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Carmen Boullosa

Poeta mexicana Carmen Boullosa

Poemas:

Carta al lobo

Querido Lobo:

Llego aquí después de cruzar el mar abierto del bosque,
el mar vegetal que habitas,
el abierto de ira en la oscuridad y en la luz que lo cruza a
hurtadillas,
en su densa, inhabitable noche de aullidos que impera
incluso de día o en el silencio,
mar de resmas de hojas
que caen y caen y crecen y brotan, todo al mismo tiempo,
de yerbas entrelazadas,
de mareas de pájaros,
de oleadas de animales ocultos.
Llegué aquí cruzando el puente que une al mundo temeroso
con tu casa,
este lugar inhóspito,
inhóspito porque está la mar de habitado,
habitado como el mar.

En todo hay traición porque todo está vivo…

Por ejemplo, aquello, si desde aquí parece una sombra,
¿hacia dónde caminará cuando despierte?
Como fiera atacará cuando pase junto a él,
cuando furioso conteste al sonido de mis pasos.
Así todo lo que veo.

En todo hay traición
…era el camino, lobo,
la ruta que me lleva a ti…

Escucha mi delgada voz, tan cerca.
Ya estoy aquí.
Escoge de lo que traje
lo que te plazca.
Casi no puedes mirarlo,
insignificante como es,
perdido en la espesura que habitas.

Estoy aquí para ofrecerte mi cuello,
mi frágil cuello de virgen,
un trozo pálido de carne con poco, muy poco que roerle,
tenlo, tenlo.

¡Apresura tu ataque!
¿Te deleitarás con el banquete?
(No puedo, no tengo hacia dónde escapar
y no sé si al clavarme los dientes
me mirarás a los ojos).

Reconociéndome presa
y convencida de que no hay mayor grandeza que la del
cuello de virgen entregándose a ti,
ni mayor bondad que aquella inscrita en tu doloroso,
lento,
interminable
y cruel
amoroso ataque,
cierro esta carta.

Sinceramente tuya,

Carmen.

 

La salvaja (fragmento)

El fuego,
otra vez fuego,
el fuego junto a la lumbre,
en el piso,
subiendo por los sillones,
cruzando las ventanas,
y tras él el fuego,
solamente el fuego.

El fuego otra vez,
¿No lo ven?
¡No lo ven! Es el fuego.
Les parezco una mujer sentada.

Quiero vestirme.
La ropa interior que yo traía puesta, abrió sus tejidos,
los venció el calor,
la blusa abrió sus tejidos,
vencida también,
la falda cedió sus hilos,
ardiendo los dejó caer…

Quiero vestirme.

El fuego. No tengo más que el fuego:
Soy la desnuda, la que no tiene encantos.

Quiero vestirme.

Quemo mis vestidos.
Mil cabellos están vencidos también por el calor,
mis pestañas, mis ojos;
mi saliva, un día intacta,
también te espera rendida, vencida, humillada,
doblada, hincada,
herida como el vapor,
como el vapor aislada,
ahogada en tu espera.

Quiero vestirme.
No hay animal con el que pueda compararme,
desnuda estoy como el ganso o el lirio,
no hay planta con la que pueda compararme,
quemada estoy, quemándome,
impaciente,
interminablemente.

¡Que me ayuden los asnos!
¡Que acudan a mi ayuda
los cerdos o las garzas,
los ruiseñores o las cañas de azúcar!
¡Nada puede ayudarme!
¡Vencida estoy por ti,
por ti fui por mí abandonada!

 

Europa: Puerto sin mar

En el puerto, un bosque de containers reemplaza a las gaviotas,
y los perros husmeando en los basureros,
a los osos, atados a una cuerda,
bailando al tambor también esclavo.
¿Dónde están las prostitutas que los marinos buscan,
las meretrices de espaldas desnudas, balanceando sus cabellos teñidos?
¿Y dónde los niños cegando sus ojos en el fragor de la calle, para
esquivar la visión de las levantadas piernas, enflaquecidas, maternales,
ganándose el pan con el remedo de gozo ajeno?
Alguien grita en la noche.
La música festiva, ¿dónde está?
¿La brisa que debiera soplar para perturbar la yerba y despeinarnos,
y la sirena del barco, la red, el faro, las grúas, el remolcador?

