Poesía de España
Poemas de Claudio Rodríguez
Claudio Rodríguez García (Zamora, 30 de enero de 1934 – Madrid, 22 de julio de 1999) fue un poeta español. Enmarcado en la Generación del 50, recibió a lo largo de su vida los más importantes galardones de poesía en España, y su primer libro (Don de la ebriedad, 1953) ha sido valorado por la crítica como uno de los más brillantes de la lírica española en la segunda mitad del siglo XX.
Adiós
Cualquier cosa valiera por mi vida
esta tarde. Cualquier cosa pequeña
si alguna hay. Martirio me es el ruido
sereno, sin escrúpulos, sin vuelta
de tu zapato bajo. ¿Qué victorias
busca el que ama? ¿Por qué son tan derechas
estas calles? Ni miro atrás ni puedo
perderte ya de vista. Esta es la tierra
del escarmiento: hasta los amigos
dan mala información. Mi boca besa
lo que muere, y lo acepta. Y la piel misma
del labio es la del viento. Adiós. Es útil
norma este suceso, dicen. Queda
tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,
que yo me iré donde la noche quiera.
Al fuego del hogar
Aún no pongáis las manos junto al fuego.
Refresca ya, y las mías
están solas; que se me queden frías.
Entonces qué rescoldo, qué alto leño,
cuánto humo subirá, como si el sueño,
toda la vida se prendiera. ¡Rama
que no dura, sarmiento que un instante
es un pajar y se consume, nunca,
nunca arderá bastante
la lumbre, aunque se haga con estrellas!
Este al menos es fuego
de cepa y me calienta todo el día.
Manos queridas, manos que ahora llego
casi a tocar, aquella, la más mía,
¡pensar que es pronto y el hogar crepita,
y está ya al rojo vivo,
y es fragua eterna, y funde, y resucita
aquel tizón, aquel del que recibo
todo el calor ahora,
el de la infancia! Igual que el aire en torno
de la llama también es llama, en torno
de aquellas ascuas humo fui. La hora
del refranero blanco, de la vieja
cuenta, del gran jornal siempre seguro.
¡Decidme que no es tarde! Afuera deja
su ventisca el invierno y está oscuro.
Hoy o ya nunca más. Lo sé. Creía
poder estar aún con vosotros, pero
vedme, frías las manos todavía
esta noche de enero
junto al hogar de siempre. Cuánto humo
sube. Cuánto calor habré perdido.
Dejadme ver en lo que se convierte,
olerlo al menos, ver dónde ha llegado
antes de que despierte,
antes de que el hogar esté apagado.
Ahí mismo
Te he conocido por la luz de ahora,
tan silenciosa y limpia,
al entrar en tu cuerpo, en su secreto,
en la caverna que es altar y arcilla,
y erosión.
Me modela la niebla redentora, el humo ciego
ahí, donde nada oscurece.
Qué trasparencia ahí dentro,
luz de abril,
en este cáliz que es cal y granito,
mármol, sílice yagua. Ahí, en el sexo,
donde la arena niña, tan desnuda,
donde las grietas, donde los estratos,
el relieve calcáreo,
los labios crudos, tan arrasadores
como el cierzo, que antes era brisa,
ahí, en el pulso seco, en la celda del sueño,
en la hoja trémula
iluminada y traspasada a fondo
por la pureza de la amanecida.
Donde se besa a oscuras,
a ciegas, como besan los niños,
bajo la honda ternura de esta bóveda,
de esta caverna abierta al resplandor
donde te doy mi vida.
Ahí mismo: en la oscura
inocencia.
Viento de primavera
Ni aún el cuerpo resiste
tanta resurrección, y busca abrigo
ante este viento que ya templa y trae
olor, y nueva intimidad. Ya cuanto
fue hambre, ahora es sustento. Y se aligera
la vida, y un destello generoso
vibra por nuestras calles. Pero sigue
turbia nuestra retina, y la saliva
seca, y los pies van a la desbandada,
como siempre. Y entonces,
esta presión fogosa que nos trae
el cuerpo aún frágil de la primavera,
ronda en torno al invierno
de nuestro corazón, buscando un sitio
por donde entrar en él. Y aquí, a la vuelta
de la esquina, al acecho,
en feraz merodeo,
nos ventea la ropa,
nos orea el trabajo,
barre la casa, engrasa nuestras puertas
duras de oscura cerrazón, las abre
a no sé qué hospitalidad hermosa
y nos desborda y, aunque
nunca nos demos cuenta
de tanta juventud, de lleno en lleno
nos arrasa. Sí, a poco
del sol salido, un viento ya gustoso,
sereno de simiente, sopló en torno
de nuestra sequedad, de la injusticia
de nuestros años, alentó para algo
más hermoso que tanta
desconfianza y tanto desaliento,
más gallardo que nuestro
miedo a su honda rebelión, a su alta
resurrección. Y ahora
yo, que perdí mi libertad por todo,
quiero oír cómo el pobre
ruido de nuestro pulso se va a rastras
tras el cálido son de esta alianza
y ambos hacen la música
arrolladora, sin compás, a sordas,
por la que se llegará algún día,
quizá en medio de enero, en el que todos
sepamos el por qué del nombre: «viento
de primavera»
Don de la ebriedad
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.
