Poetas

Poesía de México

Poemas de Francisco Segovia

Francisco Segovia (México, Distrito Federal, hoy Ciudad de México, 1958) es un poeta, traductor y lexicógrafo mexicano. Forma parte del equipo que redacta el Diccionario del español de México (DEM), en El Colegio de México, y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Es hijo de los escritores Tomás Segovia e Inés Arredondo. Ingresó a la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM, pero no la terminó. Posteriormente, recibió del Consejo Británico una beca de “Non-degree research studies”, para hacer investigación en el King’s College de Londres. En 1976, ganó una beca de poesía del concurso Salvador Novo del Centro Mexicano de Escritores. En 1992, ganó el concurso de beca de creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Es considerado uno de los poetas mexicanos más sobresalientes de su generación. Es miembro fundador y colaborador de varias revistas de literatura, entre las que destaca Fractal y Vuelta.

Noche

No la noche aquella que se untaba al cielo
pareja y densa antes de encender la luz de sus luceros…
No esa: la otra: la que va echando bubas grises
en los muros verjurados por la sombra de las ramas
la que no avanza unánime en la bóveda
sino brota al buen tuntún aquí y allá como si hirviera
la que se prende a las luces de la tarde
igual que el huitlacoche a la mazorca
apergollándola del cuello
la que es un negro acné sobre la triste adolescencia de la tarde
la que garapiña y tirolea y deja cacarizas
las bardas grises del ocaso
la que abre pozos de grisura aquí y allá febriles como llagas
la que cunde en todas partes como un cáncer…
No la noche en que miramos los astros sino la otra: esta
que nos sobaja la mirada nos la estrella
contra lo cerca lo junto lo pegado
la que no trae en la bolsa nada que venga de muy lejos
la que de pronto raya el aire con el gis de un rayo
y nos deja ipso facto hipnotizados
como gallinas en su propia estupidez haciendo el bizco
la que pasa por aquí queriéndose ir de aquí
la que en lugar de rumores arcaicos y arcanos
carga mil descargas (un carcaj de crímenes que estallan
con su fuego artificial entre las calles)
la que llega en una ráfaga de pura adrenalina…
No la noche aquella de la luna y las promesas
cuando comparecía ante nosotros la bondad divina
sino esta que fraguamos arduamente en talleres subterráneos
en esta forja de esclavos que sin embargo esperan
la noche que es hoy la noche nuestra el pan de cada día
la que va por el aire como una bruja horrible en sus hilachas
sin amar el aire sin gozar el vuelo huyendo nada más huyendo
la que grita siempre la que habla sola la llorona noche que nos damos
cada noche los hombres a los hombres…

