Poetas

Poesía de Uruguay

Poemas de Enrique Amado Melo

Enrique Amado Melo, nacido en San Gregorio de Polanco el 5 de noviembre de 1934, es una figura fundamental de la poesía uruguaya. Su obra, marcada por una sencillez lírica que resuena profundamente en el lector, explora temas universales como el amor, la naturaleza, y la nostalgia por su tierra natal. La crítica española Beatriz Villacañas lo describió como un poeta cuya aparente simplicidad esconde una profundidad que conmueve y enriquece el espíritu.

Tras cursar estudios en su ciudad natal, se trasladó a la capital departamental para formarse como docente de lengua española. Fue en los años setenta cuando Enrique Amado Melo regresó a su amado San Gregorio de Polanco, donde dejó una huella indeleble no solo como educador, sino también como promotor cultural. Su pasión por la comunidad se reflejó en su labor como cofundador de la primera Biblioteca Municipal en 1996 y en la dirección de un taller literario gratuito que mantuvo hasta su fallecimiento el 9 de mayo de 2005.

A lo largo de su carrera, Amado Melo publicó más de una veintena de obras, entre ellas «Versos intrascendentes» (1959), «Pájaro herido» (1961) y «Los versos del Romero» (1999). Cada uno de sus libros es un testimonio de su vinculación con la naturaleza y su pueblo, y una reflexión sobre la vida diaria. Participó activamente en diversas organizaciones literarias, como la Academia Iberoamericana de Poesía y la Asociación de Escritores del Interior, y representó a Uruguay en congresos internacionales, ganando prestigio tanto a nivel local como en el exterior.

El legado de Enrique Amado Melo perdura no solo en sus poemas, sino en el impacto que tuvo como educador y líder cultural en su comunidad. Su obra, rica en imágenes evocadoras y en una filosofía de vida sencilla, continúa siendo una fuente de inspiración para aquellos que buscan la belleza en lo cotidiano y la poesía en lo esencial.

Romance para mi pueblo

Qué bien estás San Gregorio
de azules aguas rodeado,
bajo estos cielos profundos
en medio del suelo patrio.

Tengo para ti estos versos
que han venido madurando
desde que empezó a crecer
esta vocación de pájaro,
desde que empecé a soñar
y a decir cosas rimando.
Por eso mi voz elevo
y te los doy en un canto
sencillo como tu historia
y como tu gente, llano.

El Río Negro corría
canturreando a tu costado.
oliendo a verdes sauzales.
a pitangas y guayabos,
como una suave caricia
eternamente pasando
sobre un camino de piedras,
de fina arena y guijarros.
y un día se desbordó
y fue la tierra inundando;
el agua subió a besar
las ramas de los quebrachos,
de sarandíes y talas.
de arrayanes y guayabos.
Y ya no hubo fronda verde
ni colmenares ni cantos:
ni tortugas en las piedras
bajo el sol, en los remansos;
ni lagartos extendidos
en la hierba dormitando.
Ya todo fue una extensión
de altos árboles ahogados
que emergían de las aguas
esqueléticos y pardos,
negros biguás sosteniendo
sobre sus desnudos brazos;
un mar para nuestros ojos
que estaban acostumbrados
al muro verde del monte
y a retacitos de campo
que nuestro horizonte hacían
más íntimo y más cercano.
Pero tu muerto esplendor
fue por otro reemplazado:
las dunas que siempre fueron
grandes arenales altos,
todos cubiertos de espino0s,
de duro y filoso pasto,
son ahora grandes playas
que hacen gratos tus veranos.

El destino te guardaba
este luminoso estado:
casi isla, silenciosa,
con el agua dialogando,
todo erizado de botes
y chalanas tu costado…
Pueblo mío, San Gregorio.
San Gregorio de Polanco.

Tacuarembó

Tacuarembó levanta su torre y su campana
y cinco o seis palmeras para que juegue el aire.
Más allá de estas cosas largo a largo se aplana
y cual brazos estira sus barrios con donaire.

El ruido no la aturde ni el humo la sofoca,
respira a tres pulmones el aire oxigenado
y apenas si su paz y su silencio toca
el silbo de los trenes pasando a su costado.

Yo la abordé una tarde de este pasado mayo
cuando el sol empezaba a menguarle su rayo
y la bañaba en lluvia de oros y ceniza.

Y la dejé en octubre blanca y ya calurosa,
alada de palomas, serena y bondadosa,
hendida por la luz y suave por la brisa.

