Poesía de Perú
Poemas de Carlos López Degregori
Carlos Alberto López Degregori, poeta peruano nacido en Lima en 1952, deslumbra con una poesía que trasciende las convenciones de su tiempo. Desde sus primeros versos, López Degregori ha desafiado las normas establecidas, forjando un camino literario que se aparta de lo convencional.
Criado en Collique, una zona rural de Lima, y educado en La Inmaculada, López Degregori encontró su verdadera pasión en la literatura durante sus años universitarios en San Marcos y posteriormente en la Universidad Javeriana de Bogotá. Su poesía, desde su primer libro “Un buen día“, publicado bajo el sello de La Sagrada Familia, revela una voz única y original.
A lo largo de su carrera, López Degregori ha cautivado a críticos y lectores con obras como “Una casa en la sombra“, “Flama y respiración” y “La espalda es frontera“. Su poética se ha descrito como “radicalmente original” y como un “universo cerrado y autosuficiente”.
Además de su prolífica producción literaria, López Degregori ha participado en numerosos eventos literarios a nivel internacional, consolidando su posición como una figura destacada en la escena poética contemporánea. Actualmente, se desempeña como profesor universitario en la Universidad de Lima, donde comparte su pasión por la literatura con nuevas generaciones de escritores.
Con una trayectoria que abarca décadas, Carlos López Degregori ha dejado una marca indeleble en la poesía peruana y latinoamericana. Su obra, reunida en el monumental “Lejos de todas partes (1978-2018)“, es un testimonio del poder transformador de la palabra poética.
Un granizo muy blanco
He debido esperar muchos años para que al fin
me recibieras.
Probé todos los filtros. Me hice de cajas de cuerda,
flores, talismanes
que dejaba en tu casa sin que lo notaras.
Recuérdame corriendo el picaporte.
Oculto entre los árboles enanos y rojos
que dan vueltas al jardín
o en el clavo que sostiene una fotografía
sin rastros de sonrisa.
Escúchame en la nota fatal de una mano
con las uñas comidas
que hace retroceder al piano,
en las palabras que trizan tus gafas y vuelan
el pañuelo.
Que el vino esté dispuesto y la comida caliente.
Los cubiertos vivos como gatos.
El reloj será un canario y el canario un ratón
y el ratón una trampa
o una jaula de música.
Bailaremos.
Crecerán brasas en el baño, en el armario,
en la cocina.
Caminarán autómatas los trajes.
Y cuando por la mañana tenga que marcharme
y escuches dormida el picaporte
un granizo muy blanco irá cayendo
un granizo muy blanco hasta cubrirlo todo.
La cita
Mañana se cumplirá otro año y no la encontrarás.
No acudirá puntual a esta plaza-de-lima vestida
de astillas multicolores y de trapos.
Preguntarás por ella inútilmente. Nada sabrán
los niños, los vendedores de plomo estrellas
amuletos, los mendigos, el mono
y el palo verde de la suerte del organillero.
La buscarás en 1994 en la luz rosada de las cárceles,
en los camales, en los fantasmas y olores
de cada dormitorio.
Enviarás miles de cartas.
Llamarás con una lengua marchita a todos
los teléfonos.
Pasará 1995
y nadie te habrá visto.
Ninguno recordará tu nombre, las marcas terribles
o perfectas de tu rostro,
si te parecías a una santa,
a una corza,
a un rabel,
si volabas gallinazos.
Y nadie podrá ya decir si cuando reías se incendiaba
una vara de membrillo, si eras hermosa
o jorobada.
Llegará 1996 con un perro baldado.
Aparecerá un nuevo cometa en 1997 y despertarán
en sí pared los edificios.
En 1998 nacerán flores siamesas.
Y cuando termine 1999 y sólo llueva querosene
acudirás puntual
a esta plaza-de-lima otra vez
y entonces puede que la encuentres
pero ya será tarde.
