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Poesía de España

Poemas de Diego Hurtado de Mendoza

Diego Hurtado de Mendoza y Pacheco (Granada, 1503 o 1504 – Madrid, 14 de agosto de 1575) es uno de esos nombres que resuenan en la historia literaria y diplomática de España, un enigma envuelto en un aura de grandeza y misterio. Desde el siglo XVII, hay teorías que lo señalan como posible autor del célebre Lazarillo de Tormes, aunque este vínculo sigue siendo un fascinante rompecabezas literario. Pero no debe confundirse con el militar castellano Diego Hurtado de Mendoza y Lemos, conde de Mélito y virrey de Valencia durante la revuelta de las Germanías.

Nacido en la Alhambra, su infancia estuvo marcada por la influencia de su padre, Íñigo López de Mendoza y Quiñones, conde de Tendilla y capitán general del reino de Granada. Este entorno privilegiado y renacentista, sumado a la esmerada educación que recibió, creó en Diego una mente curiosa y aguda. Su madre, Francisca Pacheco, hija del marqués de Villena, completaba el linaje noble que destinó a Mendoza a una vida de servicio y letras. La presencia en su educación de preceptores como Pedro Mártir de Anglería subrayó aún más la importancia del conocimiento y el refinamiento cultural, arraigando en él una fusión única de lo morisco y lo humanista.

Tras estudiar en la Universidad de Salamanca, Diego Hurtado de Mendoza continuó su vida rodeado de aventura y diplomacia. Participó en campañas militares, como la empresa de La Goleta, donde se dice que conoció a Garcilaso de la Vega, con quien también compartió la invasión de Provenza en 1536, siendo testigo de la muerte del gran poeta. Esta combinación de experiencias militares y culturales le proporcionó una perspectiva amplia y cosmopolita, que se reflejaría en su labor como embajador.

La carrera diplomática de Diego Hurtado de Mendoza fue tan brillante como controvertida. En 1537 fue enviado a la corte de Enrique VIII de Inglaterra, y poco después, en 1539, recibió instrucciones de Carlos V para representar a la corona en Venecia, una misión que se extendió por trece años y marcó su etapa más fructífera. En Venecia, Mendoza se codeó con figuras prominentes del Renacimiento como Aretino, Bembo y Tiziano, consolidando su perfil como un verdadero hombre del Renacimiento. Sin embargo, sus días dorados no estuvieron exentos de sombras; en Roma, como embajador y luego gobernador de Siena, fue acusado de irregularidades financieras, un escándalo que lo persiguió durante décadas hasta su absolución en 1578, tres años después de su muerte.

En su regreso a España, Mendoza no se apartó de las turbulencias políticas. Desempeñó diversos roles, incluyendo el de proveedor de la Armada de Laredo y gobernador en tiempos de conflicto, como durante la sublevación de los moriscos en Granada, donde su sobrio temple y su conexión con su sobrino, el marqués de Mondéjar, le permitieron comandar el ejército que sofocó la rebelión. Sin embargo, sus días en la corte no siempre fueron fáciles; un altercado con Diego de Leiva en 1568 llevó a su destierro por orden de Felipe II, una decisión que marcó un abrupto descenso en su favor real.

La vida de Diego Hurtado de Mendoza culminó con una amarga ironía: el hombre de letras y armas, inmortalizado en la intriga literaria y la alta diplomacia, murió en 1575 tras la amputación de una pierna gangrenada. Su legado, no obstante, permanece indeleble. Fue amigo de Santa Teresa de Jesús, poeta de talento, y un hombre cuya vida personifica la complejidad de su tiempo. Diego Hurtado de Mendoza no solo vivió el Renacimiento; lo encarnó, navegando con igual destreza las aguas de la política, la guerra y las letras.

A una dama

Tu gracia, tu valor, tu hermosura
muestra de todo el cielo, retirada,
como cosa que está sobre natura,
ni pudiera ser vista ni pintada.

