Poesía de México
Poemas de Enrique González Rojo
Enrique González Rojo. Escritor, pensador y psicoanalista mexicano, ha destacado por sus escritos sobre filosofía, su poesía y su labor como profesor universitario en centros como la CCH, al UNAM o la Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
La Torre de Babel
Albañil con delirio de grandezas.
Constructor incansable de la torre
de no acabar. Impulso que reúne
su mezcla de alma y cuerpo en cada adobe.
Aeronave lentísima que escala
por terribles centímetros al cielo,
y en que hemos ido alzando, sediciosos,
la primera escalera hacia lo eterno.
De repente un relámpago y sus quejas
de timbal malherido, nos aturde
rugiéndonos que somos en pecado
que si el orgullo y la ambición discurren
con el turbión de sangre de las venas,
acabarán por ser tan sólo un coágulo
de glóbulos blasfemos, un olvido
del dedo omnipresente del decálogo.
Pero estoy, junto a todos, mano a la obra
más que para ascender, para que lo Alto
pueda por fin bajar hacia nosotros
trayendo el más allá bajo del brazo.
Qué temor, al dejar anclado el suelo,
cuando el mal de montaña o de infinito
nos ahoga el propósito y nos vuelve
en una procesión de peregrinos
con los pies amarrados y los ojos
viviendo una zozobra de galaxias,
subiendo, no subiendo, con el cuerpo
jugando a ser grillete de las almas.
Los vocablos encuentran en su carne
los poros del aullido. Y hay personas
que exigen un micrófono y se quedan 77
en medio de un desierto hablando a solas.
Alguien pensó de pronto: lo que faltan
son traductores: hombres empeñados
en arrancar la máscara a las frases
(que ladran diferencias) de lo extraño.
Pero los traductores, sorprendidos,
ven la inutilidad de sus esfuerzos
cuando, pasión en ristre, nos dan sólo
diferentes versiones del silencio.
Mi hermano, ya no entiendo lo que dices.
Tu lengua amasa sílabas y gritos
de chasquidos ignotos y sus letras
se escurren sin cesar de los oídos.
En tu voz y en tus labios ya no advierto
cuando estás frente a mí, sino tu espalda,
la inquietud de tus pies, las estridencias
volcadas a morder tu pentagrama.
Ay, hermano, no escucho lo que gritas.
Tu alma me es expropiada por la bulla.
Me encuentro de rodillas, suplicando
que a la voz de mis tímpanos acuda
un vocablo no más, pero un vocablo
familiar, cotidiano, tuyo, mío,
para restablecer la especie humana,
la hermandad de la oreja y el sonido.
Amada mía, deja a mi cuidado
tus palabras. Acércate. No escucho
qué murmuras. No capto sino estática,
el ruido de los astros en su mundo
inasible, lejano, en otro idioma,
y desterrado siempre hacia el afuera.
Háblame con los ojos si no puedes 78
tener apalabrada con tu lengua
(cuando se halla mi oído arrodillado)
tus mensajes, tu código, nuestra habla
confidencial, con sus misivas de aire
y sus letras que vuelan en bandada.
Mujer ¿qué se ha interpuesto entre nosotros?
¿Un alambre de púas o gruñidos
que mastican su cólera y prohiben
la entrada a tus recintos?
y tampoco comprendo qué musita
este poeta que anda aquí en mi pecho
versificando estrépitos o ruidos
e impostando vocablos extranjeros.
No sé lo que mascullo, y aunque instalo
en todo lo que soy mi oído interno,
advierto sordomudas mis entrañas
y hablo con bocanadas de silencio.
Poco a poco también se vuelve extraño
el lenguaje de Dios, roto, perdido
en un acento ignoto que le brinda
a su predicación el infinito.
Cuando suelta su voz, yo no le entiendo
una sola palabra al absoluto.
Aunque tengo una antena para hacerme
de pedazos de cielo, no disfruto
de los versos que dicen que Dios forja
en sus momentos de alegría plena.
No doy con el canal de lo perfecto.
