Poemas:
Yo muero todavía
Te lo digo, te lo digo, tienes que creerlo, nos estamos
volviendo esta cosa increíble que es el amor, un brazo es un
abrazo, las estrellas más se internan descalzando floras, tus
enanos muertos que pisabas ayer tarde, el agua, las aguas
aquellas que miramos con un oído atento hacia las caras, sin
saberlo, sin saberlo.
El viaje largo presentido, larguísimo callado, la casa por
la copa de los álamos, el lado de sombra de tus ríos, la pandora
alta queridísima entregada con una mano, aquella
palabra que llegó una tarde a pasar la vida con nosotros.
Encendido por el viento, ningún manantial pisa la tierra,
el amor había nomás que darlo todo, si no ¿quién habría de
quedarse en casa cuando ya todos nos hayamos ido?, invierno
de aquel año en qué moríamos de niños, nada cesa pero
el amor no cesa, ¡qué mineral cuánta greda en un fantasma!
Yo sé, tienes que creerlo, yo muero todavía, ya me animo
al amor con los ojos abiertos, yo lindo todavía, alambrada
mía, río de sonda que me paras en dos patas de conseja
camino hacia tus bocas, dame de esas lámparas que pasan,
de esas estelas que se apagan al hallarse, llévame para siempre
conmigo fuera mío, no dejes que yo entre más en tantas
casas sin hallarte, los mil dedos por noche de mis manos,
laberinto que no extravías al que abre la boca sin su grito
mudo, escucha, no escuches a las alas que no coinciden al
cerrarse, nos estará, sí, ya gozando la inolvidable muerte.
Palabras a no dudarlo…
“Palabras a no dudarlo, palabras, no otra cosa. Palabras en lugares, las mismas en diferentes textos, palabras vueltas del revés desde la primera letra. A punto de poema. Halladas en ocasiones, en lindes de un olvido, en manos aún torpes de aprendices de sol y de sombra, ¿poesía qué, cuándo, poesía cómo? Acentos tales. Palabras que quieren decirnos algo oculto desde siempre por las parcas de los sueños, escondido entre los pliegues.”
No me has encontrado…
No me has encontrado, me anduve empapando de rocío. Temprano irisado.
Iba cantando, iba contándome, iba abriendo maizales con el canto al canto.
Los perros lo toreaban a Dios de tan visible.
¡Despierta, viene el día, un pájaro se suelta de los ríos, despierta!
Le van quedando dos velas a la luna, vela del sur, vela del oeste, mariposa, mariposa enloquecida con su sombra descubierta.
¡No queda nadie en casa! ¡No duermas más, despierta, el agua no tiene imágenes, los caballos no imaginan!…
Anda con el telegrama por el monte. Voy a su encuentro, el telegrama tiene una flecha con mi nombre. Le queda un poco de luz a la sombra, verde, sombra del pájaro, y en seguida oscuro y esa voz con mi nombre.
(Si pudiera salirme de mi nombre, entrarme en el trébol con su oferta de imanes…)
Una piedra, su caballo casi rueda. Arena ahora. Agua. Sendero ahora.
Ahora llega aquí donde lo aguardo, desde lo alto de su oscuro ha de leerme esta palabra.
Caminaba el hombre
Caminaba el hombre
llevado por su estrella,
no diferente al yuyo
que al agacharse
toca con la mano
hombre
atendido por su estrella,
forma dulce de tierra
por cuestas de retama
de loma en loma
hablado por los pájaros
herido por cinco pies de
tierra
como las nubes errantes
busca arroyos
donde aliviarse,
reflejarse
y la vara de nardo
de la luz
que lo conversa
brillante de verde
de hondonada
olías a
lentamente tierra,
la tierra curva
de Entre Ríos
llegada de su noche
una lumbre siempre pronta
que lo entibia
el hombre, el doble de su estrella
atraído por su sol
¿dónde los cinco pies
de tierra
que lo exaltan
en la voz de la calandria?
creencia dulce de senderos
Instantes de un castillo de arena
Lo teníamos con una mano. Sin caer superficie apagada por las
orillas tornasoleadas de la lengua. Por hablarnos casi, murallita
entretenida en el sol demasiado. Te abriré una puerta, una ventana,
una bajamar de aldea.
El mar, la carretera nacional. Ni parada ni tiesa. A tocar con
estos ojos.
En vano unos niños se lo han pedido al mar. Entra, se instala.
Napoleón paralítico que destroza. Canta. La sal, el torreón, la
bandera.
Escúchalo.
Nosotros.
Una niñita basta, consigue atravesarlo, encuentra las cocinas.
Cantamos una marsellesa en el desastre. No lo para. Se cae en
pedazos el puente levadizo.
Difícil tiempo.
Encuentro aquel esqueleto del sol extraviado en los años.
No, no volveremos.
El agua vertical de la ola color viento. Lejos, ¿por qué no todo
el mar?
Una escoba siete mares, el mar.
La bandera era lo que más queríamos, lo que más nos gustaba,
la bandera incolor en la luz.
Mañana por la mañana
El viaje lo trajimos…
El viaje lo trajimos lo mejor que se pudo. De todas las mariposas de alfalfa que nos
siguieron desde Mansilla, la última se rezagó en Desvío Clé. Nos acompañamos ese
trecho, ella con el volar y yo con la mirada. Venía con las alas de amarillo adiós, y, de
tanto agitarse contra el aire, ya no alegraba una mariposa sino que una fuente ardía. Y
corrió todavía con las alas de echar el resto: una mirada también ardiendo paralela al no
puedo más en el costado de tren que siguió.