Un hombre que pasa
detiene el camión que conduce y me pregunta:
“¿eres la chica de Rotterdam?,
¿sabes a dónde ir?”
Yo no entiendo su lengua y no puedo contestarle.
No soy una chica,
no he nacido en Rotterdam,
no sé siquiera en qué puerto estoy,
dónde he varado.
La nave que me trajo se ha perdido.
Este puerto no es casa de las mujeres,
no es refugio para los marinos.
Puerto franco, puerto habilitado, puerto profundo,
parece que a duras penas llega a ti el mar.
Vuelto gris, eres el lomo de la mula que carga.
Un silencio voraz reemplaza al grito que en la noche sonara.
Todo se va del puerto: las mercancías, los viajeros.
La rutina es fugarse.
Las jornadas son para vaciar el puerto,
deshacer el tejido de containers en el hilo par del riel
que se prolonga a la distancia.
Las grúas socavan las montañas de brillantes desechos,
arrojando el despedazadero metálico
a las plataformas de los dóciles buques.
Todo se va, los marineros, los expendios de cerveza,
las salas de cine, las casas y el mar.
Todo se va, a todo le es dado irse.
Desteje, Penélope, desborda y desbórdate:
éste es el territorio para decir adiós,
separarse, despedirse: llegaste al despenelopeadero.

¿Cuál sería el momento en que perdí el camino?
Este maldito puerto aspira a los fuera de ruta, los chupa, los atrae.
Aquí vienen a dar los mercantes y los que no tienen pericia,
los barcos ciegos y averiados, los cargueros veloces
y los que están en riesgo de hundirse.
Aquí traen lo que arrancan a las profundidades de la tierra
para quemarlo aquí y aquí venderlo.
Traen las maderas de las selvas tropicales,
las pieles de leopardos y de tigres,
barbas de ballenas, cuernos de búfalos, colmillos de elefantes.
Traen loros por millares, loros mudos
que aprenderán a repetir “buenos días” en mil lenguas.
Traen plumas, olivas, mármoles, huesos,
hileras de contalners cargados de osamentas.
Aquí se reparte el producto del bestial saqueo,
se merca al furioso cocodrilo y a la leche despedazada en polvo.
¿Quién vende córneas, riñones, hígados, vísceras de niños?
También comercian órganos que traen desde Argentina.
Aquí he caído yo, entre la refinería y el hurto y la empresa empacadora,
en los ríos de monedas para los que ensucian y devastan montañas y valles, y
vacían el vientre de la tierra.
Todo es irse y ganar en este puerto maldito.
No hay putas, no hay fiesta, alcohol o música.
Algunos fuman marihuana
pero nadie ve saltar corderos rosas en sus imaginaciones, ni hay formas
sicodélicas, y a las niñas de doce años van a venderlas a otro lugar.

Yo no compro y no vendo. Lo mío es llegar.
Salí del desierto donde la luna brilla a diario,
donde el camello rumia
y el nopal echa la tuna, el higo de Barbarie.
Cargo en la bolsa una pequeña piedra con inscripciones romanas
que tomé de un templo en Cartago a modo de raiz,
para soportar por ella el largo,
interminable
vacío
del
mar.
Estoy lleno de la sed del desierto
y en mi pecho el estetoscopio escucha el rumor de la arena.
“Deje el cigarro ya”,
dice el medico de puerto.
Pero yo no fumo.
El galeno toma el silbido de arena por un ronquido de humo.

Este lugar podrá significar mi muerte.
¿Dónde está la brisa marina
o la fiesta que yo necesito para sobrevivir,
la carne regalándose por pocas monedas,
las chicas quitándose sus ropas
mientras menean resignadas sus caderas?
Respiro con dificultad.
Vuelve a pasar el tipo idiota y, tomándome por lo que no soy, me vuelve a
preguntar:
“¿eres la chica de Rotterdam?,
¿sabes a dónde ir?”
Tosere sangre si no encuentro dónde echarme un trago
y un cuerpo completo para soñar con el árbol y el huracán.

