Poetas

Poesía de Puerto Rico

Poemas de Evaristo Ribera Chevremont

Evaristo Ribera Chevremont, nacido en San Juan el 16 de febrero de 1896 y fallecido el 1 de marzo de 1976, es una figura imprescindible de la poesía puertorriqueña del siglo XX. Reconocido como el poeta más lírico de Puerto Rico, su obra trasciende el regionalismo para explorar una lírica de carácter universal. Aunque en algunos de sus poemarios resuena el eco del nacionalismo puertorriqueño, sus versos más significativos se alejan de las temáticas folclóricas para ahondar en la esencia humana y en una búsqueda constante de la belleza, el misterio y lo trascendental.

Considerado por críticos como Federico de Onís y Concha Meléndez como uno de los más importantes poetas de la lengua española, Ribera Chevremont forma parte de la gran triada de la poesía antillana junto a Luis Lloréns Torres y Luis Palés Matos. Su evolución estilística es reflejo de una inquietud creativa que lo llevó a navegar por diversos movimientos literarios, desde el modernismo y el tardorromanticismo hasta las más audaces experimentaciones del vanguardismo. Obras tempranas como Desfile Romántico (1914) y El templo de los alabastros (1919) son testimonio de un inicio influido por el romanticismo tardío y el modernismo, donde la belleza formal y la elegancia del verso son predominantes.

Su viaje a España entre 1919 y 1924 marcó un punto de inflexión en su obra. En contacto con el movimiento ultraísta, Ribera Chevremont se embarca en la experimentación con el verso libre y las formas vanguardistas en libros como La copa de Hebe (1922) y La hora del orífice (1929). No obstante, su exploración no se limitó a la modernidad. Al mismo tiempo, se adentró en el clasicismo, reinterpretándolo como fuente de inspiración renovada en obras como Color (1938) y Verbo (1947). Estos trabajos reflejan un enfoque humanista y trascendental, donde lo universal y lo personal se entrelazan, y el mar se convierte en símbolo recurrente de su lírica.

A partir de los años 50, su poesía adquiere una voz más personal y reflexiva, cargada de un lirismo sereno y profundo. Libros como Creación (1951), La llama pensativa (1954) e Inefable orilla (1961) muestran a un poeta en pleno dominio de sus recursos expresivos, con un lenguaje sobrio pero lleno de misterio, donde la reflexión sobre el ser, el tiempo, y lo divino cobran protagonismo. Esta etapa es también testigo de su fascinación por lo trascendental y su búsqueda de un sentido poético frente al caos y la existencia, como se evidencia en El caos de los sueños (1974) y en su obra póstuma Elegías de San Juan (1980).

El legado de Ribera Chevremont no se detuvo con su muerte. Su viuda, María Luisa Méndez, y su hija Iris Ribera-Chevremont Méndez, publicaron en 1994 su último libro, Sonetos a Galicia, un canto a la tierra y a las raíces, desde la universalidad de su lírica. Con esta obra se cierra un ciclo, pero se perpetúa la voz de un poeta que supo captar la esencia de lo humano, trascender lo inmediato, y dejar una huella imborrable en la poesía en lengua española.

La poesía de Evaristo Ribera Chevremont es, sin duda, un puente entre la tradición y la modernidad, entre lo local y lo universal. Su obra, marcada por una profunda sensibilidad lírica, sigue siendo una invitación a adentrarse en el misterio de la palabra, en la belleza del verso, y en la búsqueda incesante del ser a través del arte poético.

La sinfonia de los martillos

En el silencio áspero retumban los martillos.
Es una nueva música de vigoroso ritmo.
Es música que expone, con masculino empuje,
la rígida grandeza del proletario espíritu.

En el silencio áspero retumban los martillos.

Oyendo las canciones eróticas y burdas,
de tono desmayado, se cansan los oídos.
El hombre de hoy reclama la brusca sinfonía
forjada por la mano brutal de nuestro siglo.