Pero yo, que en el alma tu figura

tengo, en humana forma abreviada,
tal hice retratarte de pintura
que el amor te dejó en ella estampada.

No por ambición vana o por memoria

tuya, o ya por manifestar mis males;
mas por verte más veces que te veo.

Y por solo gozar de tanto gloria,

señora, con los ojos corporales,
como con los del alma y del deseo.

A un devoto

Dentro de un santo templo un hombre honrado
con grave devoción rezando estaba;
sus ojos hechos fuentes, enviaba
mil suspiros del pecho apasionado.

Después que por gran rato hubo besado

las religiosas cuentas que llevaba,
con ellas el buen hombre se tocaba
los ojos, boca, sienes y costado.

Creció la devoción, y pretendiendo

besar el suelo al fin, porque creía
que mayor humildad en esto encierra,

lugar pide a una vieja; ella volviendo,

el ‘salvo honor’ le muestra, y le decía:
‘Besad aquí, señor, que todo es tierra.’

CANCIÓN EN REDONDILLAS Y QUINTILLAS

Desdichas, si me acabáis,
¡cuán buena dicha sería!
Si haréis, si no os cansáis
por mayor desdicha mía.

Poco os queda por hacer,
según lo que tenéis hecho,
en que os podáis detener
en un hombre tan deshecho
y tan hecho a padecer.

La costumbre dicen que es
muy gran remedio a los males;
yo digo que es al revés,
que los hace más mortales.

Ved a lo que me han traído
la costumbre y sufrimiento,
que de puro ser sufrido
vengo a decir lo que siento
cuando estoy ya sin sentido.

Los que vieren que porfío
a quejarme de mi suerte
pensarán que desvarío
con la rabia de la muerte.

Mas, con todo, bien verán
que no es tiempo de mentir;
gran agravio me harán
viéndome para morir
los que no me creerán.

Todo lo tengo probado,
hasta el bien me hace mal;
el no me hallar confiado
era mi peor señal.

Temblaba el alma en los pechos
en ver sombras de alegría;
bienes eran contrahechos,
que siempre el placer venía
víspera de mil despechos.

Si acaso estaba contento,
que pocas veces sería,
venía un remordimiento
que el alma me deshacía.

Profecías eran éstas
del mal en que hora me veo;
mil cosas llevaba a cuestas,
que las llevaba el deseo
sobre mi cabeza puestas.

Y aun me parecían a mí
tan ligeras de llevar,
que nunca tanto sentí
como habellas de dejar.

Esto, ya que era pasado,
si el dejallo me dio pena,
júzguelo quien lo ha probado;
si alguna hora tuve buena,
¡cuán cara que me ha costado!

CANCIÓN Y CARTA

Pesares, si me acabáis
tendréis en mí buen testigo,
que os acogí como amigo
y como a tal me tratáis.

La que me manda y consiente
contar mis males en suma
dará licencia a la pluma
que mis ternezas le cuente.

Las lágrimas y suspiros
son armas de esta contienda,
donde la ofensa y la enmienda
para, señora, en serviros.

Vime libre de afición,
véome cautivo ahora,
y el alma, que era señora,
puesta en mayor sujeción.

¿Quién se alabará que tiene
contra amor vida segura,
si donde más se asegura
mayor peligro le viene?

Al principio de mis penas
teníalas por suaves;
sin saber que eran tan graves,
burlaba de las ajenas.

Decía en mi puridad:
“Prueben todos lo que pruebo;
esto que siento de nuevo
¿es amor o es amistad?”

Donde no paraba mientes
comencé a tener recato,
a mirar de rato en rato
y guardarme de las gentes.

Por no caer en la red,
de vos misma me guardaba.
¡Mirad cuán poco pensaba
en demandaros merced!

De turbado y encogido
vine a confesar negando
lo que agora estoy llorando
porque verdad ha salido.

De aquí ha subido haciendo
amor en mí tantas pruebas,
que de encubiertas y nuevas
las sufro y no las entiendo.

