Poesía de España
Poemas de Alberto Lista
Alberto Rodríguez de Lista y Aragón (Sevilla, 15 de octubre de 1775-ibídem, 5 de octubre de 1848), fue matemático, poeta, periodista y crítico literario español.
A las ruinas de Sagunto
Salve, oh alcázar de Edetania firme,
ejemplo al mundo de constancia ibera,
en tus ruinas grandiosa siempre,
noble Sagunto.
No bastó al hado que triunfante el peno
sobre tus altos muros tremolase
la invicta enseña, que tendió en el Tíbera
sombra de muerte,
cuando el Pirene altivo y las riberas,
Ródano, tuyas, y el abierto Alpe
rugir le vieron, de la marcia gente
rayo temido.
El raudo Trebia, turbio el Trasimeno
digan y Capua su furor: Aufido
aún vuelca tintos de latina sangre
petos y grebas.
Digno castigo del negado auxilio
al fuerte ibero: que en tu orilla, oh Turia,
pudo el romano sepultar de Aníbal
nombre y memoria.
Pasan los siglos, y la edad malvada
y el fiero tiempo con hambriento hierro
gasta, y la llama de la guerra impía,
muros y tronos;
mas no la gloria muere de Sagunto:
que sus ruinas del fatal olvido
yacen seguras, más que tus soberbias,
Rómulo, torres.
Genio ignorado su ceniza eterna
próvido asiste: que infeliz, vencida
más gloria alcanza, que el sangriento triunfo
da a su enemigo.
Resiste entera tu furor, oh peno:
para arruinada tu furor, oh galo:
lucha y sucumbe, de valor constante
digno modelo.
A la fortuna coronar no plugo
su santo esfuerzo; mas la antigua injuria
sangrienta Zama, Berezina helado
venga la nueva.
A las musas
Doctas Pimpleas, que las verdes faldas
moráis alegres del feliz Parnaso,
donde Castalia su inspirante onda
vierte suave;
Sed a mi canto fáciles, el día,
que vuestros dones celebrando grato,
del padre Betis el laurel frondoso
ciño a mi lira.
¿Y cuál primera mi atrevido acento
dirá a Vandalia, de canoros cisnes
madre fecunda, del divino Herrera
madre gloriosa?
Tú, Melpómene, del puñal infausto
la diestra armada, que al feroz guerrero
luciente aterra, cuando cae del hado
víctima triste;
o bien, Urania, de tu voz celeste
arrebatado, y la mansión etérea
diré de Jove, y el poder que temen
hombres y dioses:
que si fulmina su indignada diestra,
sobre los polos del excelso Olimpo
tiembla el palacio, la cabaña humilde
tiembla de Baucis.
Ya de Polimnia los festivos coros
seguiré alegre, cantaré las selvas
tuyas, oh Euterpe; o la que al vicio azota
Musa maligna.
Tú, dulce Erato, de mi amante pecho
nunca olvidada: que si bien los años
con triste hielo mi rugosa frente
ciñen y enfrían,
en otro tiempo me cediste el arpa,
donde resuenan tiernos los amores;
y el blando canto las hermosas ninfas
gratas oyeron.
Debí a tus dones en mi edad primera
gozos amables: rápidos volaron;
mas su memoria plácida tristeza
vierte a mi seno.
Tú, Musa augusta, que con santo plectro
muestras al hombre la virtud hermosa,
a ti mi lira, mi postrer aliento
rindo y dedico.
Por ti los muros de la antigua Tebas
levantó osada la anfionia lira;
por ti siguieron al ismario Orfeo,
montes y fieras:
por ti Delille, tierno y delicado,
gloria es del Sena: Pope más severo
por ti en la cumbre de Helicón sagrada
goza renombre.
Tú, dulce Clío, mi ferviente ruego
oye benigna: desusado canto
y audaz emprendo, que del sacro Betis
pare las ondas.
Al amor
Tal vez, amor, bajo el sagrado velo
de la amistad encubres tu furor;
el corazón se entrega sin recelo,
y en él clavas la flecha a tu sabor.
Tirano dios, cuya perfidia lloro,
el infortunio me enseñó a temer,
más ¡ay de mí!, si mi peligro adoro,
¿qué vale, tu astucia conocer?
A Elisa
En vano, Elisa, describir intento
el dulce afecto que tu nombre inspira;
y aunque Apolo me dé su acorde lira,
lo que pienso diré, no lo que siento.
Puede pintarse el invisible viento,
la veloz llama que ante el trueno gira,
del cielo el esplendor, del mar la ira;
mas no alcanza al amor pincel ni acento.
De la amistad la plácida sonrisa,
y el puro fuego, que en las almas prende,
ni al labio, ni a la cítara confío.
Mas podrás conocerlo, bella Elisa,
si ese tu hermoso corazón entiende
la muda voz que le dirige el mío.
La razón inútil
Es tarde ya para que el amor me prenda
en su lazo halagüeño y fementido;
que aunque tal vez de la razón me olvido,
el hielo de la edad ¿quién hay que encienda?
Es tiempo ¡ay! triste que a su voz atienda
mi juvenil esfuerzo ya perdido,
después de haberla insano desoído,
cuando ser pudo de mi esfuerzo rienda.
Así va; los humanos corazones
sufren en la verdad y en el engaño;
y sin gozar de sí un solo día,
venden la juventud a las pasiones,
la edad madura al triste desengaño,
y la vejez a la razón tardía.
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