Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Baldomero Fernández Moreno

Baldomero Fernández Moreno (Buenos Aires, 15 de noviembre de 1886 − Ib., 7 de junio de 1950) fue un poeta y médico rural argentino, académico de número de la Academia Argentina de Letras. Su poesía, universal y hondamente nacional al mismo tiempo, ha inmortalizado la estética de los barrios porteños y la cálida placidez de las provincias y sus características rurales. Fue llamado «el poeta caminante» con rasgos de flâneur, figura que recorre la ciudad poetizando.

Su poema más recordado es «Setenta balcones y ninguna flor». Se destacan también «Una estrella», «El poeta y la calle», «Soneto de tus vísceras» y «La vaca muerta», y sus libros de poemas Versos de Negrita, Intermedio provinciano y Ciudad.

En el frente sur del Obelisco de Buenos Aires, se encuentra inscripto el soneto que dedicó a este reconocido símbolo de la ciudad y del país.

Penumbra

Nunca podrás ver nada claramente:
todo es zarzal, espinas y maraña.
En vano gastarás toda tu maña
contra el dorado pájaro latente.

Errado el tiro, vuelves bruscamente
el arma hacia otro lado, mas te engaña
la jugada de sol que el árbol baña.
Te vuelves loco y lloras tristemente.

Todo del tonel sale de la vida
tosco, deforme y dando tropezones.
Dejas pasar los años y su herida,

y cuando quieras darte explicaciones
ni te sirvió la espuela ni la brida:
un pétalo fue más que tus razones.

Adiós

Adiós la casa blanca que albergó un año entero
entre sus cuatro muros el amor verdadero.

Adiós campos extensos, polvorientos caminos.
Adiós los pobres ranchos de los pobres vecinos.

Adiós los trigos de oro, adiós verdes maizales,
las refinadas hierbas, los bravos pajonales…

Adiós toros y vacas, adiós caballos, yeguas…
El tren nos va a llevar a muchísimas leguas.

Sé que soy un ingrato, casa mía, al dejarte.
La paz que hube en tu seno no la habré en otra parte.

Más regalada mesa no la tendré en mi vida,
ni en noche más oscura la cama más mullida.

En vano me sonríe, tímida, la Esperanza.
La angustia que me oprime, ¡oh, casa!, es tu venganza.

Amantes

Ved en sombras el cuarto, y en el lecho
desnudos, sonrosados, rozagantes,
el nudo vivo de los dos amantes
boca con boca y pecho contra pecho.

Se hace más apretado el nudo estrecho,
bailotean los dedos delirantes,
suspéndese el aliento unos instantes…
y he aquí el nudo sexual deshecho.

Un desorden de sábanas y almohadas,
dos pálidas cabezas despeinadas,
una suelta palabra indiferente,

un poco de hambre, un poco de tristeza,
un infantil deseo de pureza
y un vago olor cualquiera en el ambiente.

Aromas

Cuando regreso a casa no me lavo las manos
si es que he estado contigo un instante no más,
el aroma retengo que tú dejas en ellas
como una joya vaga o una flor ideal.

Por aquí huelo a rosas y por allá a jazmines,
alientos de tus ropas, auras de tu beldad,
aproximo una silla y me siento a la mesa
y sabe a ti y a trigo el bocado de pan.

Y todo el mundo ignora por qué huelo mis manos
o las miro a menudo con tanta suavidad,
o las alzo a la luna bajo las arboledas
como si fueran dignas de hundirse en tu cristal.

Y así hasta media noche cuando vuelvo rendido
pegado a las fachadas y me voy a acostar,
entonces tengo envidia del agua que las lava
y que, con tu perfume, da un suspiro y se va.

Contemplación del beso

Debe el beso venir desde la hondura
de una cabeza baja y atraída
en la penumbra gris desvanecida
mientras un viento vuele de frescura.

Boca entreabierta, elástica, madura,
que en el atardecer se haga una herida.
Toda ella roja de profunda vida
con un signo mortal: la dentadura.

Verlo avanzar después muy lentamente
como un ascua encendida o roja estrella
y detenerlo, ay, súbitamente.

Contemplarlo en deliquio y miel de abella,
huir la boca por rozar la frente
y a ella volver para morir en ella.

Ausencia

Es menester que vengas,
mi vida, con tu ausencia, se ha deshecho,
y torno a ser el hombre abandonado
que antaño fui, mujer, y tengo miedo.

¡Qué sabia dirección la de tus manos!
¡Qué alta luz la de tus ojos negros!
Trabajar a tu lado, ¡qué alegría!;
descansar a tu lado, ¡qué sosiego!

Desde que tú no estás no sé cómo andan
las horas de comer y las del sueño,
siempre de mal humor y fatigado,
ni abro los libros ya, ni escribo versos.

Algunas estrofillas se me ocurren
e indiferente, al aire las entrego.
Nadie cambia mi pluma si está vieja
ni pone tinta fresca en el tintero,
un polvillo sutil cubre los muebles
y el agua se ha podrido en los floreros.

No tienen para mí ningún encanto
a no ser los marchitos del recuerdo,
los amables rincones de la casa,
y ni salgo al jardín, ni voy al huerto.
Y eso que una violenta Primavera
ha encendido las rosas en los cercos
y ha puesto tantas hojas en los árboles
que encontrarías el jardín pequeño.

Hay lilas de suavísimos matices
y pensamientos de hondo terciopelo,
pero yo paso al lado de las flores
caída la cabeza sobre el pecho,
que hasta las flores me parecen ásperas
acostumbrado a acariciar tu cuerpo.

Me consumo de amor inútilmente
en el antiguo, torneado lecho,
en vano estiro mis delgados brazos,
tan sólo estrujo sombras en mis dedos…

Es menester que vengas;
mi vida, con tu ausencia, se ha deshecho.
Ya sabes que sin ti no valgo nada,
que soy como una viña por el suelo,
¡álzame dulcemente con tus manos
y brillarán al sol racimos nuevos.

Dalmira

Tu nombre es terso, claro, deslumbrante,
como la hoja desnuda de una espada.
En el aire se aguza como el aire
y en el agua se estría como el agua.

Para ser suspirado entre palmeras,
al fondo del harén, a una sultana,
entre un rebaño pálido de eunucos
y el brillo corvo de las cimitarras.

Palabras

Me borré el doctor
hace mucho tiempo.

Borré la inicial
de mi nombre feo.

No quiero ser nada
ni malo ni bueno.

Un pájaro pardo
perdido en el viento.

Soneto

Ya ves que no te suelto, que me ato
a tu recuerdo rubio y vaporoso,
fugitivo en la calle y silencioso,
yo, que era poderío y arrebato.

Me estiro lo que puedo; dudo y trato
de asir tu traje, por ser tuyo, hermoso;
ceñido siempre y a la vez pomposo,
tentación por aquí y allí recato.

Mírame en un café de esta plazuela
en que el tránsito al sol crepita y arde
y en la que todo, hasta un tranvía, vuela.

Pienso en ti, en tus ojos, en tu tarde…
Y me quisiera henchir como una vela
y me refugio en mi interior, cobarde.