Porque aquí el árbol muere, el huracán se apacigua
y al humo o a la arena del pecho los matan con dos píldoras.
Aquí los trenes no traquetean
para evitar en todo el recuerdo de la cópula.
Aquí los canales desembocan en una estatua, monumento patrio,
que lleva al pie inscrita una letanía
ignorante de la falsedad de los héroes.
Todo se va.
¿Cómo puedo yo abandonarlo, si olvidé el camino y perdí mi barcó
¿Deberé tomar la ruta del beso y coger la cuerda que saca al ahogado del
pozo, para poder salir?
Empiezo:
tomo un muchacho de un país vecino, me vuelvo mujer, quiero engañarlo
para que me saque de aquí siquiera dos pasos.
El muchacho percibe mi treta y me regresa al pozo.
Yo me quedo tiritando sin el atavío, casi toso sangre,
me cubro.
Debo beber del beso, asir la cuerda del ahorcado,
amarrarla a mis puños, ignorar el poder de mis zapatos, y,
sin dormirme ni un segundo, obedecer al orden del sueño.
De aquí toda, sale muerto, embotellado, hecho plástico o gas,
convertido en depósito bancario,
carne empacada, abrigo de piel, zapatos de víbora,
lo cartera del cruel lagarto de Indias,
mesa tallada en madera preciosa.
Y los salvajes diamantes quedan empotrados
a los anillos de infames, sometidos compromisos.
¡Deberán olvidar la sombra, la pureza de la mina,
el silencio perfecto, la oscuridad!

Debo salir de aquí.
El licor del beso esta para mi negado,
y en seco la cuerda del ahorcado es hoja del acero que mata.
Anclado mi cuerpo en el fondo lodoso,
ahógome donde el agua y el aceite se mezclan.
Múerome lentamente.
No,
del todo:
no he memorizado la cartilla del cadáver.

Recuerdo:
marinero pericia desierto sol
mano – yo le di la mano –
le
boca yo.
Ven – fue lo que dije -,
porque no parecía ser trampa,
parecía no ser veneno,
si escogí un durazno, carne de melocotón fresco para el hambre de una noche,
eso,
inocente marinero pericia desierto sol risa llorarás.
También era yo un ángel y nadie podía realmente tocarme.
Tenía mi escudo y yelmo,
el camello esperándome y la risa siempre.
No tenía yo espalda que el traidor pudiera herir,
si yo era un ángel.

No olí el veneno, la raíz de la mandrágora.
No vi que él era el amo y el perro de la noche,
que yo sería el cuerno del toro herido por el hombre,
el flujo mortal del semen.
No vi que eras el Norte y el Sur,
un meridiano en cuerpo vivo.
No vi que no eras hombre.
No oí que en ti sonaba el tambor libre.
No recordé que fue tu continente quien conquistó al mío.
A mi territorio no lo venció la guerra:
fue aquello de África que España le traía
lo que lo rindió en buena lid.
Europa ha escrito nuestra historia mintiendo.

Si me hubieras mirado bien,
habrías sabido que tengo más sangre de los suyos que tú mismo.
Mira, soy mediterránea. Antes de nacer en el Nuevo Continente
vine del norte de África.
Traje la danza y los toques de santo a las Antillas,
donde, por un momento, fui india en la Encomienda,
el blanco me fecundó un hijo,
su niño sufrió los azotes del capataz y yo morí de tristeza.
En otros tiempos fui una esposa italiana.
El duque de Calabria me robó de Corfú, cegado por mi belleza.
Tuve diez criadas sólo para mí,
dos amas almidonando mis finos miriñaques y peinando mis trenzas.
Mamá, la negra, protegida por la noche,
al pie del balcón de mi palacio, me cantaba arrullos
y consolaba mis penas.

Soy más de tus tierras que tú mismo.
Tú escondes pasados en otras latitudes:
alguien rompe la tierra para entregar un trecho de ella al dominio del mar,
es el ensanchador de arroyos,
no teme llenar de lodo la pureza del agua,
no cambiar las formas que pensaron los dioses para dar armonía,
no comer con tierra el mar, ni abrir canales o tender puentes.
Al tuyo no lo sobrecoge el rugido de la ola gigante ni el rayo que cae.
Tienes al Cruzado en tus orígenes,
al que dibujó a Jerusalem soñándola cristiana,
al campésmo guerrero, al hugonote perseguido,
al despojador, al que abusó, al que engañó,
y al que habitó en la aldea pequeña y fue probo
y se ganó el pan con el sudor de la frente.
Pero tal vez Aníbal engendró el primero de tu estirpe.

Europa nos saqueó y nos pobló con hijos abandonados
África vacio en nosotros sus tesoros,
esperando otros de vuelta que no le dimos.
A cambio matamos a sus hijos rebeldes,
no dejamos en mi ciudad ninguno.
En ti ese continente, harto, cobró también contra mí venganza,
oyéndole a tu nombre lo que tiene de tambor, al repetirse.
Lo oigo también yo.

Naciste de los pies a la cabeza,
como el árbol creciste.
No fue la placenta quien te alimentó.
Eres del manantial, todo del ojo de agua,
Venuso sobre la espuma del océano.
En ti el agua se hizo carne.

