Poesía de Chile
Poemas de Alberto Ried Silva
Alberto Ried Silva fue un poeta, cuentista, dramaturgo, periodista, crítico, pintor y escultor chileno, nacido en Santiago el 22 de febrero de 1885. Su obra abarca diversos géneros y estilos, desde la poesía lírica hasta el relato fantástico, pasando por la autobiografía y el ensayo. Fue miembro del grupo literario Los Diez, que reunió a algunos de los escritores más destacados del siglo XX en Chile.
Desde joven, Ried Silva mostró su interés por el arte y la cultura. Estudió química industrial en la Universidad de Chile, pero también se formó en pintura y escultura en la Escuela de Bellas Artes, bajo la tutela de Pedro Lira y Virginio Arias. Además, se dedicó al periodismo y a la caricatura, colaborando con diversos medios de comunicación.
Ried Silva también tuvo una vocación de servicio público y social. A los 18 años se incorporó a la 5ª Compañía de Bomberos de Santiago, fundada por su padre, y participó en el rescate de las víctimas del terremoto de Valparaíso de 1906. Más tarde, fue cónsul de Chile en Burdeos, Francia, entre 1921 y 1923, durante el gobierno de Arturo Alessandri. En 1933, fundó el Cuerpo de Bomberos de Ñuñoa, del que fue su primer comandante.
Su vida personal estuvo marcada por el amor a su esposa Balbina Miranda, con quien vivió en una casa llamada Millaray, en la comuna de Ñuñoa. Allí recibió a numerosos amigos y artistas, como Acario Cotapos, Augusto D’Halmar, Manuel Magallanes Moure y otros integrantes de Los Diez. Su casa fue un centro cultural y un refugio para su espíritu creativo.
Ried Silva publicó cinco libros a lo largo de su vida: El hombre que anda (1915), XXI meditaciones (1924), Hirundo (1926), El mar trajo mi sangre (1956) y El llamado del fuego (1966), este último póstumo. Su obra refleja su sensibilidad poética, su imaginación narrativa, su erudición cultural y su compromiso social. Falleció el 5 de mayo de 1965, dejando un legado artístico y humano que lo sitúa entre los grandes creadores chilenos del siglo XX.
Mar
Mundo monstruo de aguas agrias
que separas toda tierra.
Mundo solo, mundo de agua…
Con el cielo te confundes,
las estrellas y las nubes,
las burbujas intranquilas,
y las olas,
eternidades azules…
Nubarrones iracundos,
senos hondos, sordos tumbos
que se azotan al latido
del forzudo que levanta las espumas.
Denso ambiente de la vida
tenebrosa.
De tu masa movediza nada emerge:
Olas grises se persiguen,
olas verdes se retuercen.
Se acarician las toninas
y jureles:
Son curiosos que te pueblan,
que se atreven
con sus ojos siempre abiertos,
a mirar lo que hay arriba.
Alcatraces y gaviotas
se deslizan
y sus alas
en las aguas nunca tocan;
te conocen y no temen
y te escrutan la honda sima…
Golondrinas voltejean
en los días, en las tardes y en las noches;
nadie sabe donde duermen:
Los espías pacienzudos
del cardumen que platea;
la cascada de los peces
que en las diáfanas pendientes
se atropella.
Mundo monstruo de aguas agrias,
denso ambiente
que sepultas los picachos
de montañas naufragadas…
En tus cuevas son velludas
tus arañas gigantescas;
tú no tienes mariposas
en tus flores;
en la espesa selva obscura
son orquídeas las medusas,
algas rubias son los juncos
y vampiros de tus bosques
son los pulpos.
Reino mudo. Extraño todo:
Sangre helada que circula por las venas
son sin párpados los ojos
que penetran las negruras…
Grandes bocas tan abiertas,
ni un murmullo ni una queja.
Por las cumbres sepultadas
de tus altas cordilleras,
van los cíclopes callados
alumbrando con sus palpos
las tinieblas.
En tus valles cenagosos
donde nunca fulge nada,
en bandadas se persiguen
peces negros y sin ojos.
Primaveras tenebrosas
en las grietas de tus peñas sumergidas.
Los tentáculos que ansían
y el molusco que entre valvas
nacaradas se fecunda.
La madrépora invisible
que en honduras
de insondables senos negros
es el átomo que vive,
la madrépora que muere
y agiganta a la que sigue…
Se levanta el esqueleto de corales,
y el peñón desconocido
con los siglos va avistando claridades,
entre espumas y chirridos
y entre luengas cabelleras que se baten.
Mira al fin, entre arreboles de agua glauca,
revolar a las gaviotas
y la lumbre vacilante de otros mundos,
que en ignotas lejanías centellean.
Si los soles agonizan,
son tus ondas fulgurantes
la áurea estela que renace.
Las luciérnagas radiosas,
la burbuja que clarea.
¡Te fustigan las auroras,
mar jadeante!
¿Tus adornos?
Blancos témpanos de hielo,
te atormentas tú con ellos
balanceándolos de lejos,
desde allá donde la noche
se hace eterna.
Se deshace la alba mole,
bambaleándose en tu seno que la estrecha.
¡Mundo monstruo de agua amarga!
En lo hondo de tu abismo
se derrumban continentes,
tú lo acallas y lo ocultas sordamente
con la negra pesadumbre de tus aguas.
Si la tierra se desgarra
en lo helado de tu fondo,
por la brecha tú penetras en la entraña,
y volcanes que se apagan
son tu oculta y muda huella.
Cuando plácido te muestras
con la luna jugueteas,
te retiras y simulas
que a la tierra ya te entregas;
vuelves lenta y mansamente,
cuando sube la marea…
Cuando plácido te muestras,
eres lago
que se extiende tierra adentro,
que apacible contornea
las plateadas cordilleras;
vas mojando las arenas
donde el bosque se detiene,
vas buscando ventisqueros
azulados,
solitarios penitentes
congelados entre peñas.
¡Eres mundo de agua quieta!
Te condueles de la tierra que se asoma,
de los ríos que desbordan.
Te adormeces en la orilla de la selva,
y entre brumas y entre sombras
te confundes con el cielo,
mar eterno!…
- Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)
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