Poesía de Colombia
Poemas de Epifanio Mejía
Epifanio Mejía Quijano, la pluma inmortal de las montañas antioqueñas, nació el 9 de abril de 1838 en Yarumal, Colombia. Su poesía, como un río que serpentea entre las páginas del tiempo, dejó una huella imborrable en la literatura colombiana. Primogénito de Ramón Mejía y Luisa Quijano, Epifanio creció en la finca “El Caunce”, entre montañas que acunaron sus sueños y alimentaron su espíritu.
Su travesía literaria comenzó en la rudimentaria escuela del pueblo, donde las letras se volvieron sus confidentes. La partida de su padre marcó un cambio en su adolescencia, llevándolo a Medellín, donde el bullicio de la ciudad contrastaba con sus raíces montañesas. En las telas de un almacén yace el origen de sus versos, que, como mariposas, comenzaron a danzar en la sociedad medellinense.
El amor lo encontró en Ana Joaquina Ochoa, con quien tejó el lienzo de su vida y engendró doce hijos. En la calle “Chumbimbo“, hoy Sucre, forjó su independencia económica mientras derramaba su alma en versos dedicados a su amada Anita. Sin embargo, las sombras del desequilibrio mental lo persiguieron, llevándolo a la oscura senda del manicomio en 1870.
En su retiro forzado, entre las paredes del barrio Aranjuez, Epifanio no cesó de crear. Sus versos resonaban con la cadencia de las montañas y la tumultuosa historia política. La poesía personal del maestro, recopilada por el padre Félix Restrepo Mejía en 1939, revela la esencia de su genio. “La muerte del novillo“, “La ceiba de Junín“, y “El canto del antioqueño“, que da vida al Himno de Antioquia, son testamentos de su arte eterno.
Epifanio Mejía, el trovador de las montañas, legó un legado poético que trasciende las barreras del tiempo. Su pluma, como un susurro de la brisa en las cumbres antioqueñas, sigue resonando, recordándonos la belleza inmortal de su poesía y la fragilidad de la mente humana. En 1913, tras 34 años de lucha en las sombras del manicomio, su espíritu alado partió, pero su poesía perdura, como un eco eterno entre las colinas que amó.
El canto del antioqueño
I
Amo el Sol porque anda libre,
sobre la azulada esfera,
al huracán porque silba
con libertad en las selvas.
II
El hacha que mis mayores
me dejaron por herencia,
la quiero porque a sus golpes
libres acentos resuenan.
III
Forjen déspotas tiranos
largas y duras cadenas
para el esclavo que humilde
sus pies de rodillas besa.
IV
Yo que nací altivo y libre
sobre una sierra antioqueña
llevo el hierro entre las manos
porque en el cuello me pesa.
V
Nací sobre una montaña,
mi dulce madre me cuenta
que el sol alumbró mi cuna
sobre una pelada sierra.
VI
Nací libre como el viento
de las selvas antioqueñas
como el cóndor de los Andes
que de monte en monte vuela.
VII
Pichón de águila que nace
sobre el pico de una peña
siempre le gusta las cumbres
donde los vientos refrescan.
VIII
Cuando desciendo hasta el valle
y oigo tocar la corneta,
subo a las altas montañas
a dar el grito de alerta.
IX
Muchachos, le digo a todos
los vecinos de las selvas
la corneta está sonando…
tiranos hay en la sierra!
X
Mis compañeros, alegres,
el hacha en el monte dejan
para empuñar en sus manos
la lanza que el sol platea.
XI
Con el morral a la espalda
cruzamos llanos y cuestas,
y atravesamos montañas
y anchos ríos y altas sierras.
XII
Y cuando al fin divisamos,
allá en la llanura extensa,
las toldas del enemigo
que entre humo y gente blanquean
XIII
Volamos como huracanes
regados sobre la tierra,
ay del que espere empuje de
nuestras lanzas revueltas!
XIV
Perdonamos al rendido
porque también hay nobleza
y en los bravos corazones
que nutren las viejas selvas.
XV
Cuando volvemos triunfantes
las niñas de las aldeas
rinden coronas de flores
a nuestras frentes serenas.
XVI
A la luz de alegre tarde
pálida, bronceada, fresca
de la montaña en la cima
nuestras cabañas blanquean.
XVII
Bajamos cantando al valle
porque el corazón se alegra;
porque siempre arranca gritos
la vista de nuestra tierra.
XVIII
Es la oración; las campanas
con golpe pausado suenan;
con el morral a la espalda
vamos subiendo la cuesta.
XIX
Las brisas de las colinas
bajan cargadas de esencia,
la luna brilla redonda
y el camino amarillea.
XX
Ladran alegres los perros
detrás de las arboledas
el corazón oprimido
del gozo palpita y tiembla…
XXI
Caminamos… Caminamos…
y blanqueas… y blanquean…
y se abren con ruido
de las cabañas las puertas.
