Poesía de Colombia
Poemas de Aurelio Martínez Mutis
Aurelio Martínez Mutis (Bucaramanga, Colombia; 9 de abril de 1884 – París, Francia; 23 de octubre de 1954) emerge como un destacado poeta y escritor colombiano, dejando una huella perdurable en la literatura de su país. Su legado literario ha sido reconocido no solo por su maestría poética, sino también por su profunda influencia en la escena artística colombiana.
Nacido en 1884 en Bucaramanga, Martínez Mutis se embarcó en una travesía intelectual que lo llevó a estudiar pedagogía en Chile, marcando el inicio de una carrera literaria que lo catapultaría a la prominencia. Su genio creativo fue celebrado en 1912, cuando la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias y Artes le otorgó un prestigioso premio, un reconocimiento que resonó tanto en Chile como en Colombia.
Entre las obras magistrales de Martínez Mutis se encuentran “La epopeya del cóndor“, una narrativa poética que explora la majestuosidad de esta emblemática ave, así como “La epopeya de la espiga” y “La esfera conquistada“. A través de estas obras, el autor teje una rica tapestry literaria, fusionando la poesía con la exploración de temas trascendentales y la conquista de la esfera del conocimiento.
Martínez Mutis, con su pluma magistral, ha dejado un legado que trasciende fronteras y generaciones, consolidándolo como uno de los pilares de la literatura colombiana. Su capacidad para expresar la belleza en palabras y explorar temas universales perdura, asegurando que su contribución al panorama literario siga inspirando a los amantes de la poesía en todo el mundo.
Después de la despedida
El momento llegó de la partida.
Es hora ya de que el viajero ande.
Lloras y eres más bella entristecida:
yo estoy triste también, y amo mi herida
pues sé que es el dolor lo único grande
que hay en medio del barro de la vida.
Estamos juntos, sin decirnos nada.
Tu amor perfuma, mi pasión florece;
tiembla el llanto encendido en tu mirada,
pálida sombra en tus ojeras viste.
Lloras; y en tanto que el silencio crece,
yo me pongo a mirar cómo anochece
¡en tu mirada luminosa y triste…!
La calle, el libro, el oro del poniente
te hablarán al oído del ausente.
Oye: fija los ojos en la altura;
y mientras yo por el erial me pierdo,
sé buena, humilde y pura,
y calienta el jardín de tu ternura
¡con el rayo del sol de mi recuerdo!
Así te dije. Al fin llegóse el día
de marchar. La mañana estaba fría,
trivial e indiferente.
Las campanas sonaban.
Era el día de Ceniza. Lentamente
iban los transeúntes, y llevaban
la cruz de plomo en lo alto de la frente.
Nosotros con el rito no cumplimos
pues la ceniza en nuestro ser ya estaba.
Casi serenos, la piqueta oímos
que hora por hora en le olvido excava:
¿Qué importa una existencia que es mentira?
se agranda el sol cuando la tarde expira…
¡como el amor cuando el placer se acaba!
Juntas las manos en estrecho nudo,
te di el último beso, largo y mudo,
que fue como un sarcasmo de la suerte:
pues él me pareció, ya enlutecido
por la ausencia, a la hora de perderte,
¡un banquete de púrpura servido
en la misma antesala de la muerte!
Maldije, como farsa y como escoria,
nombre y esfuerzo, juventud y gloria,
nulos ante este idilio hecho pedazos…
Y dándote el adiós de despedida,
crucifiqué los sueños de mi vida
sobre la cruz de mármol de tus brazos.
Morada al sur
En las noches mestizas que subían de la hierba,
jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,
estremecían la tierra con su casco de bronce.
Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.
Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo.
La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles.
(Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas,
sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura).
Miraba el paisaje, sus ojos verdes, cándidos.
Una vaca sola, llena de grandes manchas,
revolcada en la noche de luna, cuando la luna sesga,
es como el pájaro toche en la rama, “llamita”,
“manzana de miel”.
