Poesía de Uruguay
Poemas de Gladys Castelvecchi
Gladys Castelvecchi, nacida el 26 de noviembre de 1922 en Rocha, Uruguay, fue una de las voces más auténticas y sensibles de la Generación del 45. Poeta y profesora de literatura, su obra está impregnada de una profundidad lírica que explora el alma humana con una mirada crítica, pero también llena de compasión. Su poesía nos invita a sumergirnos en los paisajes internos y externos de una mujer que vivió intensamente los cambios políticos, sociales y personales de su tiempo.
Tras casarse con el escritor Mario Arregui, Castelvecchi se mudó a Flores, donde su vida cotidiana se entrelazaba con la escritura y la enseñanza. Más tarde, regresó a Montevideo, donde continuó su carrera como docente en la Enseñanza Secundaria, formando a nuevas generaciones con su pasión por la literatura. Sin embargo, su vida no estuvo exenta de dificultades: durante la dictadura uruguaya, fue destituida de su cargo y encarcelada, un golpe que marcó tanto su trayectoria personal como su producción poética.
En 1965, Castelvecchi alcanzó su consagración como poeta con la publicación de No más que un sueño, una obra que revela una escritura introspectiva, cargada de simbolismos y de una voz propia, capaz de expresar lo más íntimo de la experiencia humana. A través de sus poemas y artículos críticos publicados en diversos semanarios y revistas uruguayas, Castelvecchi dejó un legado literario que sigue resonando en la poesía uruguaya contemporánea.
Su obra, tanto en la poesía como en la docencia, nos muestra a una mujer que, a pesar de las adversidades, supo preservar la sensibilidad y el compromiso con su tiempo. Su nombre es sinónimo de resistencia poética, de una búsqueda constante por encontrar la verdad detrás de las palabras, y de un amor profundo por la literatura como medio de transformación.
Carteando
Señora la mi madre,
doña Braulia González:
qué lindo nombre para milonga criolla
vivió usté, doña Braulia.
Que bien vivió su nombre de paridora fuerte,
de vientre siempre en fruto,
cómo estaba su nombre en sus manos tan fieles,
en los pies afanándose por un lado en la cuna,
por el otro en la máquina de hacer nuevo lo viejo,
déle fuerza y fuerzaza
sin parar, doña Braulia.
Usted ahora sabe,
señora la mi madre,
cómo yo me moría por algo tierno suyo.
Eso que tienen todos; un beso, una caricia.
Aprendí muy de a poco
que su vida de pobre, sus tareas de pobre,
su cocina de pobre, su dignidad de pobre
(me inclino, doña Braulia),
eran todo lo tierno que tenía a su alcance.
Uno aprende despacio.
Aquí la estoy pensando como la vi por años,
su aguja, su dedal,
boca seria, ojos mansos
y el libro que leía
para llorar de tristezas no suyas,
hoy pienso.
Aunque heredé su nombre,
nadie me llamará como a usté, doña Braulia,
y es justo.
Hay que ser mucha cosa para llamarse Braulia.
Y en usted había algo
como de agua en cántaro,
como tierra impregnada,
como de hoja silvestre con un secreto adentro,
como de india, vamos.
Siempre me he preguntado
cuántos indios habría sostenido su sangre.
A canoa por sus venas, jadeando, y por las mías,
anda un indio, me juego.
Un indio muy formal, tatarabuelo,
muerto de hambre en su río,
codicioso de peces que se escapan, se escurren
(uno de ellos, justamente,
es el que viene a rebullir mi sangre aún,
de vez en cuando).
Yo le escribo esta carta
nada más de nostalgia.
Bien pocas lunas hace se me asomó en un sueño
y estaba trabajando
sin sacarle ni un poco de reposo
a ésa, su eternidad.
Y quiero aconsejarle que descanse,
señora Doña Braulia.
Deje de acicalarle las alas a los ángeles
o esponjarle blancuras al Espíritu Santo.