Parece imaginación
que tenga puesta yo mismo
la humildad en el abismo
y en el cielo la afición.

Para tanta hermosura
pequeña pena es la mía,
y muy alta fantasía
para tan baja ventura.

De la vida no me acuerdo,
de la muerte curo poco,
que si pequé como loco
yo pagaré como cuerdo.

Quien aborrece la vida
no muere de sobresalto,
pero subiendo más alto
puede dar mayor caída.

Si quisiese arrepentirme,
hallaré que es imposible
que mi pena sea movible
siendo la causa tan firme.

No sabré mudar, ni puedo,
esta vida que me queda;
vuelva Fortuna la rueda,
que yo siempre estaré quedo.

¡Oh quién pudiese, pues muero,
hablar con mi matadora!
Quizá le diría en un hora
lo que en mil años no espero.

Pero ¿de qué me aprovecha
descubrille mi fatiga?
Que, si encubre como amiga,
como enemiga sospecha?

Mucho deja a la Fortuna
el que se resuelve presto
donde el daño es manifiesto
y la ganancia ninguna.

De esta manera padezco
que en más tengo no enojaros,
aunque pudiese hablaros,
que cuanto espero y merezco.

Quien por vos perdiere el seso
no ha de ser de confianza,
que tan pequeña balanza
mal sufrirá tan gran peso.

Mas piérdase imaginando
cómo mi deseo puse
donde no hay razón que excuse
sino la muerte, y callando.

No teniendo en mi poder
seso, libertad ni vida,
trato de cosa perdida
como cosa por perder.

Cuanto el seso desatina
pago yo como cobarde,
porque le perdí tan tarde
conociéndoos tan aína.

Suspenso, turbado y ciego,
triste, importuno, quejoso,
cuando esperaba reposo
me vino desasosiego.

Prueba amor por tantos modos
afligirme y trabajarme,
que será bueno guardarme
de vos y de mí y de todos.

Todo me parece nada
cuanto propongo y resuelvo;
a mis cuidados me vuelvo,
pues es suya la jornada.

En el centro de mi alma
los pesares me acompañan,
mas por mucho que me dañan
tengo la vida en su palma.

Entre las gentes se entiende
que anda un animal tan ciego,
que dentro del mismo fuego
en que se cría se enciende.

Es amor fuego en que ardo,
cuidado es el que lo atiza,
y pesar torna en ceniza
cuanto yo en mi pecho guardo.

A MARÍA DE PEÑA

Tómame en esta tierra una dolencia
que en Cataluña llaman melarquía,
la cual me acaba el seso y la paciencia.

Y como no me deja noche y día,
menos me da lugar para hablarme,
señora Peña, con vuestra señoría.

Pero, como podéis sola mandarme,
dándoos caso tan justo y tan sabido,
hacedme esta merced de perdonarme;

que a cabo de cuatro años de partido
os demando perdón, si se perdona
escribiros tan corto y desabrido;

por que, como descrece Barcelona
y huye aquella playa gloriosa,
ansí va enflaqueciendo la persona.

Comiénzase la vida trabajosa
con el mar, con el viento y la galera,
triste, turbada, malenconiosa.

Con sola esta disculpa que yo diera,
hallándome tan mal como me hallo,
bastaba a ser creído de cualquiera.

Mas a vos, de quien fui siempre vasallo,
y nunca de criada de otra dama,
me conviene dar cuenta por qué callo.

Para decir verdad, esta vuestra ama
tiene tan olvidados sus amigos,
que está mejor aquél que menos la ama.

No es menester buscar largos testigos,
mostrándose el descuido de su mano
que la hace cobrar mil enemigos.

¿Qué le cuesta escribir a un veneciano
una letra, un borrón, una cruceta,
y tratarme después como a villano?

El ganar los amigos a estafeta
y perderlos a soplos no es camino
de quien por cabo quiere ser perfeta.

Al señor que tenemos por divino
que da y quita a su modo la ventura
demandaré venganza de contino.