Mi oído sólo advierte la cadencia
de voces que se rompen, chocan, ruedan
hasta formar un nudo de alaridos
incoherentes, que bajan de la torre
para untarse de polvo en los caminos 79
El sordomudo altísimo del cielo
envuelve en mortecina luz su indicio
Ya el radar de la torre no registra
ningún aletear de lo divino.
Tiembla de pronto. Todo se conmueve.
¡Qué colapso! ¡Qué torpe ingeniería!
Caen piedras y esfuerzos.
Y prosigue
la confusión en medio de las ruinas.
Mujer desnuda
Nevó toda la noche
sobre el jardín de tu cuerpo;
mas todavía hay rosas
y botones abiertos.
Las dóciles hebras sutiles
de la última rama del árbol
caen como lluvias de oro
sobre la firme blancura de los tallos.
Violetas,
que se ocultan
en la hierba de tus pestañas;
apasionadas y profundas.
Hay dos rosas dormidas
con turbador ensueño
en las magnolias impasibles
de tus senos.
Y más oro
en los muslos,
porque pinta el sol la seda
de los musgos.
Y tus pies y tus manos,
menudas y largas raíces,
ahondan la tierra
temblorosa de amor de los jardines.
Discurso de José Revueltas a los perros del parque hundido.
Compañeros canes:
Aprovecho esta concentración
para tomar por asalto la palabra
y decirles mi desdén, mi resistencia, mi furia
por la vida de perros
a que se les ha sometido
y que ustedes aceptan
sumisamente
con una larga, peluda y roñosa
cobardía entre las patas
(animación en el parque).
Camaradas perros callejeros:
¿Van a continuar luchando unos con otros?
¿Van a rodear el hueso
el pobre hueso conquistado,
con la cerca de púas
del gruñido?
¿Y lanzarse a dentelladas
contra el que también vive las manos del hambre
cerrándose en su cuello?
Ah mis pinches
mis bonitos perros:
¿qué pasó con la táctica? 50
¿dónde sus olfateos de dialéctica?
Cada uno de ustedes ha acabado por ser el ámbito
en que sólo las pulgas están organizadas
autogestivamente.
Algunos
(ya los conozco)
pretenden luchar
para que el número de Sociedades Protectoras
de Animales
aumente al mismo ritmo
del crecimiento demográfico
de los perros.
Canallas.
Otros
por el mejor trabajo
de los veterinarios.
Sinvergüenzas.
Unos más
porque las vacunas antirrábicas
se repartan a pasto.
Farsantes.
(murmullos de aprobación).
Camaradas perros:
Ustedes lo saben mejor que yo.
Lo espío ya en sus ojos:
hay que hacer a un lado la perrera egoísta
o el árbol por la individuación humedecido.
Desenterrar el hueso colectivo del atreverse.
Darle existencia histórica a las fauces
y soltar las tarascadas
en el número preciso requerido
para el triunfo.
Yo lo he soñado así.
En mi puño mi fuero interno mis lágrimas
clandestinas
yo he pensado que llegará un día
camaradas
en que por fin no sea 51
el perro hombre del perro
(ladridos entusiastas).
Mas quiero algo decirles.
En esta lucha.
En este joderse.
En esta pasión
no vaya a ser que otros les coman el mandado.
No vaya a ser que los perros guardianes.
No vaya a ser que los perros de presa
o los perros policía.
No vaya a ser que los canes cultivados
los que cuelgan su rosal de ladridos
en medio de los jardines.
No vaya a ser que los advenedizos
los que sólo hasta ahora merodean
a sus propias mandíbulas y dientes.
No vaya a ser.
No vaya a ser que aquellos
cuando ustedes destruyan este mundo
se erijan en los nuevos mandarines
chorreantes de colmillos
y que ustedes se queden
sufriendo nuevamente
su existencia de perros
(aullidos exaltados).
José guardó silencio.
Bajó del montículo que le servía de estrado.
Y una insinuante perra que atravesó la calle
le dio en la madre al mitin
a la pálida flor de la justicia
a la solemnidad del crepúsculo
y a la conciencia de clase
que fugaz
se había encendido
en esta efímera concentración
de perros callejeros.
