Poesía de España
Poemas de Domingo F. Faílde
Domingo F. Faílde. Poeta español. (Linares, Jaén, 1948 – Jerez de la Frontera , 2014). Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada. Profesor de Literatura.
Acrópolis
La soledad, las calles,
tus pupilas. El alba,
vistiéndose de tul, bajo la lluvia
levísima, imprevista,
que arrecia desde el Sur.
Amanece despacio, va encendiéndose
el valle que desciende
de tu mirada al mar.
Porque eres tú la lámpara
que hace arder el paisaje
y asciende por los fustes
densos del resplandor.
Abajo, sin embargo,
queda intacto aquel rumbo
que el viento cercenó.
Si cerramos los ojos,
veremos que este mundo,
el mar y sus rosales,
fueron sólo esa luz.
De Omnibus Martyribus
Con los ojos vaciados, desfilan por la noche.
Son extrañas siluetas que deambulan, sonámbulas,
arrastrando cadenas, en medio del humo.
Puedo verlas, silentes, subir al autobús,
sin que sus blancas túnicas se manchen de polvo
ni los descalzos pies rocen los excrementos.
Extraviadas, las órbitas vagan por el vacío,
como huyendo de sus verdugos
(a veces, un gemido los delata, las llagas
escondidas debajo de la veste purísima).
El mundo ha amanecido lleno de estas criaturas.
Abandonan los grises soportales del alba.
Por la ciudad caminan, buscando a sus sayones,
y una lluvia de sangre empapa las aceras.
Están en todas partes: oficinas, comercios,
sosteniendo la bóveda helada del mundo.
Son materia sufriente, viva vida, conciencia.
Todos han conquistado la gloria. Su infierno.
Dial de madrugada
Muchos siglos atrás, tantos acaso
que la historia siquiera los contaba,
se podía escuchar el Universo.
En noches como ésta (Pink Floyd,
sonido digital, 100 Mhz.),
algún hombre, perdido en la montaña,
buscaba los caminos
del cielo y escuchaba
los motores del mundo,
las hélices galácticas rotando,
los engranajes de las constelaciones,
la fiesta de los astros,
el temblor de la vida.
En la autopista de la Vía Láctea,
sonaba el ruido cósmico
y el hombre percibía
aquel clamor remoto.
Música -le llamó- que fue perdiéndose
por los negros mesones de la noche,
hace ya tanto tiempo, quizá nunca.
El náufrago
Si te asaltó el otoño en alta mar
y, lejos del abrigo
del puerto y sus buhíos,
amenaza zozobra tu velero,
aférrate al timón,
endereza tu rumbo hacia otras radas
y dispón lo preciso
para resistir el invierno.
No intentes regresar: en el océano
sólo el abismo emerge a estas alturas
y se embriagan de noche los ponientes.
Tras la popa, el origen
será sólo un recuerdo, la añoranza
de aquel paraíso que siempre se pierde,
pues no es otro el destino de la felicidad.
Acepta, en fin, la ofrenda
de las gentes sencillas del fiordo:
No podrán reparar la vía de agua
ni allegar provisiones a la despensa;
te cuidarán, no obstante, y sus muchachas
calentarán tu lecho.
Mira a tu alrededor: la primavera
no volverá a posarse en tu jardín.
El sueño del caballero
Sueñas, joven amigo, con las dádivas
que te ofrece la vida.
Mas la vida
-recuérdalo- es tan sólo
esa fiebre instantánea que señala
tu presencia en el mundo,
la misma irrealidad de tu sueño.
La vida, que no el tiempo,
porque el tiempo sea acaso
todo cuanto posees,
es decir, la ilusión de estar vivo
y disponer de todo.
El ángel, sin embargo,
te señala el camino.
Tú no lo sabes, pero ya estás muerto.
Elegía
Noviembre va dejando
una estela de sombra en mi camino,
como si todo el año,
como si todo el tiempo que aún hube vivido
volviérase de noche,
vacías sin remedio las tristes avenidas
en las que ya el invierno
planta sus pabellones.
Quizá que en este instante,
ya madura la historia y sus andenes,
la dimensión exacta del mundo es una lágrima
en la que apenas mi dolor sí cabe.
Queda detrás lo que dejamos siempre,
envuelto en celofanes de aflicción y nostalgia;
no sé, lo irrepetible,
lo irremediable acaso,
tejiendo el manto oscuro de la desolación.
Noviembre, inexpugnable,
va imponiendo su código de bruma,
y el mar me trae jirones de pecios prematuros
y la espuma, esta tarde,
pertinaz, me recuerda mi condición de náufrago.
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