La gallina que me diste la compartí con Rosa, ella me dio budín. En tren es casi lo que
andar en mancarrón.
Los que tocaban guitarra cuando me despedías vinieron alegres hasta Buenos Aires.
Casi a mediodía entró el guarda con paso de “aquí van a suceder cosas”, y hubo que
ocultar a cuanta cotorra o pollo vivo inocente de Dios se estaba alimentando.
En el ferry fue tan lindo mirar el agua.
¿Y sabes?, no supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara.
No te dije …
No te dije de la luna. La luna es lo más alto. Cuando la mirábamos, ¿por qué hacíamos
retemblar el índice sobre el labio hasta provocar un beruberu de acompañarla? ¿Nos lo
enseñaste tú o papá? ¿Y qué era su despabilarse en niño Jesús subido al burrito sobre
esa lumbre de peligro? Dame esas noticias. Nos quedábamos hasta bien tarde en enero
para mirar. Ahí la tengo en el patio ahora, es lo más alto. La dejé atada del pino, mi
cometa plateada y mi compaña, y me entré luna arriba para que muchos niños.
La siesta del domingo
Entreabierto a las miradas, el pulcro panteón donde reposan, unos frente a otros, los miembros de una familia.
El sol que cae casi a plomo, penetra sin embargo en el inmóvil grupo. Aquí, a la
izquierda y por poco en el suelo, el padre. Sobre esa oscura encina, la madre. En el
tercer estante, el más joven de los hijos, muerto joven. A la derecha, las muchachas,
muertas de muchos años. En lo que es el piso, si se levantara de su argolla la losa, se
vería reposar, en el fervor de la penumbra, con los amigos que más tarde fueron sus
cuñados, los restantes hijos varones repitiendo el prolijo conjunto de arriba.
Pero hay una repetición más densa en la muerte: los hermanos mayores vivieron, aún
solteros, apartados de la casa por un enorme patio, hermoso como un bosque. En esas
habitaciones recibían amigos, tenían una guitarra.
Ahora, entre ellos mismos en severo desnivel, y debajo de los padres, de las buenas
hermanas, de su hermano más joven, descansan. Se diría que allá abajo, ocultos por la
pesada losa como antes por el bosque, siguen conspirando hermosuras, siguen fuertes en
la cacería nocturna, ajenos a la severidad paterna, a la inocencia pacífica, al candor
de los blanquísimos paños bordados.
Hay una repetición en la muerte. También la casa, cuando todos ellos estaban en la
tierra, permanecía abierta, y con los días festivos hasta el humo de la chimenea
despachaba limpieza. Ahora que la muerte recata la puerta y la entreabre sólo, todos
duermen la siesta campesina.
¡Despierta, viene el día…
¡Despierta, viene el día, un pájaro se suelta de los ríos, despierta!
Le van quedando dos velas a la luna, vela del sur, vela del oeste, mariposa, mariposa
enloquecida con su sombra descubierta.
¡No queda nadie en casa! ¡No duermas más, despierta, el agua no tiene imágenes, los
caballos no imaginan!…
Canción del marinero inmigrante
Vine una, dos veces,
aquí me quedé,
me conquistaron las veredas de Ensenada:
desparejas, era como
caminar en cubierta sobre un mar huracanado
ir perdiendo la memoria
es dejar un día de crear distancia,
ya no ser artefacto del mar
una vez, en una costa del sur,
logré escribir sobre una ola,
y fuimos varios en leerla,
la palabra palabra
por ese entonces era joven
y capaz de apagar un faro con un dedo,
las rocas aullaban escondites,
para las sirenas yo no era un marinero
de un mar cualquiera
me tendía a dormir
y las gaviotas lo borraban al sol
con dos alas,
impresión perpetua
de estarme vistiendo
para una fiesta
pequeña mandrágora de mi bolsillo,
fui yo quien abrazó al mansuela
del que todos se apartaban
en el puerto de Sydney
pero nunca lloré:
una vez que se empieza,
¿qué razones hay para dejar de llorar?
de un tío irlandés
heredé la palabra oblivion,
la encontré entre varios objetos
a mí destinados
a la muerte de ese human being,
amaneceres en hilachas,
días y noches en que el cielo
hiede a rata muerta
América la ofrecida, me digo
mirando el yuyal incesante
morir será
encender una lámpara
en la casa desconocida.
Biografía:
Arnaldo Calveyra (Mansilla, Entre Ríos, 1929-París, 16 de enero de 2015) fue un poeta, novelista y dramaturgo argentino residente en París desde 1960. Fue condecorado por el gobierno francés con la Ordre des Arts et des Lettres.
Vivió en su provincia natal Entre Ríos y cursó estudios en 1943 en Concepción del Uruguay mudándose a La Plata donde estudió filosofía en la Universidad de La Plata. Obtuvo una beca y se instaló en París en 1960 donde conoció y trabajó junto a Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik, Claude Roy, Gaëtan Picon, Cristina Campo y Laure Bataillon.
En 1968, Calveyra se casó con Monique Tur con quien tuvo dos hijos, Beltrán y Eva.
Murió en la capital francesa el 16 de enero de 2015.