Hueles al mullido salón y al café bien hecho,
al guiso y sus especias,
al brote nuevo en el árbol,
al nido abandonado del faisán, a las setas,
a la cereza y al vestido recién limpio,
tallado a dos manos sobre la piedra, con lavanda y menta.
Hueles a lo que ha llegado nuevo,
a lo que aparece cargando una anciana memoria,
a lo raído, a lo que están a punto de tejer las Parcas.

Eres dos y tu nombre lo repite,
dos que no están peleados y te bastas.
Mi nombre es casto, en cambio,
necesito oído y voz para serme.
Soy lo incompleto,
lo partido a la mitad.
Soy la miembro arrancada de su cuerpo,
Eva de mi propia costilla.

Envidio al árbol que envidió Darío,
porque no tiene sangre y siente y no menstrúa y no copula;
porque sus raíces lo amarran a la tierra;
porque no se tala solo;
porque no es un trozo de carne imbécil;
porque no tiene ojos para verte, ni olfato para percibirte,
ni vulva.

Todo empezó cuando me tocaste.
¿No habló entonces también contigo Ares?
¿No escuchaste el palpitar amenazante del átomo,
el tronar de los rayos malignos del sol al quebrar la aurora,
la avispa del reloj,
el cencerro de la muerte?
En mal momento cedí a la tentación de tu abrazo.
Tú fuiste hecho para cosechar la luz,
para gozar del sol y procurarlo.
Aún en las noches amansas la estrella entre las sábanas.
Eres la clueca que pone el color sobre las páginas.
Yo era un ángel del desierto.
En tus brazós quebré mis alas,
dejé salir al bicho derni aliento,
aquel soplo de queratina con que un día me hizo Dios.
Crucé las puertas del inframundo,
sin conocer las señas del barquero, o las del can.
Me despeñé hacia este bajío helado y aceitoso.
Desconocía tus poderes
e ignoraba los míos y su sentencia:
buscaban
traidores
clavarme en la pica del amor.

Antes
fui la maga que vino de las costas del lago boliviano.
También fui el curandero que te sacó de la muerte.
Busqué ser tu verdugo, suplicando que muriendo fueras mío.
Levanté un castillo para ti y amurallé el bosque,
para que nadie más te viera.
Te encerré en la torre, cautivo.
Giré dos veces la llave en el ojo de la puerta,
y debí cegar mis otros dos ojos para no conocer tu belleza.
Entonces fui yo tu esclava, quise cumplir tus caprichos,
pero tú me vetaste, me velaste, me vedaste.
No me diste una orden siquiera.
Sabías de la torre y del muro y del castillo
y fingiste ser ciego.
Te hiciste el animal que gime de hambre en las noches de luna.
Mientras me devorabas guardaste silencio.
Fui la carne nueva para el apetito del tigre,
fui carne podrida para el zopilote y la hiena.
Fui la Doce Vaginas. Tuve poderes amatorios.
También fui un cuerpo entero de mujer,
con dos pechos, dos brazos y un par de piernas,
y tuve espalda
y la heriste.
El agua se volvió a convertir en vino.
Tú otra vez brotaste del mar.
Yo, la rota, me hice carne.

Para mi corazón
fui el golpe, el bofetón del león,
el mordizco del orangután exasperado.
Los huesos se hicieron polvo ante mis ojos.
Llevé la destrucción, hice la guerra.
Todo en el instante mismo en que no remedábamos al amor:
lo hacíamos,
era el hijo común que acunábamos en los brazos,
era nuestro bebé, el engendro de tu semen y del mío.
Eras tú el hueso de mi carne, el agua fresca,
la paz y el orden.

Al despertar ahí estabas.
Dormías como si tu corazón fuera Inocente del crimen cometido.
Quise preguntarte:
“¿no escuchaste tú el llamado de la cólera?,
¿no habló contigo el ebrio Ares?”
Pero tú dormías y mi nave empezaba a zarpar
hacia el puerto que he descrito,
sin que yo pudiera controlarla.
No te dije más.
Perdí el Perú, y su oro imaginario,
perdí a Túnez y a su espada, perdí Estambul, el Ecuador, el Amazonas,
el Nilo y Babilonia.
Perdí la cara viva de la Tierra.
Vine a dar aquí.
El toro murió sin gestar a Minos.
Ganó esta vez Europa.
No preguntó Cadmio a las Pitonisas dónde encontrarla,
ni siguió a la vaca del rey Pelagon, hasta que cayó agotada donde él
fundara Tebas.
La luna, el pozo, el ala,
el menstruo y la roca devinieron inútiles.
Una tras otra las ciudades se hincaron
y los ejércitos dejaron a sus hombres comer carne de sus propios lo hijos.