Agua

…agua del arroyo que ensarta su hilo en la pupila…
agua de hebras transparentes que se trenzan apretadas
para dar al ojo algo tangible algo sólido que ver : agua visible…
agua : aguja e hilo de coser las cosas
que pasan sobre el río como agua y los reflejos que no pasan
sobre el agua que pasa…
agua que mece al mundo en la hamaca de sus redes
agua en que vaivienen Uruk, Gizé y Tenochtitlan
los pilotes del Golden Gate y las Torres Petronas de Malasia…
agua que en un parpadeo apaga de golpe todo un sol
mientras enciende alrededor otros mil soles…
agua que rompe en dos todas las lanzas que le clavan…
agua de aquel río en cuya orilla una mujer lava su sombra…
agua jubilosa de donde sales jubilosa
y agua delicada y desprendida
que deja salir tu sombra intacta seca…
agua que no parte las cosas que reparte
agua que pone una luna entera en cada lago
en cada balde en cada vaso…
agua del borbotón maciza y decidida
que brota rotunda de la sombra subterránea agua
que hace bulto a flor de tierra y monta en ella
como una hogaza de pan sobre la mesa…
agua vacante que recorre exasperado el ventarrón
llenando el cauce seco…
agua que consiente quedarse y entregarse en el cuenco de una mano
pero no en un puño…
agua que hace santo a quien la da al sediento…
agua “atmósfera pesada volumen transparente”
donde vuela un cardumen de sardinas
como una parvada de vencejos
y flota enorme el zepelín de las ballenas
agua de aire en donde abren paracaídas transparentes las medusas
y agua que mira el pez sin darse cuenta
como nosotros miramos siempre el aire sin saberlo…
agua de Hermes Trismegisto piedra de esmeralda en que se ilustra
que es “arriba como abajo” y bucean las estrellas en la noche…
agua del Melström que se traga un buque de un bocado…
agua de la lluvia que convierte al pavimento en un campo de agapandos…
agua de mar que abofetea a la tierra con su furia
o se adelgaza tanto que la playa apenas siente adormilada
sus yemas de casi aire –de casi nada…
agua que respira agua que danza…
agua de la fuente que rompen las mujeres
para dar a luz a hombres y mujeres…
agua de echarse al agua de hacer felices a los niños
de flotar sin peso y en el limbo…
agua del cuenco donde bebe la luz su frescura matinal
y agua azogue turbio donde nadie reconoce el propio rostro…
agua que corta de golpe todo rastro
agua sin huella para el policía sin olor para el sabueso
agua en que el pecador lava su crimen y la presa
deja atrás al cazador como la cuija deja atrás como carnada
su cola agonizante…
agua que se cuela por debajo de la puerta
y anuncia el diluvio universal que inunda cada noche un cuarto
donde alguien habla solo…
agua que cierra los ojos para mirar adentro y en silencio
como un cachalote que inicia su descenso a la noche abisal
agua que se hunde lentamente en el agua
como ese submarino que hacemos de palabras
para bucear en el lenguaje –porque solo las palabras oyen
qué dicen en el fondo las palabras : agua en el agua…
agua de mar que cauteriza las heridas y agua de mar que las aviva…
agua de la lluvia que vuela sin pies como las brujas
agua que tiene la bastilla del vestido sucia
porque vuela a ras de tierra agua de Xtabay y de Banshee
que ahora viven en las ramas donde aúllan
como el viento –con el viento– madres
de hijos muertos esposas de cadáveres violentas
tristes vengativas sueltas en el mundo
como ráfagas de lluvia…
agua de las ánforas que antes reventaban
los tlaloques a golpe de relámpagos
sobre la negra tierra hincada al pie del Tepozteco :
“Llueve a cántaros –decía Juan– a cántaros de Tláloc” :
tepalcates negros esparcidos por la calle
pedacería de un cielo que se nos vino abajo…
agua de las nubes mullida y suave
como el ante del odre y el tahalí donde se guardan
la lluvia el trueno el relámpago y el rayo
agua que danza como el fuego con el fuego
agua donde medran salamandras y dragones
agua que no moja de donde brota el sol cada mañana
agua del alba que ilumina el alma
como tus ojos esa tarde entre la sombra
de cedros casuarinas y cipreses –agua de tus ojos
en la cima de este bosque a donde vine
porque tú dijiste que aquí estarías…

Tierra roja

Tres meses en Fobos
bajo la lápida de Marte.

Tres meses abrumados por la mole
que deja un solo respiradero al horizonte:
un aro negro a ras del suelo una rendija
donde es raro que se agache a husmear el sol.

Tres meses de vértigos y vómito
mirando pasar en vez de cielo
tres veces cada día las estrías de esa losa.

Cuánto amábamos entonces
las borrascas de polvo que ocultaban
la cuchillada veloz y la profunda
cicatriz ecuatorial del Valles Marineris.

Tres meses entrenando en Fobos
antes de saltar de la trinchera
y sentir de golpe el espacio abierto y el terror
de que nada nos contenga
de este lado de la lápida.

Avistamos desde la escotilla
un bosque de poliedros orientados
como al paso de un imán.
Columnas de basalto oscuro
por un lado y traslúcido por otro.
Recordamos entonces el ante el terciopelo
y la mano del viento rozando apenas
las puntas del trigal.