Amo la noche
No la noche que arrullan las ramas
y balsámica con olor de manzanas,
con el efluvio de la flor del naranjo;
oh, no la noche campesina
de piel húmeda y tibia y sana;
no la noche de Tirso Jiménez
que canta canciones de espigas
y muchachas doradas entre espigas;
no la noche de Max Caparroja,
en el valle de la estrella más sola
cuando un viento malo sopla sobre las granjas
entre ráfagas de palomas moradas;
no la noche que lame las yerbas;
no la noche de brisa larga,
hojas secas que nunca caen,
y el engaño de las últimas ramas
rumiando un mar de lejanos relámpagos;
no la noche de las aguas melódicas
volteando las hablas de la aldea;
no la noche de musgo y del suave
regazo de hierbas tibias de una mozuela;
yo amo la noche de las ciudades.
Yo amo la noche que se embelesa
en su danza de luces mágicas,
y no se acuerda de los silencios
vegetales que roen los insectos;
yo amo la noche de los cristales
en la que apenas se oye si agita
el corazón sus alas azules;
y no es la noche sin cantares
la que amo yo, la noche tácita
que habla en los bosques en voz baja,
o entra a las aldeas y mata.
Yo amo la noche sin estrellas
altas; la noche en que la brumosa
ciudad cruzada de cordajes,
me es una grande, dócil guitarra.
Allí donde dulcemente respira
un perfil cercano y distante
al que canto entre sus espejos,
sus sedas y sus presagios:
valle aromado, dátiles de seda;
cuando hay un rincón de silencio
como un jirón de terciopelo
para evocar esos locos viajes
esas partidas traspasadas
por el vaho tibio de los caballos
que alzan sus belfos en el alba.
Yo amo la noche en el cansancio
del bullicio, de las voces, de los chirridos,
en pausa de remotas tempestades, en la dicha
asordinada, a la luz de las lámparas
que son como gavillas húmedas
de estrellas o cálidos recuerdos,
cuando todo el sol de los campos
vibra su luz en las palabras
y la vida vacila temblorosa y ávida
y desgarra su rosa de llamas y lágrimas.
Clima
Este verde poema, hoja por hoja,
lo mece un viento fértil, suroeste;
este poema es un país que sueña,
nube de luz y brisa de hojas verdes.
Tumbos del agua, piedras, nubes, hojas
y un soplo ágil en todo, son el canto.
Palmas había, palmas y las brisas
y una luz como espadas por el ámbito.
El viento fiel que mece mi poema,
el viento fiel que la canción impele,
hojas meció, nubes meció, contento
de mecer nubes blancas y hojas verdes.
Yo soy la voz que al viento dio canciones
puras en el oeste de mis nubes;
mi corazón en toda palma, roto
dátil, unió los horizontes múltiples.
Y en mi país apacentando nubes,
puse en el sur mi corazón, y al norte,
cual dos aves rapaces, persiguieron
mis ojos, el rebaño de horizontes.
La vida es bella, dura mano, dedos
tímidos al formar el frágil vaso
de tu canción, lo colmes de tu gozo
o de escondidas mieles de tu llanto.
Este verde poema, hoja por hoja
lo mece un viento fértil, un esbelto
viento que amó del sur hierbas y cielos,
este poema es el país del viento.
Bajo un cielo de espadas, tierra oscura,
árboles verdes, verde algarabía
de las hojas menudas y el moroso
viento mueve las hojas y los días.
Dance el viento y las verdes lontananzas
me llamen con recónditos rumores:
dócil mujer, de miel henchido el seno,
amó bajo las palmas mis canciones.
Silencio
Cabelleras y sueños confundidos
cubren los cuerpos como sordos musgos
en la noche, en la sombra bordadora
de terciopelos hondos y olvidos.
Oros rielan el cielo como picos
de aves que se abatieran en bandadas,
negra comba incrustada de oros vivos,
sobre aquel gran silencio de cadáveres.
Y así solo, salvado de la sombra,
junto a la biblioteca donde vaga
rumor de añosos troncos, oigo alzarse
como el clamor ilímite de un valle.
Ronco tambor entre la noche suena
cuando están todos muertos, cuando todos,
en el sueño, en la muerte, callan llenos
de un silencio tan hondo como un grito.