Los rateros reparten el botín de la infamia.
Nada tengo sino la arena que en mi pecho silba,
anunciando una muerte que tampoco tendré.
No hay un triste bar para tomar un trago.
Nadie se quita la ropa buscando aligerar tristezas.
Vago,
que mas puedo hacer, he caído en el puerto, miserable.
El bosque de containers reemplaza a las flores y a las ramas.
Se merca el vino,
el dinero se guarda,
y atrás de negros velos alguien cuchicheando reza.
Los cuerpos son vísceras tronchadas como los árboles leña, cerillos, tablones y
sillas.
Todo se va, a todo le es dado irse.
Lo mio es llegar.

 

Filo de luz

Filo de luz,
fruta abierta que a la noche
vuelves fuego
y que a la llama cambias en fresco sentido:
llego a buscar tu aliento:
más sedienta:
pozo de amor que me asombras,
cántaro de día.

*

Tu cuerpo pulsado por sí mismo
es en mis oídos viento claro y fresco,
sonido límpido del cobre y del aliento:

eres tus labios rezumantes de lima,
eres tus ojos recubiertos de bruma,
eres tu mano fina ciñéndose cierva:

porque en ti anida el mar, eres su guía,
y de ti la más torpe raíz bebe su espina:

porque tú eres el viento
y eres también la boca virgen
que muchos metros ocultan.

 

Ser el esclavo que perdió su cuerpo

El fuego,
otra vez fuego,
el fuego junto a la lumbre,
en el piso,
subiendo por los sillones,
cruzando las ventanas,
y tras él el fuego,
solamente el fuego.

El fuego otra vez,
¿No lo ven?
¡No lo ven! Es el fuego.
Les parezco una mujer sentada.

Quiero vestirme.
La ropa interior que yo traía puesta, abrió sus tejidos,
los venció el calor,
la blusa abrió sus tejidos,
vencida también,
la falda cedió sus hilos,
ardiendo los dejó caer…

Quiero vestirme.

El fuego. No tengo más que el fuego:
Soy la desnuda, la que no tiene encantos.

Quiero vestirme.

Quemo mis vestidos.
Mil cabellos están vencidos también por el calor,
mis pestañas, mis ojos;
mi saliva, un día intacta,
también te espera rendida, vencida, humillada,
doblada, hincada,
herida como el vapor,
como el vapor aislada,
ahogada en tu espera.

Quiero vestirme.
No hay animal con el que pueda compararme,
desnuda estoy como el ganso o el lirio,
no hay planta con la que pueda compararme,
quemada estoy, quemándome,
impaciente,
interminablemente.

¡Que me ayuden los asnos!
¡Que acudan a mi ayuda
los cerdos o las garzas,
los ruiseñores o las cañas de azúcar!
¡Nada puede ayudarme!
¡Vencida estoy por ti,
por ti fui por mí abandonada!

 

Hierba

Allá va la hierba que creció sin tocar tierra.
Va la que no conoció el lodo ni el seco craquelar sin lluvia.
Pasa en flor,
sobre la ráfaga.
Pasa silbante.
Blandida o aventada como arma o herramienta.
No sabe pesar porque nunca ha pesado.
Al volar no duerme ni descansa.
Hierba sin nombre, hierba perra, hierba palabra del mono que en la noche grita
articulando sin gramática.
Hierba oliendo a carne,
nacida al roce de una piel insomne con otra que no sabía conciliar el sueño,
las de esos dos entrando donde rige la razón incuerda con los ojos abiertos,
ignorando el rito tajante del sueño que divide a lo real en dos trozos.
Un paso los traía o los llevaba a la locura, no los quemaba la frontera.

Perdían el piso sin saltar, distrayéndose volaban,
sus huesos desconocían el gravitar de la piedra.
Hierba que repudia al rocío, que no obedece al sol,
hierba sin rumbo,
nació crecida, arrancada; su flor lleva en trozos diminutos
el fúnebre color que en Cuaresma cubre el rostro y la llaga de Cristo, es luto destazado.
Va la hierba, como si no tuviera cuerpo, en el lomo del viento.
Tose.
Allá va, miente, nunca aprendió a pisar, firme firmeza,
desnuda, acostada, la siempremuerta.
No hubo semillas en su árbol genealógico.
Nació entre cuatro paredes, donde el hombre cubría su miembro
con vísceras de gato y usaba a los vientres hasta reventarlos,
sellando con incansable gozo su infertilidad.
Apenas mira el rostro que lo ama.