No que pierda la flor de hermosura,
que esto será excusado tan aína
y perdería lo que ella menos cura;

querría que le diese una mohína
creyendo que algún día ha de nacer
en este mundo otra doña Marina;

y que ella misma viese en él crecer,
en gracia y en valor y en discreción,
alguna que le pueda parecer.

Aconsejalde que mude de opinión,
ansí os veáis con Torres desposada,
porque el pueblo es de mala condición.

No sea tan bizarra y confiada,
que no es siempre seguro el caminar
por encima del filo de la espada.

Y para que podáis determinar
si os doy tan buen consejo como suelo,
quiero con vos un poco razonar.

Cuando nos crió Dios en este suelo,
se trabó una quistión tan furiosa
que puso en armas casi todo el cielo:

si debía de ser Eva hermosa
o fea, y aquel día en solo el gesto
se habló, sin travesarse de otra cosa.

Cargaron tantos votos en el puesto
de los que la querían para fea,
que fue forzoso resolverse en esto:

la que saliere fea, que lo sea,
y que siga y de nadie sea seguida
hasta que de remedio se provea;

la que fuere hermosa conocida,
que le dure esta flor por accidente
parte de un solo tercio de la vida.

No por que el feo sea inconveniente,
mas désele esta gracia en vez de sal
como para apetito de la gente;

antes digo que es cosa natural
por ser principio y fin de la edad,
y lo hermoso es forzado y desigual.

¿Qué reino, qué provincia, qué ciudad
en la vida del mundo fue asolada?
¿Qué mujer se ahorcó por fealdad?

¿Trae flaca o amarilla o espantada,
por ventura, la gente deseando
loca, celosa y desasosegada,

por medio de la calle sospirando,
o confiada o arrepentida luego,
o fuera de propósito cantando?

La fealdad no teme el niño ciego,
ni hace ni recibe aquella guerra
que solemos decir a sangre y fuego.

De todos va segura por la tierra,
no la quiere ninguno mal ni bien,
ni mira cuándo acierta o cuándo yerra.

De ninguna ocasión toma desdén,
llama fuera de humo ni altereza;
si os place bien está, si no también.

Con galas disimula su bruteza
y huelga de mostrarse en todo humana
encubriendo la falta con destreza.

Conviene que a la noche o la mañana
le dé la hermosura la obediencia,
o a lo menos una vez en la semana.

El ánimo y constancia, elocuencia
y otras virtudes mil a esta señora
suelen acompañar con la prudencia.

Siempre está en una forma duradora,
a lo claro, a lo obscuro, día y tarde,
y no se va mudando de hora en hora.

Ningún hombre la mira que se guarde,
claridad que recibe y no da pena
y que, sin encender, se enciende y arde.

A la comida, fea, y a la cena,
al dormir, al soñar y al despertarse,
fea en luna menguante y luna llena.

Gran cosa es que no pueda curarse
la dolencia y siniestros en que queda
la hermosura cuando va a acabarse:

gestos, meneos, vueltas como en rueda,
el descontentamiento en el espejo,
animal que a ninguna deja leda.

Como si en nuestra tierra el mozo, el viejo
fuesen tan solamente diferentes
en la edad, en el pelo o el pellejo.

La hermosura no tiene parientes,
ni Dios, ni ley, ni rey, ni tierra o casa,
ni vecinos ni amigos bien hacientes.

Quémaos el corazón como una brasa
con ojo o con palabra o con meneo,
y trompícaos si os toma a silla rasa.

Absoluta tirana del deseo,
¡cuánta esperanza enhila o desbarata
con un “tienes razón” o “no te creo”!

Hácese mortecina como gata,
después saca una furia del diablo
que a cada paso os corre la zapata.

Estad, señora Peña, en lo que hablo
y en ser fea también, pues es posible
sin espantaros nada del vocablo.

Mirad que es ser hermosa aborrecible
y, si a mí me dejasen a mi modo,
antes escogeré ser invisible.