En el silencio áspero retumban los martillos.

Retumban en talleres de llama y humareda.
Retumban, anchurosos, potentes, los martillos.
Y, al retumbar, descubren el alma del acero.
El alma del acero se entrega en el sonido.

En el silencio áspero retumban los martillos.

Retumban los martillos, retumban los martillos.
Retumban, anchurosos, potentes, los martillos.
Y apagan las dulzuras del piano y de la viola,
sutiles instrumentos de enervador fluido.

En el silencio áspero retumban los martillos.

Gavotas, minuetos, romanzas y oberturas
denuncian una época de magistral estilo;
pero la sinfonía de los martillos dice
de la pujanza cruda de un tiempo vasto en ímpetus.

En el silencio áspero retumban los martillos.

No es hora del perfume, ni es hora de las citas.
No es hora del deleite, ni es hora de los vinos.
No es hora del poema de untuosos maquillajes.
Es hora del poema del músculo y del grito.

En el silencio áspero retumban los martillos.

Retumban los martillos, retumban los martillos.
Retumban, anchurosos, potentes, los martillos.
Retumban los martillos. Su ruda sinfonía
me enseña la energía compacta de lo físico.

En el silencio áspero retumban los martillos.

En el silencio áspero retumban los martillos.
Es una nueva música de vigoroso ritmo.
Es música que expone, con masculino empuje,
la rígida grandeza del proletario espíritu.

En el silencio áspero retumban los martillos.

A una cubana

Cubana de caña de azúcar,
cubana de rosa y clavel,
cubana de río y palmera,
con sol y salina en la piel.

Especias que pican y encienden
son menos que tú en el danzón,
cubana de dientes preciosos,
precioso y febril corazón.

Cubana, guajira y meneo
con rítmico y rápido pie,
la falda incendiada de sexo,
la boca olorosa a café.

El seno apretado y mordiente,
de brusco y carnoso temblor,
cortado de beso y mordisco,
quemado de sangre y sudor.

Cubana caliente y bonita,
bonita y caliente eres tú,
suave de hierbas y erguida
en tallo de fino bambú.

Y el dejo en la voz cariciosa,
untada de tórtolas
y sedosa de plumas y espumas
al darme los mimos a mí.

Cubana en la espesa manigua
con negro, mosquito y calor,
sonidos de huecas maracas
y truenos de congo tambor.

Cubana, guajira y refresco
de piña y de coco, y el son
batido, el tabaco veguero
y el vaso amarillo de ron.

Baila Manuel

Un farol y dos velas. Baila Manuel. La bomba.
Se voltea en el fondo su tostada figura;
y, a los golpes del cuero primitivo, se comba.
Ardor de animal joven descubre su cintura.

Resalta su finura de estilo en el conjunto
de ágiles bailadores. Vigor el de su traza.
Su piel oscura y lisa tiene brillos de unto.
Cuanto hay en él, denuncia su calidad de raza.

Surge canto de niñas tras el brusco sonido
de la bomba. Hervorean de etíopes los senderos.
El cielo, de azul puro, fieramente mordido
de soles. En los campos, cocales, limoneros.

El aire está cargado dcl aroma caliente
de la tierra y los hombres. Baila Manuel. Sus manos,
sus pies dicen todo lo que es él. Raudamente,
cruzan en la noche sombras de cuadrumanos.

Canción marinera

Una canción marinera
ahora mismo he de cantar
en la amarilla ribera
de mi bienamado mar.

Una canción marinera
ahora mismo he de cantar.

Luz dulce, arenal maduro
y rocas color marrón.
Mi corazón en el muro
y el muro en mi corazón.

Luz dulce, arenal maduro
y rocas color marrón.

Torno a sentir el momento
que hace una década fue.
Voy doblando flor y viento,
agua y nube con mi pie.

Torno a sentir el momento
que hace una década fue.

