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Alberto Ureta

Poemas:

Estabas conmigo todavía

Estabas conmigo todavía
y eras ausencia ya.
Y venías en tu voz como un eco lejano,
que llega desde el monte o desde el mar.

Venías en tu mirada distante,
en tu indolente ademán,
en tu halo de cosas sin mañana,
que era ya un poco muerte y un poco eternidad.

Venías, sobre todo,
en aquella ansiedad
de los pobres viajeros que parten
sin saber adónde ni por qué se van.

Y te amaba en tu ausencia todavía presente,
como si fueras más
viva y más intacta en el recuerdo,
y más real.

Pobre amor

¡Pobre amor! No lo despiertes,
que se ha quedado dormido.
Hay en sus labios inertes
la tristeza del olvido.

¡Pobre amor! No lo despiertes,
Dios sabe cuánto ha sufrido.
¡Pobre amor! No lo despiertes,
que se ha quedado dormido.

Balada de la rosa nautica

Treinta y dos caminos señalan tus puntos.
Unos van a tierra, otros van al mar.
¿Dime, Rosa de los Vientos,
no hay un camino más?

Treinta y dos caminos señalan tus puntos
Unos van a tierra, otros van al mar.
¿Dime Rosa de los vientos,
va alguno más allá?

Rosa de los Vientos, dame mi camino,
uno que no vaya ni a la tierra ni al mar:
o un camino que no lleve a ninguna parte
o un camino del que no se pueda regresar.

El dolor pensativo

Se quema el tiempo sin cesar. Las horas
caen hechas ceniza
y ruedan al abismo de la nada
las dichas y las penas confundidas.
Cada hora que se quema es una lágrima;
alguna vez, muy rara, una sonrisa,
y siempre una amenaza que nos sigue
y nos acecha al borde de la vida.
Si es que sufres más tarde,
si el destino de una ilusión te priva,
piensa -el poeta te lo dice-, piensa,
que al volar de los días,
cuando el pasado sea ante tus ojos
como una flor marchita,
han de quedar tan sólo
de todos tus dolores y alegrías
un recuerdo muy tenue que se esfuma
y un puñado de polvo hecho ceniza.

La plegaria de una ciega

Oh señor, si tus bondades
prodigo al mundo repartes,
si se siente en todas partes
Tu providencia, Señor
Por que ataste el infortunio
a mis manos inocentes
Y me enviaste a torrentes
El acíbar del dolor

Lanzando el sol de tu frente
Fue a clavarse en los espacios
Para alumbrar los palacios
Y misero triste y misero hogar
Y la cumbre de los montones,
Las hojas secas que ruedan
Privados de claridad…

Mas a mi me la negaste
Y me envolviste en tinieblas,
Que densas y oscuras nieblas
Son mi lugubre capuz
Con flores que en capullo
Marchita inclemente hielo,
Así mis ojos el cielo
Seco al abrirse a la luz.

Desde entonces va en sombras
Mi existencia confundida,
Soy una sombra perdida
Humo tenue, niebla soy
Y sin rumbo en este mundo
La penosa senda sigo
Soy el ave que su abrigo
En noche aciaga perdio.

Luz fecundante en su cáliz
Reciben las flores bellas
Y la vida brote en ellas
Su perfume y su color
Pálida y triste es mi vida
En medio de oscura noche,
Soy mustia y flor cuyo broche
En frio paramo abrió.

Vivida luz es el alma,
Luz radiose el pensamiento
Y es luz pura para el elemento
En que vive, oh dios, tu ser
Con ella me falta el alma
Y es mi albedrío destino
Soy hoja que en el camino
Arrastra el viento por doquier.

Voy por las calles y plazas
Del ocaso y frio apoyo
Soy el mismisimo arroyo
Cuya corriente es su ley
Mas do van, señor, mis pasos
Ahi se oye mi plegaria,
En la ruta solitaria
¡Cuantas veces me postre!

Jamas agito mi pecho
El placer y alegria,
Soy la lagrima sombria
Que la desgracia vertió;
Mis labios nunca sonríen
Ni mi semblante se alegra,
Leve nube oscura y negra
Que vaga con el mundo soy.

¿A quien negó los encantos
De la niñez fortuna?
-La noche rodeo mi cuna
Y el dolor la balanceo-
Joven ya, en vez de ilusiones,
Sentían mi alma hielo eterno,
Que convirtiéndose en mi invierno
Mi primavera sin sol.

¿Mi madre?… cuando en su muerte,
Me llamo: hija del alma,
Voy a escogerte la palma
Que al mártir promete Dios,
Y oí que su bendición
Entre sus labios desmaya,
Como de la ola en la playa
El aspirante rumor.

Fui señor, de rodillas
Un rayo de luz al cielo,
Y de mis ojos al velo
Quise yo misma rasgar…
Mas ¡ay! en mi ansia infinita
Y en mi terrible agonia,
Tornaba nube sombria
A envolverme mas y mas!

Privada va de su afecto,
Vivo llena de congojas,
Soy el arbusto sin hojas
Que el aura no mece ya!
¿Y si el aliento conservas
A esta mujer dolida?
¡Si es un suspiro mi vida!
¡Si mi existencia es un ay!

En vano huérfana y ciega
Imploro piedad al mundo,
Que mi acento gemebundo
Siempre la brisa llevo;
Y va mi canto sin eco
Como la nota sentida
Que entre los bosques perdida
La triste quena vibrio.

Y va mi canto sin eco
Entorno a a escombros y ruina,
Soy la triste golondrina
Mensajera del dolor…
Mas ella su blando nido
Suspende el viejo techo,
Yo no tengo hogar ni lecho,
Pajarillo errante soy!

Oh! Señor, si tus bondades
Prodigo al mundo repartes,
Si se siente en todas partes
Tu providencia, Señor,
Haz que termine la noche
De mi existencia sombria,
Y me amanezca aquel dia
Cuyo sol eres, Oh Dios!

Biografía:

Alberto J. Ureta Ferrande, figura preeminente en la poesía y diplomacia peruana del siglo XX, nació el 7 de abril de 1885 en Ica y dejó un legado literario que trasciende épocas. Graduado en Letras y Jurisprudencia por la Universidad Mayor de San Marcos, Ureta fusionó su pasión por la escritura con una destacada carrera diplomática. Su poesía, anclada en el modernismo, ofrece una mirada íntima y melancólica, un reflejo de sus meditaciones sobre la vida, el tiempo y las complejidades humanas.

Además de deslumbrar en el ámbito literario, Ureta fue secretario privado del presidente Óscar R. Benavides y ejerció la docencia en diversas instituciones. Su contribución diplomática incluyó roles como cónsul general en Madrid durante la Guerra Civil española y encargado de negocios en Lisboa y Buenos Aires.

Como director del Mercurio Peruano y la Nueva Revista Peruana, Ureta promovió la cultura peruana a nivel internacional. Su incansable labor como divulgador cultural le llevó a ser reconocido con la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes en España en 1955.

Entre sus obras destacan poemarios como “Rumor de almas” y “Las tiendas del desierto“, así como estudios literarios que exploran la esencia de figuras como Carlos Augusto Salaverry y Alfredo de Vigny. Su escritura, marcada por un cuidado refinamiento, revela una profunda conexión con la esencia humana y establece a Ureta como una voz singular en el modernismo peruano.

Alberto J. Ureta Ferrande falleció el 15 de mayo de 1966 en Lima, pero su legado literario y su contribución a la difusión de la cultura peruana perduran, dejando una huella indeleble en la rica tradición literaria de su país.

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