XXII
Lágrimas, gritos, suspiros,
besos y sonrisas tiernas,
entre apretados abrazos
y entre emociones revientan.
XXIII
Oh libertad que perfumas
las montañas de mi tierra,
deja que aspiren mis hijos
tus olorosas esencias!
Serenata
–¡Dulce noche de amor, noche serena,
vuestros pálidos astros encended!
Hay dos ojos que brillan con tristeza.
¡Alumbrad! ¡alumbrad! los quiero ver.
Apoyada en mi brazo, amada mía,
al campo del amor vas a seguir.
¡Flores! ¡flores! guardad vuestras espinas,
y aromas en los vientos esparcid.
–¡Dulce noche de amor, noche serena,
vuestros pálidos astros apagad!
Hay dos ojos que brillan con terneza…
a la luz o a la sombra los sé amar.
Apoyada en tu brazo, amado mío,
al campo del amor voy a seguir.
¡Oh rosales! guardad vuestras espinas,
y aromas en los vientos esparcid.
Sobre el musgo reseco…
Sobre el musgo reseco la serpiente tranquila
fulge al sol, enroscada como rica diadema,
y en su escama vibrátil el zafiro se quema,
la esmeralda se enciende y el topacio rutila.
Tiemblan lampos de nácar en su roja pupila,
que columbra del buitre la asechanza suprema,
y regando el reflejo de una pálida gema,
silbadora y astuta por la grama desfila.
Van sonando sus crótalos en la gruta silente
donde duerme el monarca de la felpa de raso;
un momento relumbra la ondulante serpiente,
y cuando ágil avanza y en la sombra se interna,
al chispear de dos ojos suena horrendo zarpazo
y un rugido sacude la sagrada caverna.
A Anita
Es la mañana luz de ventura,
el mediodía, fuego de amor;
la tarde, ocaso de la ternura,
la noche, luto del corazón.
Fue tu sonrisa la aurora mía,
fue tu mirada mi ardiente sol;
¡no tenga tarde nuestra alegría!
¡no tenga noche nuestra pasión!
Pasó la aurora con su fragancia,
el medio día con su esplendor;
llega la tarde con su tristeza,
¡la fría noche con su crespón!
¡No pases nunca, sonrisa mía!
¡no pases nunca, fuego de amor!
Tarde, ¡no llegues con tu agonía!
Noche, ¡no enlutes tanta ilusión!
Las hojas de mi selva
Las hojas de mi selva
Son amarillas
Y verdes y rosadas
¡Qué hojas tan lindas
Querida mía
¿Quieres que te haga un lecho
De aquellas hojas?
De bejucos y, musgos
Y batatillas
Formaremos la cuna
De nuestra Emilia:
Cunita humilde
Remecida a dos manos
Al aire libre.
De palmera en palmera
Las mirlas cantan,
Los arroyos murmuran
Entre las gramas
dulce hija mía!
Duerme siempre al concierto
De aguas y mirlas.
Gallinetas reales
De canto dulce
Guardan en la hojarasca
Huevos azules…
Perlas del bosque
Que lleva a los altares
La gente pobre.
Los altivos monarcas
En sus palacios
Con diamantes adornan
Los mismos cuadros.
Hija, !sé libre!
Busca siempre la choza
Del hombre humilde.
En mi selva penetran
Del sol los rayos,
Mariposas azules
Pasan volando;
Sobre sus alas
Brilla el blanco rocío
De la mañana.
Siete-cueros, uvitos
Y amarrabollos
De botones y flores
Visten sus copos,
De ramo en ramo
Los cupidos al aire
Vuelan libando.
Por angostos caminos
De tierra y hojas
Pasan negras hormigas
Unas tras otras,
Para sus casas
Llevan verdes hojitas
En sus espaldas.
Sobre campos de flores
Revolotean
Susurrando apacibles
Rubias abejas,
Miel exquisita
En el hueco de un árbol
Todas fabrican.
Entre dragos y dragos,
Chilcos y chilcos
Las arañas pasando
Tienden sus hilos,
Fabrican nuevas…
!Maquinistas de Europa,
Venid a verlas!
Entre cedros y robles
De verdes copas
El yarumo levanta
Las blancas hojas;
Patriarca anciano
Que en trono de esmeraldas
Vive sentado.
Adorno de los campos,
Flores humildes
Que nacéis en mi selva,
Solas y libres;
La noche os riega,
El sol os ilumina,
Nutre y calienta.
Oasis escondidos
Bajo las palmas
Olorosos jardines
De mis Montañas:
Para mi esposa,
Para mi dulce Emilia,
Tejed coronas.
En las frentes altivas
De las Cleopatras,
Resaltan sobre el oro
Las esmeraldas.
Hija sé buena!
Busca siempre las flores
Que hay en mi selva.
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