Tres manzanas
Y por qué se llamaría así este poema
Se llamará porque hay una manzana
Y por una sola vez el cuarto se abrió
Coincidiendo el cuerpo con la fruta
Manzana próxima
excitada
Irrumpiendo como un destino
0 un tatuaje
Fruto con fruto hasta tres
Mientras perdía atónito una de mis manos
No creas ciencia
amor
No hay lecho más cruento ni real
Sabiduría que ahora devoramos
Qué puede en el límite uno conceder
Nada
Tres manzanas
Y un poema un muñón de nuevo una manzana
Donde el tren se llama nieve
Llámenosla novia o nieve cuando falte al hotel: detengan en la cama las sábanas su curso, tiemble la lámpara, salte de rasguños la cortina.
Que en la calle arda un perro.
Que todas las esquinas y las luces escuálidas den a un taxi escarnecido Que el taxi viaje leguas, plazas, mentidos horizontes y llegue al fin t una estación donde aguarde solo un tren escarnecido.
Pensemos que es un tren que viaja al cielo o a la novia o a la nieve. Abordémoslo. Perdámonos en el humo, en el frío, en los escondites que colman los vagones. Apoyemos los labios en el cristal helado y besémonos:
igual que a un mal espejo,
igual que a una pasajera atada a los rieles en un túnel.
Llámenosla nieve o pasajera.
Recojámosla.
Abriguémosla. Démosle maíz en su boca celeste. Contémosle historias con héroes, lobos blancos y el más feliz de los finales.
Creamos que deben ser ciertas las historias y bajémonos con ella en la siguiente estación donde el tren se detiene un momento a respirar.
Pero no será verdad y en la estación arderá otra vez un perro y nos estará aguardando un taxi con la puerta abierta
escarnecida.
Los lugares prohibidos
El horno
porque allí guardan los zapatos de mi padre.
La cama
porque hay duendes debajo
y han cavado una mina
sólo para extraer respiración.
Con el sol hallaba sus restos, sus guijarros
y aprendí que el placer
y la arena son metáforas.
Un guisado de coles que mi hermana envenenó.
El caballo devastado
sus relinchos y galope sin región
bajando con furia por la acequia.
Todo un año no escuché
leía El Tesoro de la Juventud
me masturbaba
como se riega la curiosidad
o lo invisible.
Siniestra
una caja de cristal
que todavía conservo.
Una impecable educación.
El cabello de mi prima Lucía
tres noches durmiendo una manzana
para hechizar a quién.
Las ciento ochenta perlas del collar de mi madre.
Las tijeras de Ramiro el peluquero.
El pozo
el siervo
el sapo.
Demasiado tiempo para escribir pocos poemas
para ser esencial:
La poesía abusa del más fuerte.
Caja romana
Me trajeron de Roma una caja vacía.
Para que encierres milagros, me dijeron, camaleones
quizás te ayuden a cambiar
porque deben ustedes saber que siempre he sido cruel
y desertor y anodino.
Pesaba.
La cerradura era de sangre. Las esquinas reforzadas de perfecto
metal.
Y no tenía fondo: paredes interminables oscurecidas de saliva,
respiración, murmullos entrecortados
pero de quién.
No la abras, me ordenaron.
Conténtate con mirar por el ojo marchito.
Ocúltala si quieres. Húndela como un sacrificio postrero
en el perdido lamentable mar.
Siempre la contemplo. Extiendo mi mano y simulo
una caricia:
entonces me precipito vencido
y espero temblando un nuevo día.
Hasta que me canse cartero y deba partir a medianoche
continuaré guardando cajas
pero de quién.
COMO EL MÁS LARGO Y SOLO CAMINO
Hay algo perverso en esta inexactitud:
tengo dos corazones
y hoy entregaron su primera sangre.
Los extendí. Los miré a contraluz.
Les daba vueltas como a dos cajas imposibles de abrir
y que no sabemos qué contienen
o como a dos pájaros
a los que debemos extraerles la espina que los atraviesa.
Quise ofrecerles aire y agua pero no tenían boca.
Quise explicarles lo que no puede explicarse.
Quise besarlos
y ellos se revolvían como dos imanes enloquecidos.
Tengo dos corazones
y hoy salieron por mi espalda
abriendo la carne como un remordimiento
o una revocación.
Yo los vi perderse abrazados entre la niebla
y los charcos fosforescentes de la calle
sin darse la vuelta para mirarme:
dejaban un reguero de sangre
como el más largo
y solo camino
para llegar a todo.
