Poesía de Colombia
Poemas de Diego Fallón Carrión
Diego Fallon Carrión (1834-1905) fue un destacado poeta, músico, matemático e ingeniero colombiano. A pesar de sus inclinaciones iniciales hacia la vida religiosa y la música, Fallon se graduó como ingeniero especialista en ferrocarriles. Sin embargo, optó por dedicarse a la docencia, destacándose como maestro de idiomas, matemáticas, estética y música. Fue profesor de piano en la Academia Nacional de Música y uno de los primeros docentes de estética en el Colegio del Rosario. Su contribución más notable fue la creación del innovador método musical “El Arte de Leer, Escribir y Dictar Música”, que combinó elementos de matemáticas, abecedario, gramática y métrica. Este sistema revolucionario facilitó el aprendizaje musical y se convirtió en una referencia en la enseñanza de la música en Colombia.
Nacido en Santa Ana en 1834, Diego Fallon provenía de una familia con raíces irlandesas y neogranadinas. Contrajo matrimonio con Amalia Luque Lizarralde y tuvo cuatro hijos. Su legado trascendió generaciones, conectándolo con figuras prominentes en la historia política y cultural de Colombia. A través de sus descendientes, como su bisnieto Ernesto Samper Pizano, expresidente de Colombia, el impacto de Diego Fallon en la sociedad colombiana perdura hasta hoy.
Diego Fallon Carrión es recordado no solo por sus logros como ingeniero y educador, sino también por su destacada contribución a la música y la cultura de Colombia. Su innovador enfoque pedagógico sigue siendo una fuente de inspiración para educadores y amantes de la música en todo el país.
Las rocas de Suesca
Coronados de pencas y de arbustos
Sobre altos precipicios suspendidos,
Ved de gigantes los informes bustos
En éxtasis eternos sumergidos.
Un gesto horrible allí petrificado,
Con nariz trunca y arrugada frente,
Decir parece al que le queda al lado
Que le pisa un callo eternamente.
De otro coloso en la entreabierta boca
Las águilas sus nidos han formado,
Y del labio inferior bermeja roca
Cuelga como la lengua del ahorcado.
Y sobre mí la mole vacilante,
Tenida allí por invisible dedo
Díjome con acento de gigante:
“Huye, mortal… ó sobre ti me ruedo.
A la voz huye vime en tal aprieto,
Que no hallando de pronto una tangente,
Resolvi descender por el cateto
De un triangulo de estratas adyacente;
Triangulo que en sus pardos murallones
Sustenta de otros mil masa confusa,
Y en antediluvianos mojicones
Apoya la musgosa hipotenusa.
Cruzan con la mirada el horizonte
Cuatro patriarcas de semblante duro,
A quienes miran del opuesto monte
Otros patriarcas de guijarro puro.
Y por saber si á conversar se prestan,
¿Qué hacéis ahí? -pregúntoles en verso,
Y en mudo endecasílabo contestan:
“Aguardamos al fin del universo.”
Escucho luego, lo que apenas creo,
Cual el rumor del viento que se aleja,
Un singular y vago cuchicheo
Entre las altas peñas de la ceja:
Cuando hacia el sitio la atención dirijo,
De las abuelas miro inmóvil caravana,
Festejando con hosco regocijo
El fausto cumple-siglos de una hermana.
En la faz de ésta avinagrada mueca,
Con letras chibchas en los dos carrillos;
El moño, de aluvión y yerba seca,
De líquen el collar y los zarcillos.
Secas raíces que á los lados penden
Forman su escasa cabellera grifa,
Y tres cabras, que el riesgo no comprenden,
Le comen la capulla a la cachifa.
Un pañuelo de musgo y lama verde,
Con prendedor de quiche al seno atado,
Remata el traje: lo demás se pierde
Tras un dosel en el peñón tallado…
Es fumadora la siguiente roca,
Y por cigarro tiene, aunque apagado,
En el rincón izquierdo de la boca
De un frailejón el tronco retostado.