Gestos
Una mirada, un gesto,
cambiarán nuestra raza. Cuando actúa mi mano,
tan sin entendimiento y sin gobierno,
pero con errabunda resonancia,
y sondea, buscando
calor y compañía en este espacio
en donde tantas otras
han vibrado, ¿qué quiere
decir? Cuántos y cuántos gestos como
un sueño mañanero,
pasaron. Como esa
casera mueca de las figurillas
de la baraja: aunque
dejando herida o beso, sólo azar entrañable.
Más luminoso aún que la palabra,
nuestro ademán, como ella
roído por el tiempo, viejo como la orilla
del río, ¿qué
significa?
¿Por qué desplaza el mismo aire el gesto
de la entrega o del robo,
el que cierra una puerta o el que la abre,
el que da luz o apaga?
¿Por qué es el mismo el giro del brazo cuando siembra
que cuando siega,
el de amor que el de asesinato?
Nosotros, tan gesteros pero tan poco alegres,
raza que sólo supo
tejer banderas, raza de desfiles,
de fantasías y de dinastías,
hagamos otras señas.
No he de leer en cada palma, en cada
movimiento, como antes. No puedo ahora frenar
la rotación inmensa del abrazo
para medir su órbita
y recorrer su emocionada curva.
No, no son tiempos
de mirar con nostalgia
esa estela infinita del paso de los hombres.
Hay mucho que olvidar
y más aún que esperar. Tan silencioso
como el vuelo del búho, un gesto claro,
de sencillo bautizo,
dirá, en un aire nuevo,
su nueva significación, su nuevo
uso. Yo solo, si es posible,
pido, cuando me llegue la hora mala,
la hora de echar de menos tantos gestos queridos,
tener fuerza, encontrarlos
como quien halla un fósil
(acaso una quijada aún con el beso trémulo)
de una raza extinguida.
Sin adiós
Qué distinto el amor es junto al mar
que en mi tierra nativa, cautiva, a la que siempre
cantaré,
a la orilla del temple de sus ríos,
con su inocencia y su clarividencia,
con esa compañía que estremece,
viendo caer la verdadera lágrima
del cielo
cuando la noche es larga
y el alba es clara.
Nunca sé por qué siento
compañero a mi cuerpo, que es augurio y refugio.
Y ahora, frente al mar,
qué urdimbre la del trigo,
la del oleaje,
qué hilatura, qué plena cosecha
encajan, sueldan, curvan
mi amor.
El movimiento curvo de las olas,
por la mañana ,
tan distinto al nocturno,
tan semejante al de los sembrados,
se va entrando en
el rumor misterioso de tu cuerpo,
hoy que hay mareas vivas
y el amor está gris perla, casi mate,
como el color del álamo en octubre.
El soñar es sencillo, pero no el contemplar.
Y ahora, al amanecer, cuando conviene
saber y obrar,
cómo suena contigo esta desnuda costa.
Cuando el amor y el mar
son una sola marejada, sin que el viento nordeste
pueda romper este recogimiento,
esta semilla sobrecogedora,
esta tierra, este agua
aquí, en el puerto,
donde ya no hay adiós, sino ancla pura.
Sin leyes
Ya cantan los gallos,
amor mío. Vete:
cata que amanece.
Anónimo
En esta cama donde el sueño es llanto,
no de reposo, sino de jornada,
nos ha llegado la alta noche. ¿El cuerpo
es la pregunta o la respuesta a tanta
dicha insegura? Tos pequeña y seca,
pulso que viene fresco ya y apaga
la vieja ceremonia de la carne
mientras no quedan gestos ni palabras
para volver a interpretar la escena
como noveles. Te amo. Es la hora mala
de la cruel cortesía. Tan presente
te tengo siempre que mi cuerpo acaba
en tu cuerpo moreno por el que una
una vez mas me pierdo, por el que mañana
me perderé. Como una guerra sin
héroes, como una paz sin alianzas,
ha pasado la noche. Y yo te amo.
Busco despojos, busco una medalla
rota, un trofeo vivo de este tiempo
que nos quieren robar. Estás cansada
y yo te amo. Es la hora. ¿Nuestra carne
será la recompensa, la metralla
que justifique tanta lucha pura
sin vencedores ni vencidos? Calla,
que yo te amo. Es la hora. Entra y un trémulo
albor. Nunca la luz fue tan temprana.
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