Poetas

Poesía de Perú

Poemas de Anaximandro Vega

Anaximandro D. Vega Mateola, nacido en Chota, Cajamarca, el 23 de enero de 1903, fue un poeta y profesor peruano cuya obra literaria y educativa dejó una huella imborrable en la cultura peruana. Hijo de José Dolores Vega y Juana Mateola, Anaximandro se trasladó a Lima en 1921 tras culminar sus estudios en el Colegio Nacional San Juan. En la capital, se formó en el Instituto Pedagógico Nacional de Varones, donde obtuvo el título de Profesor de Segunda Enseñanza en 1925. También estudió en la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos, completando su doctorado entre 1922 y 1924.

Como educador, Anaximandro Vega ejerció la docencia en diversos colegios de Lima antes de dirigir los colegios nacionales de Chota y Yungay entre 1935 y 1939. Posteriormente, retornó a Lima y se desempeñó como profesor en los colegios Alfonso Ugarte, Dos de Mayo y Leoncio Prado. En este último, enseñó hasta su muerte en 1950, y escribió las letras de los himnos de estos colegios, dejando un legado perdurable en la educación peruana. Además, fue catedrático de Castellano y Literatura en la Facultad de Letras de San Marcos.

La obra literaria de Anaximandro Vega es un testimonio vibrante de su amor por la tierra y la cultura peruana. Sus escritos, dispersos en revistas como La Sierra y Folklore, fueron parcialmente recopilados en las obras Amor y llaga de mi tierra (1944) y Poemas y cuentos, publicado póstumamente en 1970. Además, contribuyó a la Historia literaria (1946 y 1948), en colaboración con José Valera Zambrano, Jorge Puccinelli y Guillermo Ugarte Chamorro.

Anaximandro Vega falleció en Lima el 12 de mayo de 1950, pero su legado perdura a través de sus escritos y su influencia como educador. Padre del historiador Juan José Vega, Anaximandro supo combinar en su vida y obra la pasión por la enseñanza y la poesía, iluminando con su pluma y su sabiduría los rincones más profundos de la cultura peruana.

EL BANDOLERO Y SU POEMA

Aurora de alcohol encendida a tiros,
hoguera crepitante
ponche caliente de ciudades
tras un cierra puertas en desolación.

Porque este hombre que lleva al brazo los caminos
como un poncho de listas,
ha bebido la sangre de todos los crepúsculos,
ha herido de luz todas las noches
al golpe de su daga
y ha quebrado vidas de hombres como ramas
si han estorbado en su camino.

Hoy bajo su mirada torva y honda
se aplastan las casas del poblacho,
igual que cuando están al pie de un cerro.

Pero, él reventará sus alegrías
y se irá después
como se va el río.

Estrujará los vientos con su caballo
para abrazar el alma de la montaña.
Arrojará por las quebradas su robusta canción
de plomo y pólvora
que hace parar el vuelo de los cóndores.

Y luego en las pampas, donde quiera
se dormirá bajo el cielo
con su mujer más fiel: su carabina.

El sabe que algún día —no le importa—
le dejarán como un huanchaco
con el pecho rojo a puñaladas
y en sus labios muerto el sol.

Después, en su camisa como en un mapa,
buscarán el ritmo de su vida.

Canto a Chota (Amor y Llaga de mi Tierra)

Naciste de un ensueño del bravo Naylamp,
bajo el ala celeste de Chot,
quien como a niña hermosa te dio
un lago de espejo y un monte guardián.

En los pies del héroe
se habían dormido ya todos los rumbos,
aunque apuntaban al norte
las siete flechas de su carcaj.

Fue acaso por eso que, recreándose en ti,
después de obsequiarte con flores y frutos
y besos antiguos de mar,
se hundió eternamente en un sueño de piedra
y desde sus hombros de recto perfil
el cóndor te mira y el puma te aguaita,
mientras del lado del sur,
otro jefe que por ti se perdió
te busca por siempre en los ojos de un vigía jaguar.

Después de su presencia surgieron altos cerros
y un cinturón de plata te ciñeron los ríos,
mientras tus hijos fuertes de gorros retorcidos
amarraban hazañas a tu voz y los árboles
y quitaban las suyas al Inca y al Sol.

Un día llegó el blanco trayendo rubio olvido,
pendones de osadía y miradas de muerte;
pero tu alma pudo más,
ya que la Virgen Santa que su fervor traía
agregó más azul al azul de tu lago
y así enraizó la espada junto a la flecha amarga.