A la sazón en el opuesto monte
Caliginoso nubarrón se asienta,
Y en sombra sepultando el horizonte
Va a desatarse en hórrida tormenta,
Cuando la zalamera fumadora
Al crespo nubarrón así interpela:
-¿Que manda, mi señora?
Que me prestes, mi negro, tu candela.
Lanza la nube un rayo de su seno
Al frailejón entre la grieta fijo;
Tiembla la tierra al pavoroso trueno,
Y la abuela contesta: – Gracias, hijo.-
Y sigue en tanto el vago clamoreo,
Ora cual raudo viento que se aleja,
Ora cual soterrado campaneo
Entre las peñas de la torva ceja.
Pongo el oído atento, de sus voces
Oigo la cavernosa resonancia;
Llorar parecen los perdidos goces
De su inocente, submarina infancia.
-¿No recuerdas, Miocena, -exclama una-
Aquellos tiempos libres de pesares,
Cuando fué pabellón de nuestra cuna
El manto azul de primitivos mares?-
-Aún se remonta a tiempos anteriores,
Cara hermana Pliocena, mi memoria,
Y me pinta con vívidos colores
De nuestro origen la remota historia,
Cuando de nuestros cuerpos las sutiles
Desligadas partículas sin cuento,
En juegos y reyertas infantiles
Flotaron en el líquido elemento;
Y en la vieja Borrasca sus canciones
Entonaba, agitando aquellas riñas,
Con chinesco de truenos y aquilones
Desde afuera gritando: -¡Bailen, niñas!-
Hasta que la invisible superiora
Con su sorda llamada, desde adentro,
La madre Gravedad, habitadora
Del vasto mundo en el fundido centro,
Al fin á nuestros lechos nos atrajo,
Hizo cesar los juegos y las riña,
Cantando sin cesar y en tono bajo
Con rumorosa voz: -Duérmete, niña.-
¡Almas de la Cotopa y la Cocigua,
Y mama Chimba, y todas nuestras madres,
Que fueron ¡ay! la cordillera antigua;
Y almas de los inviernos, nuestros padres!
Hijo de la Cotopa dicen que era
El muchachuelo aquel tan consentido
Que de entonces lisiado de hervidera
No dejaba dormir con su ronquido.-
-¡Ah, sí! Cotopaxito, por supuesto:
Mi amigo fué, lo tengo tan presente;
Dicen que ahora con su hermano ha puesto
Hornos de fundición en Occidente.-
Mas del cimiento el rezongar profundo
Súbito escucho, herido de sorpresa,
Que a las cornisas, viejas como el mundo,
-Muchachas, -dice,- ¿qué algazara es esa?.-
Enmudecieron todas un instante;
Mas luégo que el cimiento venerando
Tomó a dormir, la peña intermediante
Dió de ello aviso, y se siguió charlando.
SILURIA, la mayor, anciana austera,
Que de su clara estirpe vió la gloria,
Vivo guardaba de su edad primera
El recuerdo feliz en la memoria,
Que su prosapia sube hasta el más alto
Rango; porque PLUTÓN el Rey, la infanta
Doña TRAQUITA, el duque de BASALTO
Y el Príncipe GRANITO, cuya planta
Sonda la mar del subterráneo fuego
Miéntras sus sienes baña en los sombrios
Golgos del polo, todos desde luégo,
Según sus pergaminos, son sus tíos.
Y de esos pergaminos no se puede
Dudosa hacer la antigüedad presunta,
Que al herirlos, burlada retrocede
Del taladro tenaz la recia punta.
¡Mas contempladla! Sobre la ancha frente
En vano el Sol sus dardos ha lanzado,
En vano, al par, la lluvia disolvente,
El rayo, el aquilón la han azotado!