Róndeme el sueño de sedosas alas,
róndeme cual laurel de oscuras hojas
mas oh el gran huracán de los silencios
hondos, de los silencios clamorosos.
Y junto a aquel vivac de viejos libros,
mientras sombra y silencio mueve, sorda
la noche que simula una arboleda,
te busco en las honduras prodigiosas,
ígnea, voraz, palabra encadenada.
Canción de la noche callada
En la noche balsámica, en la noche,
cuando suben las hojas hasta ser las estrellas,
oigo crecer las mujeres en la penumbra malva
y caer de sus párpados la sombra gota a gota.
Oigo engrosar sus brazos en las hondas penumbras
y podría oír el quebrarse de una espiga en el campo.
Una palabra canta en mi corazón, susurrante
hoja verde sin fin cayendo. En la noche balsámica,
cuando la sombra es el crecer desmesurado de los árboles,
me besa un largo sueño de viajes prodigiosos
y hay en mi corazón una gran luz de sol y maravilla.
En medio de una noche con rumor de floresta
como el ruido levísimo del caer de una estrella,
yo desperté en un sueño de espigas de oro trémulo
junto del cuerpo núbil de una mujer morena
y dulce, como a la orilla de un valle dormido.
Y en la noche de hojas y estrellas murmurantes
yo amé un país y es de su limo oscuro
parva porción el corazón acerbo;
yo amé un país que me es una doncella,
un rumor hondo, un fluir sin fin, un árbol suave.
Yo amé un país y de él traje una estrella
que me es herida en el costado, y traje
un grito de mujer entre mi carne.
En la noche balsámica, noche joven y suave,
cuando las altas hojas ya son de luz, eternas…
Mas si tu cuerpo es tierra donde la sombra crece,
si ya en tus ojos caen sin fin estrellas grandes,
¿qué encontraré en los valles que rizan alas breves?,
¿qué lumbre buscaré sin días y sin noches?
Canción de la distancia
Mirarás un país turbio entre mis ojos,
mirarás mis pobres manos rudas,
mirarás la sangre oscura de mis labios:
todo es en mí una desnudez tuya.
Venía por arbolados la voz dulce
como acercando un bosque húmedo y fresco,
y una estrella caía duramente,
fija, la antigua cicatriz de un beso.
De arena parecían los cielos, y volvía
poseso del rumor que cual dos alas
me ciñó en una ronda inacabable,
me ciñó al fin la flor de tu palabra.
¿Qué rojea en la noche sino el puro
labio tuyo? y corazón, estrella y sueño,
mueve un solo vaivén que lejos fluye,
turbio como distancia y como ruego.
Tu desnudez verás en mis ojos absortos,
mirarás mi horizonte que roe una fogata,
tú, que no serás nunca sino masa de llamas,
en mi honda noche de árboles, callada.
Desnudo en mi fervor y tú en tu sangre,
es más que seda suave este silencio,
en esta noche ancha en que germina
todo y palpita todo, aromas y luceros.
Volver cuando anoche en canto y frondas
y rumia el viento que lo aleja todo:
ya no veré sino una palma muda
y el cielo, un áureo torbellino, en torno.
Volver, los cielos parecían de arena,
ha mucho, hace un instante, ha mucho tiempo;
y nadie ha de quitarme esta noche en que fuiste
larga y desnuda carne vestida de mi aliento.
Volver la senda turbia oyendo al viento
rumiar lejos, muy lejos, de los días.
Por mi canción conocerás mi valle,
su hondura en mi sollozo has de medirla.
Canción del niño que soñaba
Ésta es la canción del niño que soñaba
caminando por el salón penumbroso
de brisa lenta que estremecía sus pequeñas alas,
y oía, afuera, entre los árboles las arpas de la noche,
y voces ¿por qué tantas voces en el silencio?
Y cuando ya en el lecho su estrella descendía
y se quedaba temblando en un rincón como un sollozo,
el niño salía por la ventana como un pajarillo
pero su cuerpo muerto se estremecía en el sueño.
Y subía a las montañas y a la nieve lunar de las montañas.