Aquí todo está de pie o tumbado
en una fijeza terminal
de abscisas y ordenadas.

Nada pende nada tiende una comba
con la reverencia del helecho.
Sólo el pálido cielo opalino
que nos tiene atrapados como insectos
en su gota de ámbar.

Como un diente de león
bajo el soplo del sol
el planeta se desprende de su halo.

Pronto acabará todo movimiento
y lo animado volverá al sepulcro
que nos tiene prometido la entropía.
A la inercia de lo inerte.

No son nativas
las piedras de esta tierra.
No tienen raíz y no han dejado
en la piel del orbe la monda cicatriz
que deja todo lo que brota de una entraña.

Están de puntas en el suelo alzando sus bastillas
con asco de pisar o de plantar siquiera ahí
un esqueje una espora una pepita.
Sin la lenta justicia de la ósmosis
que cumplen los terrones
desmenuzándose en los surcos.

No crean con el suelo ni siquiera
el vínculo del musgo.
Sólo el de la sombra.

Migas sueltas de un mantel
donde ya acabó la sobremesa.

Hemos llegado demasiado tarde.

En la cañada más honda se acumulan
lagunas de oxígeno azules.
Vamos allá cada verano
a respirar sin escafandra
y mirar a ojo desnudo
un aire lila más que rojo.
Sólo entonces oímos
cómo vibran débilmente
en la atmósfera desierta nuestras voces.

Esta basta terracería
doblemente sublunar
no tiene suficiente nitidez
para ponernos a la vista
una gota de azul.

Aquí serían dos ópalos cenizos
tus dos ojos.

El cráter tiene la boca partida.
Rastros de agua.

Ya no lame la luz
la llaga de esta estepa
que liofilizó el invierno.
Rastros de agua.

Los viejos hematomas se secaron
en un rosario de hematitas
desparramadas por el suelo.
Rastros de agua.

Hasta la sed es un despojo
que ha dejado el agua.

Rechina sin parar
el extractor de aire
en su jaula de ardilla.
Pienso en los grillos
que también cantan a oscuras.
Y en los planetas que pasan
cabeceando en su eje.

Al terminar la jornada me fío
al golpe binario de las aspas
o al tetrámetro valseado
de un cielo de diamantes
y me dejo adormecer:

Picture yourself in a boat on a river…

Sé que bastan los acentos
de un ritmo simple
para tener a raya la entropía
y despertar a la mañana
todavía en un mundo.

Nos rebaja tanto esta burda minería
que nos quejamos por lo bajo
no ya de no tener mujeres
sino siquiera hembras
y crías en el halo de su instinto.
Quizá por eso miramos con ternura
el trabajo inocente de las máquinas.
Palancas y poleas que se mueven
en un nítido horizonte de confianza.
Como los niños.

Viene mudando de forma
como una gota de mercurio
por el aire.

Viene reflejando el sol
con el estrobo de una moneda
por el aire.

Viene como una medusa
hinchando su paracaídas
por el aire.

Viene. Ya viene
el carguero de la Tierra
que destella como el agua.

Llanos de Arcadia:
baldíos minerales que no aspiran
a ser naturaleza…

En este sertón de piedra
donde la vida desertó de la batalla
¡qué desolación reseca el intersticio
que separa nuestros átomos!
Si no pudiéramos mirarnos uno al otro
hace tiempo que este mundo
nos habría convertido en sal.

No nos ocupa la vida humana.
Nuestras colonias son almácigos
de virus y bacterias. Pseudomonas
que conciben su progenie del cadáver
de otras pseudomonas o esquilman
una morgue de estafilococos
por saciar su sed de adn…
Nada específicamente humano.
Sólo que la vida prenda.

Pliegues de mármol ocre
que pesan lo que la tela
sobre una rodilla apenas flexionada.
El talle tenso como un tallo de alcatraz
y en la mirada abierta y luminosa
la sonriente altivez de una alegría
que sabe restaurar la dignidad
de nuestras almas…

Una koré… Pero no duraría…

En estos parajes sin historia
sólo el ensueño desentierra estatuas.