¡Ved! De sus cejas trazan la figura
Sendos cordones de erizadas pencas,
Y he visto fulgurar, en noche oscura,
Del cazador la hoguera entre sus cuencas.
Es de su alta nariz el bloque corvo,
Atalaya del buitre carnicero,
Que desde allí condena, inmovil, torvo,
Su presa a muerte en el lejano otero.
Su boca, agreste ermita donde vierten
Mortal sudor las piedras; do se llaman
Á iglesia los conejos cuando advierten
Que los hambrientos galgos los reclaman;
Y es sacristán de aquella gruta pía
Un armadillo, que á la mansa vieja,
Le ha perforado interna galería
Que comunica oreja con oreja.
Miréla. Alcé mi voz: -Augusta anciana-
Interpelé con hondo acatamiento-
A vos ruego contéis en lengua humana
Vuestra patria, abolengo y nacimiento.-
Viento improviso que del valle sube,
Penetrando en el hueco de su boca
De arena expele giradora nube
Y, libre su garganta, así la roca:
-El Oceano que hoy al Occidente
Dilata sus cerúleos horizontes,
Cubre de nuestro patrio continente
Los hondos valles, los altivos montes.
Esos montes, un tiempo esas llanuras
desde el bismo á la nevada cumbre
Ostentaron galanas vestiduras
De la Luna y el Sol bajo la lumbre.
Las celestes montañas que cruzaban
De confin a confin el patrio suelo
Por cima de las nubes perfilaban
Sus vastas cumbres sobre el tul del Cielo:
Cumbres que fueron trono soberano,
Regia mansión, en fuerzas opulenta,
Donde empuñó con fulminante mano
Su flamígero cetro la Tormenta;
Donde regaba arrebozada en nieblas
Sus jazmines el Alba veladora,
Y separaba el Sol de las tinieblas
Con su jardín de luz la rubia Aurora.
Los flancos sustentaban de la altura
De inmensas moles las pendientes rasas
Que revelaban ser por su textura
De primaria fusión enfriadas masas.
Allá – de imperio la mirada llena,
En ademan de enérgico tribuno,
Con sólo el mudo ceño el mar enfrena
Un basálito espectro verde-bruno.
Y acá – la faz de viso cristalino
Fija en la lumbre del lejano Oriente,
Un silíceo peñón, de su destino
El fin aguarda con serena frente.
Y el fin llegó; que fuerzas soterradas
Trabaron con el monte horrenda lucha
Que conmovió regiones dilatadas.
Se acercaba mi tiempo. Atento escucha:
De esa primaria sílice los bloques
Por el potente impulso destrozados
A la honda quiebra tras tremendos choques
En fragmentos sin fin fueron lanzados.
Con fragor en el fondo se azotaba
Más que fiero torrente, inmenso río;
Que en las venas del orbe rebosaba
De su pujante juventud el brío.
Las angulosas guijas al instante
Fueron por la vorágine sorbidas,
Y en tropel, al azar de la onda errante
A recíproco frote sometidas.
Y en barahundas cada vez crecientes
La turba de subácueos peregrinos
A tumbos fué salvando las pendientes
Y en los cuencos girando en remolinos.
Hasta de sus puntas y perfiles
Al violento volcar se desprendieron
Innúmeras partículas sutiles
Que a flote el rumbo del raudal siguieron.
Tal fué mi origen, el preciso punto
De do parte mi historia. La figura
De mi cuerpo infantil era disyunto
Corpuscular enjambre sin hechura.
De esa lid subacuática reñida
Por los bravos erráticos fragmentos,
Fuí yo la pétrea sangre difundida
En los senos de la onda tremulentos.
Era informe voluble muchedumbre
De undívagas moléculas que daban
Pálido viso de ambarina lumbre
Al diáfano cristal en que flotaban,
Y que mi germen fueron primitivo,
Como esas linfas fueron mi fortuna,
Aquella cumbre, mi linaje altivo,
Y ese cauce de pórfido, mi cuna.
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