Poetas

Poesía de Uruguay

Poemas de Alfredo Mario Ferreiro

Alfredo Mario Ferreiro, nacido en Montevideo el 1 de marzo de 1899, fue un poeta y periodista uruguayo que marcó su tiempo con una visión única y vanguardista. Hijo de Arturo Ferreiro y María Celia Martínez, desde joven mostró inclinaciones hacia la palabra escrita, colaborando en diarios como El Siglo y La Razón entre 1917 y 1920. Su talento lo llevó en 1926 a formar parte de la revista literaria La Cruz del Sur, donde trabajó hasta 1929, antes de emprender su propia aventura editorial con la revista Cartel, junto al gallego Julio Sigüenza.

En 1927 publicó su primer libro de poemas, El hombre que se comió un autobús (Poemas con olor a nafta), al que siguió en 1930 Se ruega no dar la mano (Poemas profilácticos a base de imágenes esmeriladas). Estas obras, impregnadas de modernidad y frescura, lo vinculan al movimiento futurista. Con un estilo innovador, Ferreiro incorporó la vida urbana y los avances tecnológicos de su época en versos cargados de audacia y creatividad.

Sin embargo, su actividad poética fue breve. Tras publicar sus últimos poemas en 1939, se dedicó al periodismo, colaborando en medios como Mundo Uruguayo y Marcha, donde escribió crónicas, artículos de opinión y textos humorísticos. Sus escritos muchas veces llevaban los seudónimos Marius o AmF, particularmente en secciones como Cosas de la vida del diario capitalino El Diario y en la revista humorística Peloduro.

Alfredo Mario Ferreiro falleció en Montevideo el 24 de junio de 1959. Su legado, aunque limitado en volumen, dejó una huella indeleble en la literatura uruguaya. Una calle de Montevideo lleva su nombre, como un homenaje perpetuo al poeta que supo capturar con audacia el espíritu de su tiempo.

Los amores monstruosos

El autobús desea, con todo su árbol y todo su diferencial,
a la linda voiturette de armoniosas líneas.

Poco a poco logra acercarse a su lado para
arrullarla con la moderación del motor poderoso.

La voiturette, espantada por aquel estruendo,
pega un legítimo salto de hembra elástica y huye.

De lejos, le hace adiós con el pañuelito azul del escape.

El autobús la persigue de inmediato. En su atontamiento
de paquidermo rijoso apenas salva los obstáculos
del nervioso y minúsculo tránsito callejero.

Persecución grotesca. Lo monstruoso detrás de lo alado.

El autobús se devora a la linda voiturette con los
ojos de todas sus ventanillas ambulantes.

La voiturette se despereza con los brazos
alargados de la velocidad.

De repente, se detiene junto al cordón de la vereda.
Hembra, al fin y al cabo, se ha emocionado
con la persecución empeñosa del autobús.

El autobús la ve detenida. Se le allega todo
sudoroso; cayéndosele la baba hirviente por el tapón
del radiador; todos los vidrios conmovidos; húmedos
el parabrisas, los guardabarros temblorosos; los ojos
de los faros desorbitados.

Va a detenerse. Pero -exigencias del trabajo-, el
embrague le hace seguir de largo. ¡La norma! El
autobús es para trabajar y no para enamorar
voiturettes por las calles.

Entonces el pobre monstruo padece angustia rabiosa.
Una rabia que se condensa en miradas de
odio rojo que larga por los faroles posteriores.

El rascacielos de Salvo

El rascacielos es una jirafa de cemento armado
con la piel manchada de ventanas.

Una jirafa un poco aburrida
porque no han brotado palmeras de 100 metros.

Una jirafa empantanada en Andes y 18,
incapaz de cruzar la calle,
por miedo de que los autos
se le metan entre las patas y le hagan caer.

¡Qué idea de reposo daría un rascacielos
acostado en el suelo!

Con casi todas las ventanas
mirando cara al cielo.
Y desangrándose por las tuberías
del agua caliente
y de la refrigeración.

El rascacielos de Salvo
es la jirafa de cemento
que completa el zoológico edificio
de Montevideo.

Poema ultra-rápido de la liebre arisca

Gervasio y Alvaro Guillot Muñoz viejos amigos míos

Es un relámpago pardo
sobre una nube verde.

Son varios puntos ojalados
en el pastizal.

Es un temblor en zig-zag
y un terror en línea recta.

Es un relámpago pardo
sobre la redonda falda
de un cerro verde.

Un relámpago, cuyo trueno
estalla en la boca de mi escopeta.

Diálogo campero

Diálogo de la siesta campera
en que los molinos
contestan, de mala gana,
a la charla tremenda de la chicharra
y a las rápidas y agrias preguntas
de la roldana.

Diálogo de la siesta campera
en el que tercia la carreta
que pasa
con un gruñido amable.

Con monosílabos,
de mala gana,
contestan los molinos
las preguntas cargosas de la roldana.

El dolor de ser Ford

¡Qué dolor debe dar
ser siempre Ford!

Ser Ford…
Y no ser un alado Packard,
un soberbio Lincoln,
un trompudo Renault,
o un ancho Cadillac.

Ser Ford,
ser siempre hojalata.

Y que todos digan:
-ahí va un Ford. Como quien dice:
-Ahí va un cualquiera.

¡Y saber en lo íntimo
de las bujías y del carburador,
que se es automóvil como los otros autos,
y, a lo mejor, mejor!…

Máquinas de sumar

Las máquinas de sumar
toman tabaco de números.

Lo pican,
lo mascan,
lo ponen sobre la hojilla larga
del carretel perezoso;

y se hacen un tremendo cigarro,
encendido a ratos
por la chispa roja
de las sumas totales.

Cenizas de sumitas parciales;
y humo de intereses
para todos los clientes del Banco.

Lavando nubes

El viento está lavando las
nubes.
Toma una nave negra,
la empapa en lluvia,
la retuerce en seguida,
la golpea contra el molino,
nos moja el campo,
lava el cielo,
y sale la nube blanca
de negra que era,
para ir a colgarse
en el hilo del horizonte,
a secarse.

El puente

El puente es un atleta:
de un vigoroso salto
cruza el arroyo manso
con el camino a cuestas.
Dos árboles pacíficos
cuchichean la hazaña;
en tanto, las traviesas
margaritas se ríen
de la proeza.
El puente es un atleta:
de un vigoroso salto
cruza el arroyo manso
con el camino a cuestas.