Poemas:
Una piedra, memoria
Adónde, dices
ahora, aquellos pasos
por lo desconocido, en la primera soledad.
Latitud de las parras, allá lejos.
El sol final abría su costado remoto
sobre las piedras, en las hojas,
en un último sueño, el final del verano.
Atardecía,
era otra tierra, acaso más oscura,
la tierra roja, sí,
como si algún rescoldo del origen
aún respirase en ella,
más allá, al fin de toda impermanencia,
como a lo lejos.
Arcana luz,
suspensión de los soles sobre los platanares.
Era
cuanto de cierto ardía en lo invisible.
Era sólo la luz,
como vacía, y como si alcanzase
a ver su arder oscuro
en los helechos, en el cielo,
sobre la tierra. Luego,
volver de allá, sobre los mismos pasos,
pero ya, lo sabía, irrepetibles.
La casa
fue siempre cosa de la luz.
Desde aquel día supo de la sombra, o su signo.
Allá quedó, sobre una piedra,
inscrita en lo remoto, bajo la luz herida,
una señal para el verano, el fin, junto a las parras,
el fin que era un origen,
A., septiembre, los soles, sobre una piedra extrema.
Deseo de verano
El verano alumbró las laderas de nuevo,
con otro sol más puro cegó las hondonadas,
incendió la morera. Sobre el torso del día
dejó sus secos signos, el fuego material.
Ave, sobre la tierra desnuda del verano,
muestra tu sombra breve. En el aire callado,
o en el solo susurro de incesantes abejas,
enséñanos tu vuelo contra la eteridad.
Fluye, fluye sin fin…
Fluye, fluye sin fin, oh tejido invasor, oh red que ciernes.
Fluye secamente de toda ausencia oscura. Fluid, rayos ex-
tensos, sobre los arenales. Salid densamente de la ausen-
cia, sed, ahí, llamas en el trono del ojo. Oigo como un mur-
mullo en las dunas del fondo y aún no hay hojas ni pasos
ni pensamientos en los pasajes del espacio sediento. Que
venga rumor de fibras y de lacas en la hora altiva sobre los
médanos. Ahí están los maderos, los corchos y las planchas
de cobre bajo el cielo segmentado y rodante, y las olas, y
el polvo; también ellos te aguardan. Da, luz, tu paso entero.
Llégate hasta la lengua que jadea. Sé el agua de esta nada.
La abubilla
En la hierba del cielo, o de los mundos,
el animal levanta el vuelo breve,
la cabeza incendiada, el cuerpo astuto,
la cresta reflejada por los charcos del tiempo.
Lo vi en días de luz que no regresa,
pero un niño regresa. Un niño, ahora,
cuida su pata herida junto a una casa blanca,
en el tiempo sin tiempo y en el no de la luz.
Las nubes
Pasan las nubes blancas. En la tierra
indescifrable, el matorral oscuro,
la fijeza del tojo. Arriba, el cuerpo errante
del cúmulo en el nudo de la luz.
Pasar, como las nubes,
los cielos arrasados del verano tardío,
atravesar la claridad, herido,
en los ojos dolor, un cardo entre las manos.
Las primeras lluvias
La tierra de que hablo, hacia noviembre,
conoce el viento. Llega, desde el este,
hasta los arenales como un ave sedienta,
soplas las aguas negras. Esta noche
removió los postigos mal calzados
y agitó la palmera. En los cristales
chillaba como un pájaro perdido.
Dibujará en la grava algún signo remoto,
y veré casi al alba las huellas del fragor
sobre los restos del volcán, el naufragio nocturno.
Será un signo de nuestra vida, un eco,
ya inerte, de la tromba del cielo, que ignoramos,
querré leer en él, y será como unir,
nuevamente, las hojas resecas para un fuego.
¿Qué nos aguarda, puro, en el estruendo,
en el pico del ave enhebrando los mundos
de cuanto conocemos e ignoramos? Seguimos
recogiendo las hojas, y veremos
en la rama quebrada una imagen posible
del estertor del cielo, anoche, entre las nubes
aún grises a esta hora temblorosa.
Nada, ni tan siquiera el viento que rompía,
de madrugada, contra los postigos,
contra la grava, oscuro contra oscuro remoto,
podrá decir el signo, en la ignorancia.
Saber de un no saber, ni siquiera el sentido
de la ignorancia, ahora que las gotas resbalan
sobre el cristal, sobre la transparencia.
Paréntesis
los pasos que se oían en la grava
avanzaban a ras del mediodía
hacia los setos invisibles iba
la sombra entre las manchas de los pétalos
rojos sobre la grava negra rojo
oscuro de los pétalos echados
sobre la grava negra y aquel árbol
y aquella luz querían decir algo
El libro tras la duna I
Ahora,
en la mañana oscura del desceñido octubre,
en que, umbroso y en calma, yace el mar
entregado a la pura aquiescencia del cielo,
al deslizarse de las nubes blancas
que un gris ya casi mineral golpea,
marmóreo, dilatado,
ahora,
mientras el tiempo gira
a punto de ser siempre alumbramiento,
sin dar a luz más que el instante cierto
y siempre tembloroso,
y damos vueltas en su vientre ciego,
y entrega solamente
un puñado de arena
que vemos escurrirse entre las manos,
mientras un niño juega,
después de echar los dados,
ahora,
sólo ahora,
el comienzo
comienza.
Biografía:
Andrés Sánchez Robayna (Santa Brígida, Gran Canaria, España, 1952) es un poeta español. Es también ensayista y traductor de poesía.