Aquí

Aquí todos mis viajes parten de este pueblo
y vengo a él de todas mis ausencias.

El árbol de mi sangre creció sobre este suelo,
y nació de estos aires mi ensueño de poeta.
Girando al grato viento de amores esenciales,
el corazón, aquí, halló su complacencia.

Por una de estas calles desemboqué en la vida,
y por todas anduve, con dicha o con tristeza;
macadanes y asfaltos,
arena y piedras
saben los dos sabores de mis lágrimas,
los rumbos de mis suelas.

Y mi dicha total sólo sería
si Dios me concediera
andar hasta el final en estas calles,
que el descanso de mi alma en ese cielo sea.

Mi mundo no pasaba…
de donde mi madre iba,
y hacía arriba tenía
la altura de mi cometa.
El camino del río…
y el lento río transparente
en cuyos remansos

detrás pececitos y guijarros-
se dormía mi tiempo,
mientras en sus verdes riberas
mi madre envejecía…
El cerco de cinacinas
sombreador de mis siestas,
con su lluvia amarilla de diciembre
que perfumó mis veranos
y trajo mangangaes amistosos
que unían sus monótonos arrullos
a los aleteos de mansas palomitas.
La pelota azul de goma
que nunca iba muy lejos,
porque siempre andaba
entre mi perro y yo.
(Mi perro…Regalo, regalito!
ójitos expresivos y colita ebria-
por quien tuvo noticias de la muerte
y lloré, primera vez,
a un ser querido).

El dolor era viejo entre los míos,
pero yo lo ignoraba;
porque el dolor tenía
la eterna alegría de mi madre
y su palabra tierna.
Y hasta las manos callosas de mi padre
no sé como cortaban
el pan tan suavemente
y leve hacían
aquel diario ademán
de despedida…

En mi pequeño mundo
el amor era eso.
Y lo llenaba.

Mi madre

Viniendo de la huerta
en la mañana
cesto su delantal de frescas hortalizas-
era la anunciación del buen almuerzo.

Y más temprano aun,
con dos baldes de espumosa leche,
entre cantos de gallos y luz rosada,
era ya la mujer buena
pensando en la existencia de los suyos.

Ella iniciaba la mañana
y la ponía en movimiento;
y era el despertador puntual y grato
que de algún modo
me anunciaba el día
con un trajín de vajilla
y el yis-yis de la escoba
aseando el patio.

Conversé con el árbol y la hormiga

pero más con mi caballo;
acaso porque no vi en los otros
tantos signos de correspondencia
como en las orejas y los ojos
de mi zaino.
No sé de qué le hablaba.
Los temas habrían sido
las cosas familiares del camino
donde habían algunas
que los dos preferíamos:
las sombra de las acacias,
el agua de la cachimba…
Ponía las orejas tiesas
al escuchar mi voz.
Lo mismo hacía
con el canto de algún pájaro
el bólido entre las ramas.
Hasta me parecía
que sus ojos seguían el paisaje
con un placer igual al mío.

Los paraíso s que bordea ban el camino

eran hervor de hojas verdes
si los movía la brisa,
miríada de espejitos
en el aire quieto del verano.
Pero hacia abajo vertían
una sombra espesa y clara
que era cual la lluvia fresca.
Allí el viento del norte
abandonaba su fuego
y al regreso del sembrado
mis padres oreaban sus frentes
antes de entrar en la casa.
Y yo miré, muchos años,
en el fondo del ese túnel fresco y alto
grandes maizales humeando
bajo el cielo implacable.

El vaso de agua

Entro en la fresca sombra de la casa
perseguido del sol que arde el camino,
un sabiá me saluda con su trino
y un olor a malvón llega y me abraza.

A darme buenos días ha venido
mi madre buena desde la cocina;
me sonríe feliz y se encamina
hacia el patio buscando lo que pido.

Luego vuelve trayendo en una mano
un vaso de agua pura que destella
bajo la luz ardiente del verano.

Y en la misma actitud que me recibe
en ese vaso ahora me da ella
la frescura profunda del aljibe.

Milagro de la luz

A orillas de este río ciudadano
que entre muros de piedra se demora,
y hacia el lejano mar soñando lleva
un cielo azul con nubes y gaviotas…

Aquí donde la luz de esta mañana
lava del puente la musgosa piedra,
abrillanta follajes y clarea
las altas torres de la gris iglesia…

el río oscuro de mi sangre siente
que el oro de la luz también lo alcanza,
y un paisaje otoñal en él se mira
cuando en la zona de mi pecho pasa.