Poesía de España
Poemas de Francisca Aguirre
Francisca Aguirre Benito, conocida también como Paca Aguirre, emerge como una figura emblemática en la poesía española del siglo XX. Nacida en Alicante el 27 de octubre de 1930 y fallecida en Madrid el 13 de abril de 2019, fue honrada como Hija Predilecta de Alicante en 2012 y galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2018.
Proveniente de una familia de artistas, Aguirre forjó su amor por la literatura de manera autodidacta, sumergiéndose en la lectura desde una edad temprana. Sin embargo, la Guerra Civil marcó su vida, obligándola a exiliarse a Francia con su familia. La condena a muerte y ejecución de su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, por la dictadura franquista en 1942, la situó en una dura realidad que solo encontró refugio en la lectura.
En los años 50, Aguirre se sumergió en las tertulias literarias del Ateneo de Madrid y el Café Gijón, donde entrelazó su destino con figuras como Luis Rosales, Gerardo Diego y Miguel Delibes. Su unión con el poeta Félix Grande en 1963 y su participación activa en la militancia política y los sucesos de mayo del 68 la consolidaron como un ícono en el panorama literario.
Como secretaria de Luis Rosales en el Instituto de Cultura Hispánica desde 1971 hasta su jubilación en 1994, Aguirre desplegó una labor incansable. Sin embargo, su pasión por la escritura nunca menguó. Su ópera prima, “Ítaca” (1972), recibió el premio Leopoldo Panero, y a lo largo de su carrera, publicó obras como “Los trescientos escalones” (1977) y “Pavana del desasosiego” (1999).
Aguirre retornó con fuerza en la década de 2000, destacando con “Historia de una anatomía” (2010), que le valió el Premio Nacional de Poesía. Su poesía, traducida a varios idiomas, revela una mirada testigo del mundo, entrelazada con una profunda reflexión existencial. Su reconocimiento, aunque tardío, la sitúa como una voz esencial en la poesía española contemporánea. Su legado persiste en obras como “Ensayo general. Poesía reunida 1966-2017” (2018), consolidando a Francisca Aguirre como un faro luminoso en el firmamento literario.
Desde fuera
¿Quién sería el extraño que quisiera
conocer un paisaje como éste?
Desde fuera, la isla es infinita:
una vida resultaría escasa
para cubrir su territorio.
Desde fuera.
Pero Ítaca está dentro, o no se alcanza.
¿Y quién querría descender al fondo
de un silencio más vasto que el océano?
Silencio son sus habitantes,
silencio y ojos hacia el mar.
Desde fuera
las aguas son caminos
desde la playa son sólo frontera.
¿Y quién sería el torpe navegante
que entraría en un puerto sin faro?
Desde fuera, los dioses nos contemplan.
Desde aquí, no hay un pecho
capaz de cobijarlos:
los dioses son palabras; con el silencio, mueren.
¿Alguna vez la isla fue distinta?
Quién lo puede saber desde el aturdimiento.
Sin palabras, sin dioses, Ítaca es sólo el mar.
Ultima nieve
A Pedro García Domínguez
Una hermosa mentira te acompaña,
pero no llega a acariciarte.
Sólo sabes de ella lo que dicen,
lo que te explican libros enigmáticos
que narran una historia fabulosa
con las palabras llenas de significación,
llenas de claridad y peso exactos,
y que tú no comprendes sin embargo.
Pero tu fe te salva, te mantiene.
Una hermosa mentira te vigila,
aunque no puede verte, y tú lo sabes.
Lo sabes de esa forma inexplicable
en que sabemos lo que más nos hiere.
Llueve desde los cielos tiempo y sombra,
llueve inocencia y loco desconsuelo.
Un incendio de sombras te ilumina,
mientras la nieve apaga las estrellas
que una vez fueron permanentes ascuas.
Una hermosa mentira te acompaña;
a infinitos millones de años luz,
intacta y compasiva, se extiende la nevada.
El préstamo
A Esperanza y Manuel Rico
Apenas si veía pájaros.
Se oían voces y ruidos de vasos,
y una música triste, derrumbada,
una canción distinta, pero intensa.
Todo se hallaba absurdamente detenido
dentro de una burbuja de desdicha,
de distancia sin aire, de muralla de hielo.
Y la niebla besaba largamente
aquel rincón del mundo en que te hallabas,
aquella esquina mísera y absurda
desde la que mirabas hacia fuera,
hacia un lugar inhóspito y aislado,
un sitio que te rechazaba,
donde tú no existías,
donde nadie entendía tus palabras,
un sitio en donde sólo se podía llorar,
llorar como esa niebla que todo lo cubría.
Como una gasa vieja
aquel opaco manto te ocultaba
detrás de los cristales.
Allí, lejos del sol y falta de tu idioma
tu acorralada infancia descubrió
el castigo del abandono.
Cayó la noche sobre las aceras
como un charco de tinta:
apoyaste la frente en los cristales
y lloraste despacio en español.
Unos niños cantaban a lo lejos:
Au clair de la lune/
mon ami Pierrot/
prete moi ta plume/
pour écrire un mot.
Y con la pluma que ellos te prestaron
has venido escribiendo sin reposo
la palabra tristeza.
Testigo de excepción
A Maribel y Ana
Un mar, un mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.
Hace tiempo
A Nati y Jorge Riechmann
Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.
Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro.
Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.
Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.
Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.
Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.
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