Poetas

Poesía de Uruguay

Poemas de Andrea Blanqué

Andrea Blanqué, nacida en Montevideo el 26 de julio de 1959, es una poeta, narradora y profesora uruguaya cuya obra ha dejado una huella indeleble en la literatura contemporánea. Proveniente de una familia española que se refugió en el Río de la Plata tras la caída de la República, Blanqué creció en un entorno donde los libros y la palabra escrita eran pilares fundamentales, legado de su padre, un librero barcelonés. Esta influencia se refleja en su obra, marcada por una profunda sensibilidad y un agudo sentido crítico.

Integrante de la Generación del 80, Blanqué comenzó su carrera literaria en el colectivo de mujeres poetas y artistas plásticas «Viva la Pepa», destacándose rápidamente con su primer libro de poesía, La cola del cometa (1988). Este debut, recibido con elogios por la crítica, reveló a una autora capaz de explorar las profundidades del alma humana con una voz poética única. A lo largo de su carrera, Blanqué ha demostrado ser una escritora versátil, incursionando con éxito en la novela, el cuento, el ensayo y la crítica literaria.

Su obra poética, que incluye títulos como Canción de cuna para un asesino (1992) y El cielo sobre Montevideo (1997), se caracteriza por un tono intimista y una exploración de la subjetividad femenina. En sus novelas, como La Sudestada (2001) y He venido a ver las ballenas (2017), Blanqué aborda temas cotidianos desde una perspectiva profundamente humana, dándole voz a mujeres complejas que enfrentan dilemas internos y sociales.

Después de un prolongado silencio literario, Blanqué regresó con El año del lápiz (2019), un libro de poesía que se presenta como un duelo por la muerte de los libros y la escritura, reafirmando su lugar como una de las voces más resonantes de la literatura uruguaya. Su obra, que atraviesa fronteras y géneros, sigue siendo un reflejo de la condición humana, con una particular atención a los matices de la existencia y a la belleza en lo cotidiano.

Canción de cuna para un asesino

Ojalá pasáramos largas tardes
tirados en la cama
contándonos historias
-no ya verso a verso
a medias, el poema
no ya mis manuscritos tendidos sobre ti-
sino
mejor
imaginando mutuamente
la nariz del protagonista
el odio del pintor
la forma de hacer el amor de esa muchacha.
Y pecho a pecho los dos muy extendidos
y la tarde cayendo allí muy cerca
y nosotros
manipulando finales
poderosos.
No como esto, tan hendido, tan llagado
de mis historias esperando en tus rincones
Y tus historias que leo y que me espantan.»

Ojalá me enamorara de un hombre normal
Químico o ingeniero, no importa, lo que fuese
que no tuviera la menor noción de los abismos
que hablara algún idioma
o que entendiera un enchufe
y me sonriera, diciendo:
«¿quién te ha dicho que estás loca?»
Y que la ver la película de Wenders
se aburriera, desconsolado,
con ganas de irse.
No como tú y yo
sentados muy juntos
viajando por aquellas carreteras
pronunciando aquellas frases
hundidos en la butaca.»

Ojalá fuera puta

Ojalá fuera puta en un prostíbulo de nácar
donde aves azules hubiesen puesto un huevo
y brillado sus plumas.
Entonces en el calor de los inciensos
me pagarías
en medio del sudor de los otros
estaría el tuyo
y yo me fingiría puta fingiente
y tú no sabrías jamás
cuánto te amo.

El peine

El peine atravesando las montañas de cabellos
una montaña que salió de mí
de mí salió una niña
cientos de versos
de mí salió un aullido
un pedido de socorro
un canto
un coro
un rezo mudo.

(No puedo rezar.
No tengo a quién.)

Mi pelo enredado en mi cuerpo.
El peine de marfil de las bellas
no entra allí, es turbia y cenagosa
la selva de mi pelo
los troncos ocultan las ramas de la pena.
Hay tantas trenzas a modo de liana.

Me trepo por el monte
y allí me guardo en la cueva
entre tanto cabello
yo deslizo mi peine.

El peine perdido
del hada del cuento
del mito olvidado
el peine de Ana
(¡un peine por un pan!)
el peine de la sirena
a quien le quitaron el sexo
cambiándolo por peces muertos.

Yo ofrezco mi pelo como bosque
para aquellos que buscan rumores de la selva
en cada palabra:
los poemas,
los cantos,
los rezos
tienen un nido negro de oscuro y de miedo.

El pelo encierra mi canto
se perdió allí acunando un bebé.

El bebé tironea la cabellera
sabe que por ahí se sostiene a la vida
y el canto
surge entonces
entre el pelo y la voz, la palabra
el tibio rumor de la vida oscura
perdida en lo perdido
sin lumbre posible
en el pelo cortado
toneladas de pelo
seis millones de cráneos
el mío propio
mi cráneo vertiginosamente hirsuto
mis rizos jóvenes e hirientes
allí delante, amontonado.

El dulce pelo acariciado
tiene mucho más de canto
que de silencio.

Debe establecerse la recuperación del peine.

El peine de madera, de coral, de hueso.
Me arrastra a mí misma por la larga cabellera
perdida.

Atarlo, quemarlo, o tal vez embadurnarlo de óleo
de perfume, de sal, de cal.
Ahora en el bosque veo un monte umbrío
es el pelo que me ha escuchado cantar.
¡Todo eso salió de mí!
Me digo.
Y callo.

Supongamos

Supongamos que fueras un artista
de 1820
hermosamente ganado por la tuberculosis
-allí las sábanas revueltas,
allí tus manos blancas de ángel
allí la sombra en el espejo-.
¡Cómo te besaría buscando tus bacilos!
El amor tiene un laboratorio con sesudos monstruos trabajando
día y noche en asuntos catastróficos
irresolutos
un magma que sale del cráneo
sin orificio aparente los obsesiona.

Ellos lo saben bien.

Inoculan células de absurdo
viajan en el tiempo en una barca
y te traen de la mano.
Han pasado doscientos años
yo solo soy la criada
del viejo caserón
la sirvienta que espera en la cocina
y escribe sobre la larga mesa cuando todos están ausentes.

Te alabo en las páginas amarillas
te lleno de mayúsculas
me apoyo en tu pecho vencido por la tos
-tal vez escuche el alma-
y espero que regreses a tu habitación cerrada
donde una colección de mariposas
te acompaña desde niño
tras los cristales del invierno sus cristales.

El desconocido

Hay un desconocido en mi puerta.
Lo espío: ha traído un taladro una piqueta
supongo que esconde cartuchos de dinamita
está dispuesto a demoler mi casa.

Entonces me mudo.
Me voy a la otra punta de la ciudad
donde viven los perros y las ranas.
Y de pronto el desconocido está
otra vez allí
no ha traído una maza sino cadenas
tablas clavos alambres y un martillo
hasta varios rollos de cinta aisladora
-y me encierra-.

Tapia las ventanas
los mínimos orificios los últimos resquicios
hasta el ventanuco del desván la casa de las arañas.

Mi cuerpo y yo quedamos solos
Tenemos mucho frío
¿quién entonces irá al bosque
en busca de leña y plumas?
Tenemos mucha hambre
¿quién recogerá una pera que vi echada
dorada en mitad del campo?