Poesía de México
Poemas de Eduardo Lizalde
Eduardo Lizalde Chávez (Ciudad de México, 14 de julio de 1929 – 25 de mayo de 2022) fue un escritor, poeta y académico mexicano. Hijo del ingeniero Juan Lizalde, sus primeros pasos literarios los dio construyendo sonetos bajo la tutela paterna. Realizó estudios en la Universidad de Puebla y en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde, desde 1958, impartió clases de Literatura española, mexicana y latinoamericana.
A los 27 años, publicó su primer libro de poemas, “La mala hora” (1948), marcando el inicio de una prolífica carrera poética. Lizalde fue figura clave en el movimiento Poeticismo, aunque más tarde, en su obra “Autobiografía de un fracaso” (1981), reflexionaría críticamente sobre esta corriente literaria.
Su compromiso político lo llevó a unirse al Partido Comunista Mexicano en 1955, siendo posteriormente expulsado en los primeros años de la década de 1960. Esta etapa se reflejó en sus poemas de contenido social e ideológico publicados en “La Voz de México“.
Lizalde fue conocido como “El Tigre” por la recurrencia de este animal en su obra, influencia de lecturas de William Blake, Jorge Luis Borges, Salgari y Kipling durante su infancia.
La versatilidad de Lizalde se manifestó no solo en la poesía sino también en roles como director de la Biblioteca México José Vasconcelos (1996-2019) y en la academia, donde fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua a partir de 2006.
Su vasta producción literaria incluye obras como “La zorra enferma” (1974), “Memoria del tigre” (1983), “Siglo de un día” (1993) y ensayos como “Autobiografía de un fracaso” (1981) y “Tablero de divagaciones” (1999).
El legado de Eduardo Lizalde se extiende más allá de las palabras, dejando una impronta indeleble en la literatura mexicana y en las mentes de aquellos que se aventuran por sus versos. Su contribución como poeta, pensador y académico perdurará en la rica tapestry de la cultura literaria.
El sexo en siete lecciones
1 – Gozo y tortura
que el Tártaro y el Cielo
-uña de carne- desempeñan.
Al sexo y su desorden milagroso,
a su perfecto matrimonio; ,
de beso y abrelatas, sucumbimos.
A la gloria del sexo,
a su desenfrenado latrocinio,
su avaricia impecable,
alto, cedemos.
2 – Y por estar a flote,
por ser la superficie de la espuma en la piel,
por ser lo más visible y general,
por ser el más común lugar del paraíso visitado,
el sexo, lo evidente,
lo que a todos iguala,
lo esencial -sabia era Eva,
ingenuo Segismundo-,
por ser el sexo algo tan real,
lo único real acaso,
sólo se existe y vive a su merced.
No es reducible el sexo a números ni a ciencia,
no es cosa comprensible,
no es natural ni humano
y la divinidad lo desconoce.
Lo real no está sujeto a inquisición.
3 – El tiempo escaso por costumbre
y, por la costumbre, frágil,
no basta para el amor
y es demasiado para el sexo.
Pero si en sexo se midiera el tiempo
si el sexo -el gozo, mejor dicho- fuera
una unidad de tiempo,
sería la más pequeña
que el reloj pudiera imaginar,
la apenas registrable,
el átomo del tiempo.
4 – Ni el denodado goce de los cuerpos,
ni el carnívoro roce de las bocas,
ni las fieras sensuales de los dedos,
ni las mejillas ardorosas,
ni el sudor refrescante de los pechos
-su rima encantadora-,
ni el tacto delicioso de los muslos,
ni la plata del pubis,
ni las caudas azules y viriles,
son suficientes para el sexo.
La plena saciedad misma, no basta.
Lacios los cuerpos tras el goce, exhaustos,
bebidos uno a otro hasta las plantas,
sueñan, despiertos, con el sexo.
Sólo han probado, sólo empiezan a hervir.