La hierba nació donde la sangre animal y la menstrual se vaciaban
en el mismo vaso, y el semen era desordenadas sílabas
gritando revueltas en la boca de la hembra.
Como el moho en el rincón inmundo,
así la nunca pegada ni adherida nació entre el vientre de él y el de ella, a golpes,
sin el rito que bendice el amor, hurtada al jadeo, robada al llanto, irreverente
humo sacrificial sin ofrenda, sacado con el carbón ardiente
y la ausencia de El Cordero o de El Hijo.
El cuchillo la encontró sin tocar la carne.
Es brote de puñal, vástago de la boca entreabierta por la que entra
o sale el suspirar agitado, rasposo y anómalo de la noche.
Atrás de ella sólo se escucha la bala,
de mosquete, la espuela raspar la losa.
Un grito pidiendo misericordia.
Ella es la ruidosa respiración de un cuerpo que se pierde en el laberinto a voluntad
para que lo devore el mitad animal, mitad ángel y hombre que ahí reina,
llamado con las letras del incrédulo,
que besa como si comiera y hablara a un tiempo,
en besos de verbo,
el encajando-encajado,
el ladrón-hurtado, –
el esclavo-tirano,
el perro amo,
el hacha, galletita, caramelo, guillotina, horca y abrazo,
el desconcierto,
el veneno adictivo,
el rayo de luz asesina,
el todo párpado (cierras, abres),
el lumbre,
el hielo,
el dolor.
“Sombra, iluminación, doble, inconfiable.
Ciego, visible, duda, negación, vista:
Entierras mil veces el cuerpo sobre el que insistes en acostarte,
lápida móvil que repites incansable el enterramiento, sepultas con tu forma,
revestido de lo que llamas con tres sonidos forasteros emulando al amor.
Manto de suave fibra.
Ráfaga, rayo,
descanso, vuelo.

Caes mientras te habla el ciervo que has cazado, vencedor vencido,
cazador apresado,
gángster de la metralla despojando al corazón del cálido pecho.
Pum-pum (hace él ahora, a solas, canto del gallo huérfano del amanecer,
colorado músculo, manco, si n0 sería tuerto: desearía ahorcarse
con sus leales venas).
¿No Podrías dejar la garra y la pezuña, acceder a la tentación del labio
que cuatro veces repetido en un solo cuerpo, más sus dobleces,
te habla, pide, te suplica, lo reconcilies con el término Amor?
¿Terminar la ceguera?
¿Traer al gozo la dicha, la paz, la risa?
¿Restaurar la gramática?
¿Arrebatarle la lengua al insensato mico que no comprende la selva?
¿Dar a la hierba un trecho de tierra que habitar junto al pozo?
¿Provocar la llegada de la lluvia?
Una frase más del beso hablante.
Desnudo vistes la manta sin la que hoy muero de frío, al Sur, en la tierra del calor.”
Allá va la hierba de que hablaba.
Apareció cerca de las sábanas que aceptaron la caligrafía de tinta sangre, dejando que la borrara para siempre el tonto jabón y el agua,
sin suspirar una de las cien merecidas veces por la pérdida del dibujo
del amor que trazaron con tanto empeño los torsos.
Ahí apareció, la hierba. El viento la adoptó viéndola sin dónde sostenerse, y yo la nombro,
leal a su paso.
Salió entre tu piel y la mía,
entre mi vagina y el esqueleto de acero del edificio donde habita el amor.
Nació robándome el alma. La encarna en clorofila y fibras,
alma sin cuerpo volando en la frágil ráfaga.

Biografía:

Carmen Boullosa. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad Autónoma de México. Trabajó en el Colegio de México como redactora del Diccionario del Español de México y fundó una imprenta privada llamada Taller Editorial Tres Sirenas. Fue propietaria y dirigió el Teatro-Bar El Cuervo, lugar de reunión de la intelectualidad. Ha sido profesora invitada o visitante en varias universidades americanas y en La Sorbona, y vive en Nueva York. Ha recibido numerosos premios, destacando en España, el Café Gijón en el año 2008.

Es autora de cuentos infantiles, novelas, poemas y obras de teatro.

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