Seis veces tus cenizas volvieron a ser vida,
el barro se hizo brasa de hogar y se alzó techo
y los árboles cantaron a la luz de tus vigilias
con savia renovada y sus ramas en alto, verticales,
como buscando el cielo con gesto revolucionario.

Hoy por todas tus calles la historia se hace muda,
pero andan descalzos el bien y la hospitalidad
y en cada puerta se abren dos alas o dos brazos.

En tus techos rojizos se levanta fresco el sol
y en tus paredes blancas se pinta el madrugador,
mientras una conmoción de pájaros cantores
y un florecer de mariposas
sacude diarias primaveras.

Todos los verdes y amarillos se prenden a tus pies
ante una eclosión de trinos
y el río se hace arco
porque quiere ser tu vincha o besarte mejor.

El cielo se te rinde intenso
aunque a veces te pones sombrillas de neblinas
o juegas caprichosa con los hilos de la lluvia.

Pero no es esto, Chota mía, lo que te da carácter.
Son tus hombres eficaces como tiro de fusil
y tus mujeres ágiles con ternura de torcaz.

Son tus hombres sin dobleces, apretados al honor,
como mazorcas o espigas;
hombres que saben del beso y del asalto -rosa y laurel-
que en el borde de sus almas
afilan el fulgor de sus dagas
y en el ala de un sombrero
juegan la vida al azar.

Hombres que escancian abundante miel para el amigo,
pero obsequian una bala a quien la busca,
hombres altivos, ante la muerte,
y que hasta en el juego de una marinera
cazan al vuelo las palomas de los pañuelos
o la mosca reluciente de una moneda.

Mujeres con frescura de agua virgen
y con olor a tierra recién labrada,
orgullosas de su destino, de su fuerza y de sus hombres,
leales, juveniles y valientes.

Son tus calles empedradas de tiros y serenatas
con sus acequias por donde se escurren los rumores pueblerinos
y tus plazas enjoyadas de ferias dominicales y retretas.

Son tus torres de leyenda, donde aún la sangre vive,
con impulso y redención
y donde aún las sombras pasan de los que elevaron
tu nombre.

Tus campanas que volaron en bandada triunfal
o alguna vez en fuga de rabia contenida
y regaron por los campos un martirio o una fe,
siempre flor de libertad.

Es tu tierra que palpita rebeldía
y florece toda hazaña en un grato sonreír.

Son las voces de Becerra y de Benel,
que se agitan en el sol
y se muestran más heroicas en el rayo y la tormenta.

Son tus tierras trabajadas hasta en el último rincón,
y el paisaje siempre nuevo y el silbar de los pastores
y los gritos del gañán y el afán de los peones
y el danzar de las casitas que embanderan la campiña.

Es la noche de tu herida en el costado,
boca enorme que pidiendo luz y amor
se desangra lentamente como arroyo de virtudes
y sugiere la esperanza de una fiesta de igualdad.

Es la luna que se alarga en el canto de los chorros,
tu aire agudo y vegetal;
son tus tardes milagrosas de colores
enlazadas al picante y la íntima amistad;
tus caminos alforjeros que por todas partes van
y que a veces se columpian en el lila y el azul;
tu alma libre y cazadora de horizontes y destinos.

Hoy que tengo en el alma tus casas y tus árboles
y que siento crecer la hierba en el sol y con el cielo,
me veo otra vez niño mirando los lirios de tu parque
y las agujas del reloj que caían violentas.

Me veo otra vez niño para la novia niña
que jamás envejeció
y cuyo nombre besaba en dulces pececillos de color.

Y te busco en el rostro de los amigos muertos
y en las palabras de los demás,
en las aguas de tus ríos que están dentro de mí,
en tus rezos, en tus fiestas, en tus albazos y tus dianas.

En tus albas sonrosadas que tiran luz a puñados,
en tus noches, pirotecnia y son de estrellas,
en tu bondad de pan caliente y en tu llaneza de playa,
que acentúan, sin embargo, la energía de tu gesto varonil.

Y quisiera sentarme bajo un árbol amigo,
florecido de pájaros o luceros
para hablar a solas contigo y con él,
mientras miramos en los huertos las iniciales de tu
porvenir.

Así, tal vez un día -siempre de pie-
tu tierra y mi barro
se alzarán flor.