Poemas:
A la Primavera
¡Salud, primavera, princesa encantadora!
saludo engrandecido las gasas de tu velo;
ya orlan tus vestidos el argentino suelo.
¡Salud, reina galana que el trópico atesora!
En la triunfal carroza que llegas, soñadora,
viene la diosa áurea con perfumado vuelo.
¡quién sabe de qué mundo! ¡quién sabe de qué cielo!
¡salud, gentil doncella! ¡tu túnica enamora!
De tus joyas de virgen, los rizos nacarados
se extienden tiernamente con sin igual candor;
por las grandes ciudades, por los desiertos prados,
tus tintes de armonías, tus ecos sublimados,
encierran luengas páginas de ensueños y de amor.
¡salud, reina que llegas de mundos ignorados!
A tus pies
Nocturno canto de amor
que ondulas en mis pesares,
como en los negros pinares
las notas del ruiseñor.
Blanco jazmín entre tules
y carnes blancas perdido,
por mi pasión circuído
de pensamientos azules.
Coloración singular
que mi tristeza iluminas,
como al desierto y las ruinas
la claridad estelar.
Nube que cruzas callada
la extensión indefinida,
dulcemente perseguida
por la luz de mi mirada.
Ideal deslumbrador
en el espíritu mío,
como el collar del rocío
con que despierta la flor.
Sumisa paloma fiel
dormida sobre mi pecho,
como si fuera en un lecho
de mirtos y de laurel.
Música, nube, ideal,
ave, estrella, blanca flor,
preludio, esbozo, fulgor
de otro mundo espiritual.
Aquí vengo, aquí me ves,
aquí me postro, aquí estoy,
como tu esclavo que soy,
abandonado a tus pies.
Adiós a la Maestra
Obrera sublime,
bendita señora:
la tarde ha llegado
también para vos.
¡La tarde, que dice:
descanso!…la hora
de dar a los niños
el último adiós.
Mas no desespere
la santa maestra:
no todo en el mundo
del todo se va;
usted será siempre
la brújula nuestra,
¡la sola querida
segunda mamá!
Pasando los meses,
pasando los años,
seremos adultos,
geniales tal vez…
¡mas nunca los hechos
más grandes o extraños
desfloran del todo
la eterna niñez!
En medio a los rostros
que amante conserva
la noble, la pura
memoria filial,
cual una solemne
visión de Minerva,
su imagen, señora,
tendrá su sitial.
Y allí donde quiera
la ley del ambiente
nimbar nuestras vidas,
clavar nuestra cruz,
la escuela ha de alzarse
fantásticamente,
cual una suntuosa
gran torre de luz.
¡No gima, no llore
la santa maestra:
no todo en el mundo
del todo se va;
usted será siempre
la brújula nuestra,
¡la sola querida
segunda mamá!
¡Avanti!
Si te postran diez veces, te levantas
otras diez, otras cien, otras quinientas:
no han de ser tus caídas tan violentas
ni tampoco, por ley, han de ser tantas.
Con el hambre genial con que las plantas
asimilan el humus avarientas,
deglutiendo el rencor de las afrentas
se formaron los santos y las santas.
Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
nada más necesita la criatura,
y en cualquier infeliz se me figura
que se mellan los garfios de la suerte…
¡Todos los incurables tienen cura
cinco segundos antes de su muerte!
Brisa
Llega a mis sienes, tímida, temblando,
tan perfumada como un rosal
la tibia brisa, su andar es blando.
¡Primer suspiro primaveral!
Llega tan suave, tan dilatada
cual de la linfa el correr fugaz,
o de la amante ruborizada
púdica y suave pasión veraz.
Cuando en mi pecho, tierna se posa,
bebo su tierna tribulación,
entonces, dicha un instante goza,
pobre, dolido, mi corazón.
Como los bueyes
Ser bueno, en mi sentir, es lo más llano
y concilia deber, altruismo y gusto:
con el que pasa lejos, casi adusto,
con el que viene a mi, tierno y humano.
Hallo razón al triste y al insano,
mal que reviente mi pensar robusto;
y en vez de andar buscando lo más justo
hago yunta con otro y soy su hermano.
Sin meterme a Moisés de nuevas leyes,
doy al que pide pan, pan y puchero;
y el honor de salvar al mundo entero
se lo dejo a los genios y a los reyes:
Hago, vuelvo a decir, como los bueyes,
mutualidad de yunta y compañero.
Décimas
I
Yo soy flor que se marchita
al sol de la adversidad,
el arbolito en mitad
de la llanura infinita.
La paloma pobrecita
que arrastran los aquilones,
entre oscuros nubarrones
de tempestades airadas,
soy la barca abandonada
en el mar de las pasiones.
II
Soy el ave que al bajar
de los aires fatigada,
no tiene ni una enramada
ni un árbol en que anidar.
Y si vuelve a levantar
las tristes alas del suelo,
encuentra nublado el cielo
y deshecha la tormenta,
y el pájaro se lamenta
y vuelve a tender su vuelo.
III
Yo soy un gaucho cantor
de renombradas virtudes,
que tan solo ingratitudes
ha recibido en su amor.
Soy el pobre payador
velay, si sabré penar
con mis negras amarguras,
la pampa con sus llanuras
con sus abismos la mar.