Azul lechoso en la onda.
Lento, el pelícano va.
En la tarde, ya tan honda,
mi espíritu triste está.

Azul lechoso en la onda.
Lento, el pelícano va.

Un barco en el horizonte.
Punzándome, la ansiedad.
En la lejanía, un monte.
Junto a mí, la soledad.

Un barco en el horizonte.
Punzándome, la ansiedad.

Una canción marinera
ahora mismo he de cantar
en la amarilla ribera
de mi bienamado mar.

Una canción marinera
ahora mismo he de cantar.

Definición

La frente, el ojo, el cuello y el cabello.
Fúlgidos oros el cabello exuda.
En luz desnuda el cuello se desnuda.
En luz desnuda se desnuda el cuello.

No sé que gracias a su gracia anuda
el semblante elegido, que no hay sello
que no sea de gracia en cuanto es bello
en la belleza sin posible muda.

No hay muda en la belleza. La mirada
-claror del ojo-, en honda y desvelada
dulzura, ciñe mundos de pureza.

No hay muda en la belleza. Consecuente
con sus tantas virtudes. Ojo y frente,
cabello y cuello en perennal belleza.

El niño y el farol

1

Por el jardín, de flores
de sombra, viene el niño;
un farol muy lustroso
le relumbra en la mano.

Alumbrada, la cara
del niño resplandece.
En su pelo, los años
dulcemente sonríen.

El niño, que levanta
el farol en su mano,
va hurgando los rincones
del jardín, ya sin nadie.

Va en busca de la gracia
de alguna fantasía.
El jardín sigue al niño,
agitadas sus plantas.

2

El niño, a la luz densa
de su farol, descubre
unos troncos negruzcos,
unas blancas paredes.

En las manchas de verde
del jardín, serpentea
el camino dorado
de las viejas ficciones.

El camino que, en sabias
madureces de tiempo,
reaparece, cargado
de sus mágicas lenguas.

Ir por ese camino
es hallarse en la gloria
de un pretérito pródigo
de ilusivas substancias.

3

Bajándolo y subiéndolo,
por el jardín el niño
lleva el farol. Las flores
de sombra se desmayan.

Contra amontonamiento
de masas vegetales,
se ven danzar figuras
de imaginario mundo.

Un chorro de colores
cae al jardín. El niño,
potente en su misterio,
domina esta belleza.

Más allá de las tapias
del jardín, es la noche
un tejido monstruoso
de tinieblas y astros.

4

Nada duerme. Las cosas,
en un vasto desvelo,
quitándose la mascara,
inmensamente arden.

Con el pulso ligero
de un demonio, en las manos
prodigiosas del niño,
el farol bailotea.

El jardín, deshojado
en sus flores de sombra,
hace tierna en el polvo
la pisada del niño,

Errabundo y sonámbulo,
anda el niño. Arco iris
de leyendas y cuentos
le ilumina la frente.,

5

Y ahora escucha en los árboles,
que llamean y esplenden,
un rumor conocido
de remotas palabras,

¿Quién le habla? ¿Qué genio,
arrancando raíces
y excitando ramajes,
le desnuda sus voces?

Tierra y madre le tocan,
con sus dedos untados
de ternura, la sangre,
la cual vibra y se inflama.

Otra vida lo mueve;
una vida que media
entre el musgo y el aire,
entre el aire y la nube.

6

Ni juguetes, ni juegos,
ni confites, ni pastas
valen más que este rumbo
de pintado alborozo.

El jardín, todo ojos,
se recrea en el niño,
que, borracho de fábulas,
su gobierno establece.

Agigántase el niño;
el farol agigántase,
y ambos cubren la noche,
de un azul que es de fuego.

Arropadas de estrellas,
se prolongan las calles,
donde vela el silencio
en su mística guarda.

7

En la noche, cruzada
de humedades y olores,
los insectos se agolpan
en su fiebre de música.