Oda a la goma de borrar
Gran cosa es tener la capacidad de retractarse.
Poseer el combustible necesario para dar marcha
atrás.
Lucir la valentía de desdecirse,
humillar la petulancia
de pretender hablar desde el púlpito de la tinta,
con un ademán autocrítico
que transforma los dogmas
los yerros
la retórica
en un rebaño de virutas perfumadas.
Para desandar el camino
y darle nuevamente la palabra a la página en blanco,
se requiere de un delicado instrumento
que es, como la rueda
los grandes aeroplanos
y la caricia de la mujer amada
cuando la soledad nos cala hasta los huesos,
invento inapreciable.
¡Oh fe de erratas de mi lápiz!
Cernidor entre el trino y el resuello,
la palabra veraz y la que hilvana
las letras enmieladas del engaño.
¡Oh gran antologista de vivencias!
Yo te debo la astucia de anularle adjetivos
a las emociones sustantivas.
Te soy deudor de mi capacidad
de comenzar y comenzar
nuevamente desde cero.
Cuando vuelvo los ojos a la pluma
al lápiz
a la máquina
y después hacia ti
me quedo meditativo
y pienso
que el poeta
el verdadero
el grande
el profundo poeta
debe saber oír más las palabras de su goma
que las del artefacto con que escribe
porque los dioses están más cerca del silencio
que del barullo.
La clase obrera va al paraíso
Una vez me enamoré de una trotskista,
Me gustaba estar con ella
porque me hablaba de Marx,
de Engels, de Lenin,
y, desde luego, de León Davidovich.
Pero, más que nada
porque estaba en verdad como quería.
Tenia las piernas más hermosas de todo el
movimiento comunista mexicano.
Sus senos me invitaban
a mantener con ellos actitudes
fraccionales.
Las caderas, que eran pequeñas, redondas,
trazadas por no sé qué geometría lujuriosa
lucían ese movimiento binario
que forma cataclismos en las calles populosas.
Un día, cuando
me platicaba que:
«Lenin había visto con lucidez
que la época de los dos poderes llegaba a su fin»,
yo le tomé la mano;
ella continuó:
«pero el problema básico
era la concientización de los soviets».
Yo no despegaba los ojos de sus senos.
Un botón de audacia –meditaba–
y me vuelvo un hombre rico.
Y ella proseguía:
«había que reforzar el papel de la vanguardia».
No me pude contener
y la estreché a mi cuerpo
con la boca de cada poro mío
buscando otros iguales en su carne.
Y ella: «Lenin había previsto que…»
Y yo ataqué el botón de su camisa
y me puse a jugar con la blancura.
Y mi trotskista, con la voz excitada:
«los mencheviques estaban
en minoría ya en los consejos».
Y yo, con decisión,
le fui subiendo poco a poco la falda,
como quien deja de hablarle de usted a un ángel.
Se hizo un silencio.
Un silencio para disfrutar
del pequeño burgués abrazo
que abre la toma del poder por el orgasmo.
A mi hijo menor
Qué angustia siento al advertir que vienes
heridas y sangrando las rodillas
de la desobediencia,
y que sobre la rama tu descuido
maduró hasta volverse una caída.
Pero el regaño queda amordazado,
como el pararse en seco de un arrollo,
al oír que preguntan tus nueve años
por lo que tú podrías ser mañana.
¿Que qué podrías ser?
Podrías ser el médico que lleva
dentro del maletín ignoro cuántas
veladas de café y anatomía,
para salirle al paso a la fatiga
de los latidos pálidos, producto
de un corazón que incluye leucocitos
en sus palpitaciones; y podrías
ir sembrando en el vientre o las espaldas
del enfermo preguntas
para diagnosticar
qué sombra está cruzando por su entraña.
Aliado de Cranach o de Picasso,
si fueras oculista, devendrías
la enfermedad más grave
que contraer pudieran las tinieblas.
Y la noche, maltrecha,
tendría que esconderse en uno que otro
rincón para lamerse las heridas.
Para segar también los desvaríos
que encarnan surrealismos en la mente,
psiquiatra, enyesarías
las almas fracturadas, las neuronas
que pierden la cabeza.