IV
Yo no canto por llamar
la atención que no merezco,
yo canto porque padezco
penas que quiero olvidar.
Que tan solo con cantar
se va al viento nuestra pena,
y yo tengo el alma llena
de pesares y amarguras,
más que en la pampa hay anchura
más que en el mar hay arena
V
Por eso, ¡oh linda mujer!
maldigo mi negra estrella,
al contemplarte tan bella
sin que te pueda querer.
Porque todo hombre ha de ser
generoso hasta morir,
y no debe permitir
a una mujer que lo quiera,
para que después se muera
al verlo tanto sufrir.
VI
¡Adiós, primorosa flor!
adiós, lucero invariable,
solamente comparable
a la estrella de mi amor.
Cuando sientas un dolor
parecido al que yo siento,
Dios quiera que tu lamento
no sucumba en la ignorancia,
y atraviese la distancia
¡sobre las olas del viento!
Castigo
I
Yo te juré mi amor sobre una tumba,
sobre su mármol santo!
¿Sabes tú las cenizas de qué muerta
conjuré temerario?
¿Sabes tú que los hijos de mi temple
saludan ese mármol,
con la faz en el polvo y sollozantes
en el polvo besando?
¿Sabes tú las cenizas de qué muerta
mintiendo, has profanado?
¡No los quieras oír, que tus oídos
ya no son un santuario!
¡No los quieras oír como hay rituales
secretos y sagrados,
hay tan augustos nombres que no todos
son dignos de escucharlos!
II
Yo te di un corazón joven y justo
¡por qué te lo habré dado!
¡Lo colmaste de besos, y una noche
te dio por devorarlo!
Y con ojos serenos ¡El verdugo,
que cumple su mandato,
solicita perdón de las criaturas
que inmolará en el tajo!
¡Tú le viste, serena, indiferente,
gemir agonizando,
mientras tu roja sangre enrojecía
tus mejillas de nardo!
Y tus ojos ¡mis ojos de otro tiempo
que me temían tanto!
Ni una perla tuvieron, ni una sola:
¡eres de nieve y mármol!
III
¿Acaso el que me roba tus caricias
te habrá petrificado?
¿Acaso la ponzoña de Leteo
te inyectó a su contacto?
¿O pretendes probarme en los crisoles
de los celos amargos,
y me vas a mostrar cuánto me quieres,
después entre tus brazos?
¡No se prueban así con ignominias,
corazones hidalgos!
¡No se templa el acero damasquino
metiéndolo en el fango!
Yo te alcé en mis estrofas, sobre todas,
hasta rozar los astros:
tócale a mi venganza de poeta,
¡dejarte abandonada en el espacio!
Fúnebre
I
La montaña que tiembla, porque siento
germen de cataclismo en sus entrañas;
el huracán que gemebundo emigra
quién sabe a qué región y qué distancia;
el mar que ruge protestando airado
de la ley del nivel que lo avasalla;
los mundos del sistema —¡tristes mundos!—
que al sol de Dios obedeciendo pasan
como en la arena de la pista el potro
a latigazos —¡noble potro!—salta;
no tienen sobre sí más amargura
que la que hospeda en sus desiertos mi alma,
porque yo arrastro sobre mí —¡y no puedo!—
como un cuerpo podrido, ¡la esperanza!
II
Tú que vives la vida de los justos
allá junto a tu Dios arrodillada,—
yo no creo ni aguardo, pero pienso
que haya hecho Dios un cielo para tu alma,—
dame un rayo de luz —¡uno tan solo!—
que restaure mi fuerza desmayada,
que ilumine mi mente que se anubla,
que reanime mi fe que ya se apaga…
dame un beso de amor —¡uno siquiera!—
aquí, sobre esta frente que besabas;
aquí, sobre estos labios que otros labios
han besado con ósculos de infamia;
aquí, sobre estos ojos que no tienen
nada más, ¡oh mi madre!, que tus lágrimas.
Íntima
Ayer te vi… No estabas bajo el techo
de tu tranquilo hogar
ni doblando la frente arrodillada
delante del altar,
ni reclinando la gentil cabeza
sobre el augusto pecho maternal.
Te vi… si ayer no te siguió mi sombra
en el aire, en el sol,
es que la maldición de los amantes
no la recibe Dios,
o acaso el que me roba tus caricias
¡tiene en el cielo más poder que yo!
Otros te digan palma del desierto,
otros te llamen flor de la montaña,
otros quemen incienso a tu hermosura,
yo te diré mi amada.
Ellos buscan un pago a sus vigilias,
ellos compran tu amor con sus palabras;
ellos son elocuentes porque esperan,
¡y yo no espero nada!
Yo sé que la mujer es vanidosa,
yo sé que la lisonja la desarma,
y sé que un hombre esclavo de rodillas
más que todos alcanza…
Otros te digan palma del desierto,
otros compren tu amor con sus palabras,
yo seré más audaz pero más noble:
¡yo te diré mi amada!
Biografía:
Pedro Bonifacio Palacios (La Matanza, Argentina, 13 de mayo de 1854 – La Plata, Argentina, 28 de febrero de 1917), conocido también por el seudónimo de Almafuerte, fue un maestro y poeta argentino, considerado como uno de los «cinco sabios» de la ciudad de La Plata, junto a Florentino Ameghino, Juan Vucetich, Alejandro Korn y Carlos Spegazzini.