Mientras roncan los hombres
con un largo ronquido;
mientras ladran los perros,
vive el niño su noche.

En las manos del niño
el farol bailotea,
derramando un torrente
que es de soles y auroras.

Nunca, nunca la muerte
matará al niño. ¡Nunca!
Su farol milagroso
fulgirá ya por siempre.

El tamarindo

El verde tamarindo bríndale al patio estrecho,
sin hierbas y arenoso, sombra ceñida y mansa;
y, dulce de amistades y años, en el techo
de zinc de la vivienda su ramaje descansa.

De los soles blancuzcos, rígidos, no se cansa
el árbol oleoso, tremador y derecho;
junto a él, el extático rumiador se remansa,
distante del propósito, del afán y del hecho.

El patio reducido goza su compañía
en la uniforme y lenta seguridad del día,
persistente en un ritmo despejado de lutos.

Me exalto cuando el árbol, en su mejor momento,
esparce por el patio caliente y polvoriento,
donde el lagarto inflámase, sus agridulces frutos.

Espuma

De lo ligero de la madrugada;
de lo sutil en lo fugaz -neblina,
vapor o nube- queda en el mar fina,
fluyente y tremulante pincelada.

De lo que el mar en su extensión afina
-perla en matización, concha irisada-,
queda un halo brillante en la oleada.
Halo que en pulcra irradiación culmina.

Los pétalos del lirio da la tierra
al mar, y el mar los tiene. El mar encierra
gracias, y gracias a sus gracias suma.

Y va mostrando, cuando la aureola
de la belleza ciñe en mar y ola,
el blanco indecible de la espuma.

La décima criolla

La décima criolla -jalón del continente,
puntal de lo indohispano- de espíritu se llena.

De autoctonía vasta, de espíritu potente,
corre por nuestras zonas de planta, mar y arena.
Propio es su contenido, propio es su continente.

La décima es caliente, la décima es morena;
y uña de gato y diente de perro juntamente
brinda cuando, con rústicos instrumentos, resuena.
Al cuerpo, que es flexible, la gracia se le anuda.

Pica si se sazona, quema si se desnuda.
Pegando o requiriendo, la décima es de bríos.

Son ácidos y dulces los jugos de su entraña;
y en mi país, vestida de sol y miel, huraña
y amante, se da en sombra de tierras y bohíos.

Suma de eternidades, tus legados
ofrecen, por las gracias enhebrados,
los más nobles decires en su estilo.

La Negra muele su grano

La negra muele su grano.
Muele su grano la negra.
Muele que muele su grano
en el pilón de madera.

La negra muele su grano.
La negra, que es mansa bestia.
La negra muele su grano
en el pilón de madera.

Y mientras que muele el grano
sus blancos dientes enseña.
La negra muele su grano
en el pilón de madera.

La negra muele su grano.
Muele su grano la negra.
El sol le toca los bronces
que por los brazos se templan.

La negra muele su grano
en el pilón de madera.
El grano -grano molido-
se torna blanca belleza.

La negra muele su grano
en el pilón de madera.
Y mueve negros y blancos
en cruda luz que marea.

Es su alegría salvaje
cuando lo blanco la llena,
cuando es el blanco el que toma
su ardiente masa de negra.

La negra muele su grano.
La negra, que es mansa bestia.
La negra muele su grano
en el pilón de madera.

La palabra

Palabra que te niegas a mi empeño;
palabra esquiva, más ardiente y pura,
cede al milagro de mi antiguo sueño
y entrégame tu amor y tu hermosura.

Yo sé que eres resumen y diseño.
Yo sé que eres espíritu y figura,
y que, si al dios de tu metal desdeño,
nunca podré tener tu arquitectura.

Sé para mí columna y también arco.
Sé para mí la flecha que del arco
hacia la luz del infinito parte.

Sé, por dominio creador, la cima
en la que, por empuje de la rima,
he de gozar la excelsitud del arte.