La saciedad más absoluta
es siempre, apenas, el principio.
5 – El cuerpo es siempre virgen para el sexo.
El cuerpo siempre, Paul, recomenzando.
Y el cuerpo eterno, el fiero eterno cuerpo
muere antes que el sexo.
6 – Y nada de que el sexo
sólo con amor es sexo.
El sexo es siempre amor,
nunca el amor es sexo.
El amor no es amor,
el sexo es el amor.
No hay sexo sin amor
pero hay amor sin sexo, y no lo es.
Todo amor sin sexo es corruptible.
Sólo una advertencia:
es ya desgracia conocida
que el sexo y el amor no sean posibles
sino con personas,
con almas y con cuerpos de cuatro dimensiones,
con seres existentes,
y nunca con fantasmas o sombras pasajeras,
mucho menos con plantas o gallinas.
7 – (y última). El sexo es una cosa
que se embellece cuando se la mira.
Y la prostitución es su magnífico revés,
su negación perfecta,
su ausencia depresiva.
El sexo es este Dios moldeado
por su más portentosa y vil criatura.
Amor
La regla es ésta:
dar lo absolutamente imprescindible,
obtener lo más,
nunca bajar la guardia,
meter el jab a tiempo,
no ceder,
y no pelear en corto,
no entregarse en ninguna circunstancia
ni cambiar golpes con la ceja herida;
jamás decir “te amo”, en serio,
al contrincante.
Es el mejor camino
para ser eternamente desgraciado
y triunfador
sin riesgos aparentes.
El tigre real, el amo, el solo, el sol…
El tigre real, el amo, el solo, el sol
de los carnívoros, espera,
está herido y hambriento,
tiene sed de carne,
hambre de agua.
Acecha fijo, suspenso en su materia,
como detenido por el lápiz
que lo está dibujando,
trastornada su pinta majestuosa
por la extrema quietud.
Es una roca amarilla:
se fragua el aire mismo de su aliento
y el fulgor cortante de sus ojos
cuaja y cesa al punto de la hulla.
Veteado por las sombras,
doblemente rayado,
doblemente asesino,
sueña en su presa improbable,
la paladea de lejos, la inventa
como el artista que concibe un crimen
de pulpas deliciosas.
Escucha, huele, palpa y adivina
los menores espasmos, los supuestos crujidos,
los vientos más delgados.
Al fin, la víctima se acerca,
estruendosa y sinfónica.
El tigre se incorpora, otea, apercibe
sus veloces navajas y colmillos,
desamarra
la encordadura recia de sus músculos.
Pero la bestia, lo que se avecina
es demasiado grande
-el tigre de los tigres-.
Es la muerte
y el gran tigre es la presa.
Martirio de Narciso
Al verterse en los charcos la apostura
del que delgado está, pues disemina
sus reflejos, el agua femenina
se hiela por guardar cada figura.
El revés del cristal nos asegura
su espalda contener: allí camina
la sangre que en Narciso se origina
cada vez que un espejo se fractura.
Pulida tempestad en los cristales
impide que navegue su reflejo;
le da ceguera un Tántalo cercano,
quien dice amordazando manantiales:
aquel que aprisionar logra un espejo
puede apretar el mundo con la mano.
Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses…
Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;
que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.
Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho se desplome.
Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.
Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.
Que tanto y tanto amor, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.
Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.
Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele.
Vaca y niña
Los niños de las ciudades
conocen bien el mar,
mas no la tierra.
La niña que no había visto,
nunca, una vaca
se la encontró en el prado
y le gustó.
La vaca no sonreía
-está contra sus costumbres-.
La niña se le acercó, pasos menudos,
como a una fuente materna
de leche y miel y cebada.
La vaca a su vez,
rumiando dulce pastura,
miró a la pequeña triste,
como a un becerro perdido,
y la saludó contenta:
la cola en alta alegría,
látigo amable
que festejaban las moscas.
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