He querido deciros esto todo
porque podáis vuestra ama aconsejar
que no nos ponga a todos tan del lodo.

Mire que el verdegay se ha de acabar,
dado que ella lo estime harto poco
pues tiene lo que siempre ha de durar.

La negra dama, fea como un coco,
siendo como ella es discreta y diestra,
piensa tornar el mundo medio loco;

y ella, tan estimada como muestra
de saber, de virtud, de valor y gloria,
¡que cierre a sus amigos la finiestra!

Aún vea yo borrada su memoria
del libro de la gente, y en sus ojos
volar a mano ajena la vitoria;

los trofeos cogidos a manojos
por otro nuevo nombre levantados,
y en carro extraño puestos sus despojos.

No sea en penitencia de pecados
ni en venganza que alguno le desea,
sino en pena de amigos olvidados.

¿Cómo queréis, señora, que la crea
quien viere su memoria vacilando
y no tener amigo que no vea?

Mas pienso que irá siempre mejorando
y que pondrá el cuidado todo entero
en ganar los ausentes de su bando.

En esta cuenta yo seré el primero,
pues que siempre lo fui, y de su bondad
tratado como amigo verdadero.

Entonces, puesta aparte la humildad,
levantaré una voz que durará
por el tiempo de la inmortalidad.

Sus loores el Ebro llevará
con las bermejas ondas en oriente,
donde el primero sol las oirá;

y por el rubio Tajo al occidente
oirá el postrero sol llevar su nombre
en lenguas y memorias de la gente.

Ella tendrá la fama y el renombre,
yo estaré de lo hecho tan ufano,
que me parecerá ser más que hombre.

Y donde Guadiana, manso y llano,
con espaciosas vueltas se desvía,
pareciendo ora tarde ora temprano,

a la orilla del agua clara y fría,
de mármol alzaré un soberbio templo
en la extendida y verde pradería.

En medio estará ella, a quien contemplo
tan hermosa, tan grave y adornada
como quien es nacida para ejemplo.

Yo, primer vencedor de esta jornada
visto en púrpura clara de levante
en aquella llanura despachada,

revolveré cien carros por delante,
con cada cuatro blancos corredores
que vencerán el viento, aunque pujante.

Cantando entre la yerba, entre flores,
mil voces a su nombre llamarán
y responderá el cielo a sus loores.

Las Españas al Tajo dejarán
con los bosques del gran Guadalquivir,
y en dorados arneses se verán

unos con duras lanzas embestir
esparciendo en el aire las astillas,
y con limpias espadas combatir;

otros, en vestes blancas y sencillas
mezcladas de color vario y vistoso,
harán por aquel prado maravillas.

Después yo, todo vanaglorioso,
con guirnaldas de oliva coronado,
en veste roja y hábito pomposo,

visitaré su templo consagrado
sacrificando humanos corazones
y deseos mezclados con cuidado,

voluntarias cadenas y prisiones,
con muchos que merced le irán pidiendo,
rendidos sus despojos y pendones.

En blancas piedras se verán viviendo
los reyes, sus abuelos, entallados,
cuyos nombres la fama va extendiendo.

La triste envidia, los contrarios hados,
el rencor de las furias maliciosas
caerán en el infierno desterrados.

Mas porque al comenzar tan altas cosas
el seso y la razón no se desmande,
tú me ayuda, pues puedes, ves y osas.

Sin ti no puede haber principio grande,
y ansí, doña Marina, callaré
hasta que tu grandeza me lo mande.

A vos, señora Peña, bajaré,
que hablar con vuestra ama no se puede
sin tocar en misterios de la fe.

Si lo que yo os escribo ella concede,
llevarános tras sí con media seña
y hará de nosotros cuanto puede.

Importunalda bien, señora Peña,
que yo sé cuánto vos podéis con ella;
ansí pueda ver yo tan buena dueña
como agora a mis ojos sois doncella.