacudía:
¡era amor! El monje adusto
en esa hora sintió el gusto
de los seres y la vida;
su guarida
de repente abandonaron
pensamientos tenebrosos
que en la mente
se asilaron
del proscrito
que, dejando su columna
de granito,
y en coloquio con la bella
cortesana,
se marchó por el desierto
despacito…
a la vista de la muda,
¡a la vista de la absorta caravana!…
- José Gorostiza Alcalá
- Antonio Gala
- Liliana Díaz Mindurry
- Luis David Palacios
- Leconte de Lisle
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- Emmanuel Hocquard
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