En el verano viajamos al sur
entre los Montes de Tarsis
y el Laberinto de la Noche
por las llanuras de Dédalo y más allá
hacia donde recrudece el frío y las lunas
apenas se alzan sobre el horizonte.

Fuimos
porque estaba en silencio
la estación de avanzada
y por tener de nuevo entre nosotros
la noción del viaje.

Hoy todos recordamos
haber tenido en los ojos
ese siseo de flecha
que era Deimos en su huida
y el pozo de asombro que era Fobos
cuando limpiamos los huesos
y cavamos las primeras tumbas.

Nada –dicen– decide solo su existencia.
Las cosas en el cosmos son
y no son al mismo tiempo
hasta que alguien las palpa las ve las mide.
En la borrosa bruma del tiempo y el espacio
la realidad es una onda invisible
que sólo rompe en el farallón de los sentidos.

Los vestigios que hoy hallamos en las grutas
eran reales ayer y eran irreales.
Al mirarlos los hicimos. Al tocarlos
–dicen– inclinamos la balanza
de las probabilidades.
Hicimos sólida la bruma.
La realidad cuajó.

Si son vestigios los vestigios
es sólo en el colapso de esta onda
que llamamos “aquí y ahora”.

Juro que vimos
surgir del polvo un instante
el fantasma del agua.

No escuchamos lo que dijo.

Antes de esfumarse
trazó sobre la duna esas estrías
que nadie sabe interpretar.

Nos subimos a las naves convencidos
de viajar en una ola.
Una ola que revienta y no regresa
mar adentro.

Buscábamos ser en estas playas
el mensajero asesinado.
Pero nadie salió nunca a recibirnos.

¡Aún nos bullen en el pecho
tantas palabras no dichas!

Palabras silvestres

1

Estabas allá
hundida en la espesura
y yo te miraba desde lejos…

Te soltaste de mi mano,
de mí, de este sendero
donde a menudo venimos
a ver el mundo.

Yo escuchaba tu voz, y cómo
también ella iba a soltarse poco a poco
—como una gota de miel
que morosamente adelgaza su tallo
y se desprende del panal…

Te acogió entonces un limbo de silencio…

Crujían las hojas a tu paso —es cierto—
y zumbaban los insectos en el aire,
pero tú ibas en la tibieza de un halo
sin palabras…

2

Ajena y alejada ¿sólo tu imagen
te entregaba entera y plena
a la comunión de las cosas
de este mundo —o era también
tu silencio solitario de mujer
lo que ponía en ellas esa aura
de emoción y dicha?

3

Tú estabas allá, hundida
en la salvaje espesura
(pero ¿qué bosque encantado
no es un bosque salvaje?)
y yo te miraba desde el sendero…

4

Todo se vuelve salvaje
si tu voz no suena, todo
viene a mí con su tumulto,
a mostrarme la maraña que es
si tu voz no suena
desconsoladamente
si tu voz no suena.

5

—¡Vuelve, abeja reina, a tu panal!

y te miraba —como miran quizá
los árboles y el agua
a las ninfas, a los duendes y a las hadas—

—¡Vuelve, abeja reina, a tu panal!

6

¡Qué voz me pide el bosque para sí!

Qué voz para decirte a ti —¡a ti!—
que eres su miel y su agua y su deleite,
su moho, su musgo y la humedad que necesita
para modelar el barro de sus cosas,
su paraje sombrío y su ámbito encantado,
pero sobre todo el silencio
con que también él quiere callarse.

¡Qué voz me pide el bosque para ti!

7

Te soltaste de mi mano,
de mí, de este sendero
que a menudo recorremos.

Y otra vez busqué la voz salvaje
con que te busca el bosque
sin hallar…

sino estas pocas palabras silvestres.

Estas pocas palabras silvestres
que sin embargo bastan.