(Yo la pienso en un cielo
como usted lo pensaba.
Infierno y Purgatorio,
los vivió en estos pagos).
Y mire que no me olvido que usté era manolarga.
Modérese, mi madre.
Pobre angelito que andando por su lado
se las pase de diablo.
Porque esto tengo cierto:
donde está usted, hay ángeles.
Como hubo en su jardín,
en su quinta de verduras
y pasteles caseros en las festividades.
Ternura, doña Braulia,
ternuras. Se agradecen,
aunque se entiendan tarde.
Y hasta más ver, señora.
Ritornello
La costumbre es feroz.
Hasta le come
las alas a los ángeles.
La primera oración
Conoció el hombre a su
mujer, que concibió y
parió
Génesis 4,1
Ángel de la leche,
no me desampares.
Mi criatura duerme.
Bendíceme el seno
cuando se despierte.
No me desampares,
ángel de la leche.
ALGUNOS APUNTES
Del durazno quedaron en la mano
un riacho de jugo dulce
y un carozo oval de extremo agudo.
El carozo, pequeño mapa complejo, circunvalado,
neto, en sosiego,
liviana madera sin rezago de aroma ni sabor.
Punto final de la delicia.
Adentro, la paciencia,
la paciencia de esperar a partirse,
criarse en flores rosas,
la esperanza de tierra, de alianzas con la lluvia
y el impulso de extender al hosco mundo
un abrazo de pétalos minúsculos
memorables por gracia de lo efímero.
Una mujer y un hombre
siempre en violencia
-acorde o alevosa- obedecen
lo que gobierna los sitiados cuerpos.
Las mismas leyes para los leones,
las semillas impasibles
o el no menor prodigio de las aves.
Quién instruye
la inextinguible fórmula.
Testamento
Lucharás por ¡a verdade
hasta ¡a muerte.
Eclesiastés 4,33
Te dejo a tí, mis hijos,
lo que heredé.
El techo lloviznoso,
la intemperie aprendida,
signos de sumar y restar en gravoso tumulto.
Reconstruyelos, Tú puedes.
Te dejo a ti, mis hijos,
los laberintos donde se refugian los rencores.
Soy peldaño: me conduelo y me acuso.
Alas de pobre empeño
esforzaron más rumbos que la rosa de los vientos.
Te dejo mis alas.
Trónchalas. Empluma. Vuela.
A ti, mis hijos,
dejo a mejor uso los signos de puntuación,
las hojas que no nacen sin raíces,
el revuelto envoltorio de los intentos.
En él perdura una goma escolar
suave como el pan,
acusatoria como el primer robo de hambre,
redentora como nuestro último remordimiento.
Escribe. Borra. Perdónate.
A ti, mis hijos,
el agua que entendió la sed,
la cadena suntuosa de que doy testimonio.
No te dejo la soledad del mar.
Es bien de todos. Dejo mis remos
y acaso algún jirón
del viento servicial que me asistió.
Que sople en tus caminos.
Te dejo, hijos,
las escasas palabras que aprendí
y mi absoluta fe en el abecedario,
laboriosa, congregadora hechura.
Te lego mi silencio. No lo oigas.
En codicilio,
la final dialéctica de la frente
cayendo hacia la luz
y las leyes de la especie,
¡nocente, bellísima crueldad.
Resuélvela. Es tu turno.
- Minerva Salado
- Miguel Hernández
- Walt Whitman
- Toni García Arias
- Teresa Amy
- Jules Laforgue
- Denise Levertov
- José Lupiáñez
- Gil Colunje
- Carlos Augusto Salaverry
- José Joaquín Palma
- José Ángel Valente
- Manuel Vázquez Montalbán
- Diana Ramírez de Arellano
- Felipe Salazar (Pichorra)
- Harry Mathews
- Gonzalo Márquez Cristo
- Michel Leiris
- Nahui Ollin
- Joaquín Lorenzo Luaces