CAZAR TRUENOS
voy a cazar Truenos:
las trampas son para los machos y los lazos para las hembras:
voy a retorcer su carne encendida
excavaré el aire para encontrarlos
las paredes dentadas de las montañas:
aún no sé lo que es cazar
y si me pidieras que te explicara por qué debo buscarlos
te diría que ellos son el cumplimiento de mi pérdida:
adiós: besa el espacio ausente de mi brazo
y déjame tu insensibilidad:
ella es como los Truenos o la música de los huesos:
deséame Truenos ballena
y mórbidos Truenos de marfil
Truenos madre con sus lucinados Truenos hijos:
concédeme el frío amanecer
y la misericordia de los arpones
UNOS GUANTES DE CABRITILLA
I
Dejaron una mano en la puerta de mi casa
enroscada en una cesta
entre vendas y sedas.
Era una mano de gruesa arboladura
acostumbrada seguramente a realizar todos los trabajos,
pero intensa a la vez,
alargada
y con una extraña luz que irradiaba
desde algún punto invisible de los nervios
o los huesos.
Me la probé
y se ajustó perfectamente a mi antebrazo
como un guante de cabritilla
o una extremidad
que se ensimisma en un muñón
que ha estado siempre aguardándola.
II
Todos esperamos que algo nos suceda:
un viento de garfios,
un amor confundido de sangre y de cartílagos,
un tesoro del valor exacto de nuestro miedo
o nuestra insensibilidad:
en esa espera transcurrimos
y si tenemos suerte algo definitivo puede sucedernos.
A mí me ha ocurrido esta mano.
No es, por supuesto, un hecho grandioso,
es sencillamente un principio de equilibrio
o de sustitución:
una mano que realiza con mi mano
lo único que puede
y debe hacer.
III
Empecé
o empezó a trabajar con los carbones,
a llenar con una fervorosa caligrafía
el aire y las paredes de mi casa.
No sé de dónde brotaba el impulso que la movía
si de mí
o de un lugar anterior,
ausente
pero de una voluntad incalculable.
Trazaba siempre un animal de vieja piel acorazada,
la carne invadida de bulbos y rugosidades,
un cuerno en la frente para embestir la luz
y muchos cuernos hijos
como espinas atravesadas en el lomo,
los cascos de tres dedos
apenas posados en el suelo
porque cada paso dolía infinitamente,
los ojos densos,
de redonda paciencia
como los tuyos.
IV
Todos esperamos que algo nos suceda
y a mí
solo me ha ocurrido esta mano.
Cuando comenzaba el siglo XVI,
Manuel I recibió un rinoceronte de la India.
Después de deslumbrar a toda la corte de Lisboa
quiso enviarlo al Papa León X
como una seña de espléndida imposibilidad.
En la travesía a Roma el navío naufragó
y el monstruo que viajaba cruzado de cadenas
pereció ahogado.
En 1515, a partir de la sola descripción de un testigo,
dibujaste a la criatura:
no lo hiciste para fijar una bestia desconocida
sino para reconocerte a ti mismo
como un animal de alivio.
Pintaste lo que nunca habías visto:
reuniste en un punto umbrío
tu ceguera
y la vertiginosa inseguridad de las representaciones:
y lo hiciste con una mano desorbitada,
sin ojos que la guiaran,
neumática y autómata,
extraviada en los dedos vacíos de dios.
V
Durante años, con una decisión enfermiza,
he contemplado tus autorretratos.
Hay uno frontal de 1500 en el que te muestras como Cristo:
los ojos enigmáticos
y desafiantes
alejan al que osa acercarse,
la mano derecha cierra con energía la pelliza
porque necesita ocultar algo.
La izquierda es una mano ausente
y reposa, si acaso existe,
fuera del cuadro
en el vacío que traza la horizontal.
En el retrato de 1498, el cuerpo radiante
y vestido de blanco
aparece dolorosamente girado sobre sí mismo
y tiene mi contextura:
el personaje oculta sus manos
en unos guantes de cabritilla:
solo yo sé qué hay debajo de ellos.
- Enrique Moro
- Aloysius Bertrand
- María Eugenia Caseiro
- Rolando Sánchez Mejías
- Julio Flórez
- Jorge Humberto Chávez
- Andrés Unger
- Richard Wright
- Ruth Toledano
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