Veía landas sin luna, desiertos acuáticos
y por fin hacia el final de las sombras,
una ciudad desierta, iluminada
y como en un relato de magnificencia y catástrofes,
por las calles un solemne cortejo: un asno
paso a paso y sobre su lomo entrañas humanas,
entrañas: gruesos rubíes y topacios.
Y termina la canción porque el gallo canta
y el sueño despierta el pequeño cadáver,
y llega el alba sobre sus yeguas blancas.
Lluvias
Ocurre así
la lluvia
comienza un pausado silabeo
en los lindos claros de bosque
donde el sol trisca y va juntando
las lentas sílabas y entonces
suelta la cantinela
así principian esas lluvias inmemoriales
de voz quejumbrosa
que hablan de edades primitivas
y arrullan generaciones
y siguen narrando catástrofes
y glorias
y poderosas germinaciones
cataclismos
diluvios
hundimientos de pueblos y razas
de ciudades
lluvias que vienen del fondo de milenios
con sus insidiosas canciones
su palabra germinal que hechiza y envuelve
y sus fluidas rejas innumerables
que pueden ser prisiones
o arpas
o liras
pero de pronto
se vuelven risueñas y esbeltas
danzan
pueblan la tierra de hojas grandes
lujosas
de flores
y de una alegría menuda y tierna
con palabra húmedas
embaidoras
nos hablan de países maravillosos
y de que los ríos bajan del cielo
olvidamos su treno
y las amamos entonces porque son dóciles
y nos ayudan
y fertilizan la ancha tierra
la tierra negra
y verde
y dorada.
Canción de hadas
Hadas divinas hadas!
Creer en las hadas
en las rosadas, felices noches estivales,
y también en esas noches extrañas
cuando entre abismos de sombras en el silencio
del silencio
se encuentra de súbito una líquida palabra melodiosa
como una fresca agua recóndita, un agua
de dulce mirada.
¿No creer ya en las hadas?
Pero entonces… Yo creo, ciertamente,
que mi antigua haya era una reina de hadas,
y lo supe cuando en el cielo de su mirada
subían rosas ardientes y cuando su palabra
quemó mi piel sin dejar señales,
y porque en su corpiño, bajo las sedas
le palpitaban palomas blancas.
***
Ahora el silencio
un silencio duro, sin manantiales,
sin retamas, sin frescura,
un silencio que persiste y se ahonda
aun detrás del estrépito
de las ciudades que se derrumban.
Y las hadas se pudren en los estanques muertos
entre algas y hojas secas
y malezas,
o se han transformado en trajes de seda
abandonados en viejos armarios que se quejan,
trajes que lucieron ciñéndose a la locura de las da
entre luces y músicas.
Arrullo
La noche está muy atareada
en mecer una por una,
tantas hojas.
Y las hojas no se duermen
todas.
Si le ayudan las estrellas,
cómo tiembla y tintinea la infinita
comba eterna.
¿Pero quién dormirá a tantas,
tantas,
si ya va subiendo el día
por el río?
(¿Dónde canta este país
de las hojas
y este arrullo de la noche
honda?).
Por el lado del río
vienen los días
de bozo dorado,
vienen las noches
de fino labio.
(¿Dónde el bello país de los ríos
que abre caminos
al viento claro
y al canto?)
La noche está muy atareada
en mecer una por una,
tantas hojas.
Y las hojas no se duermen
todas.
Si le ayudan las estrellas…
Pero hay unas más ocultas,
pero hay unas hojas, unas
que entrarán nunca en la noche,
nunca.
(¿Dónde catan este país
de las hojas,
y este arrullo de la noche
honda?)
Todavía
Cantaba una mujer, cantaba
sola creyéndose en la noche,
en la noche, felposo valle.
Cantaba y cuanto es dulce
la voz de una mujer, esa lo era.
Fluía de su labio
amorosa la vida…
la vida cuando ha sido bella.
Cantaba una mujer
como en un hondo bosque, y sin mirarla
yo la sabía tan dulce, tan hermosa.
Cantaba, todavía
canta…
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