¿Que qué serás de grande?
Podrías ser filósofo y sufrir
jaqueca metafísica.
Buscando luz más luz en Spinoza,
Parménides o Hegel,
podrías encontrar únicamente,
tras de quemarte tanto las pestañas,
los negros kilovatios de la noche.
Pero también podrías descubrir,
con pupilas de aumento, con miradas
de contacto infinitas, los raudales
de luz medicinal, a donde puedes
hacer que se sumerja la miopía.
¿Qué desearías tú? ¿Ser el poeta
que tiene la maestría
de hallar una palabra que perfuma
todo un libro? ¿la voz
que coloca en la mano mendicante
de un vocablo la joya de un epíteto?
Tus poemas podrían ser tan altos
que hicieran alpinista la lectura,
y desde ahí, en el pináculo del verso,
brindaran, al que arribe
con su pulmón a cuestas y jadeando
su anhelo de aire puro,
un recital de oxígeno.
Poeta, instalarías
trampas para cazar
las mejores metáforas.
Y después dejarías que cayeran
de tu fronda los versos ya maduros
para ser picoteados…
¿Que qué podrías ser?
Quizás el arquitecto que conspira,
desde que la obra cumple
sus primeros adobes, contra el frío
que los cuerpos intentan sacudirse
a fuerza del temblor que los domina.
Al alzar las viviendas dejarías
por fin desmoronada la intemperie
y hablando solo al viento.
¿Qué podrías ser tú? Tal vez un músico
que en toda pieza creara algún concierto
para emoción de público y orquesta.
Si, director, sabrías orquestar
el supremo homicidio del silencio
exaltando las notas
a las proximidades en que el grito
vomita por completo sus entrañas
de sonidos o haciendo del conjunto
solamente un pianísimo de cola,
música tan pequeña
que con sólo una astilla de batuta
podría dirigirse.
¿Qué has de ser cuando crezcas?
Biólogo, estudiarías
los gérmenes primarios, las millas de misterio
en un solo milímetro de vida.
Al ver la evolución de las especies
animales, sabrías por qué el hombre
se duerme de un lirón toda la noche.
Frente a los rascacielos de la mente,
si eres naturalista, no podrías
dejar en el olvido la química del sótano,
las raíces de cieno
de todo ser fantástico que viva
tomando cucharadas de ambrosía.
¿Qué habrás de ser de grande?
¿Serás quizás pintor?
Tu talento podría
inducir a los ciegos
al suicidio, si tu dibujo fuese
tu huella digital desmadejada
y al color le otorgaras carta abierta.
¿Serás acaso geómetra,
poeta que trabaja
con el piso más alto del cerebro?
Mas así aprenderías
la forma en que se debe
desenredar un punto para hacer
toda la geometría.
¿Que cuál será mañana
tu posesión? Es cierto,
si de la astronomía yo te hablara,
que se halla sin cesar echando leña
a nuestra pequeñez.
Pero si eres astrónomo podrías
tomar el infinito por los cuernos,
y advertir en seguida bajo el cráneo
cómo el todo se encuentra en una parte.
Puedes ser lo que quieras, inscribirte
en el grado primero de cualquier decisión:
puedes ser un orfebre,
trabajar en las minas, en el campo
o en cualquier dependencia
del sudor de la frente;
pero sé antes que nada
el capitán severo que no deja
que encalle su navío
en cualquiera motín que le desplieguen
sus sentidos a bordo.
Puedes ser lo que quieras; mas prométeme
para serlo, una cosa:
nunca, en ningún momento, nunca,
nunca tendrás tu dignidad arrodillada
frente a aquel que alimenta su estatura
con todos los centímetros que pierden
aquellos que se humillan,
ni estarás con tu puesto en el mercado
a la espera de que alguien
te compre la conciencia.
- Salvador Rueda
- Frédéric Bataille
- Jim Carroll
- Juan Rodríguez del Padrón
- Dora Alonso
- Wendell Berry
- Marya Zaturenska
- Pedro Provencio
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- Alicia Migdal
- Florencia Pinar
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