Poesía de México
Poemas de Agustín Lanuza
Agustín Lanuza, el poeta y prosista mexicano nacido en la mágica ciudad de Guanajuato en 1870, dejó un legado literario que resuena como un eco en las calles empedradas de su amada urbe. Su pluma, imbuida de la esencia de los rincones coloniales y la historia de su estado, nos transporta a través de un viaje melódico y evocador.
Presidente de Valle de Santiago y magistrado del Tribunal Supremo de Justicia de Guanajuato, Lanuza no solo destacó en la política y la justicia, sino que encontró en la poesía su verdadero lenguaje, su manera de expresar la belleza y la pasión por su tierra natal.
Sus obras, como “México. El vuelo de pájaro” (1904) y “Romances, tradiciones y leyendas guanajuatenses” (1910), son testamentos de su profundo amor por Guanajuato, capturando la esencia de sus calles empedradas, sus monumentos históricos y su rica cultura.
“Guanajuato gráfico e histórico” (1922) y “Historia Del Colegio Del Estado De Guanajuato” (1924), entre otras, revelan su compromiso con preservar y difundir la historia y la identidad de su estado, trazando un vínculo eterno entre el pasado y el presente.
Desde sus “Antiguallas guanajuatenses” hasta “Los cien poemas de las montañas“, Lanuza nos invita a adentrarnos en los secretos y las leyendas de su tierra, tejiendo una narrativa poética que trasciende el tiempo y el espacio.
Agustín Lanuza, el poeta de Guanajuato, sigue vivo en sus palabras, una voz eterna que susurra la belleza y la nostalgia de una ciudad encantada, inmortalizada en la tinta de su pluma. Su legado perdura como un faro de inspiración para las generaciones venideras, recordándonos que, en las palabras de sus poemas, encontramos el alma misma de un pueblo.
LA CIUDAD ENCANTADA
PRIMERA PARTE
EL SUEÑO
Sobre la altiva pendiente
de gigantescos barrancos,
cuyos granÍticos flancos
son el cauce de un torrente,
se alza la
Bufa imponente,
limitando la cañada
que se llama La Rodada,
y es conseja popular,
que existe en aquel lugar
una ciudad encantada.
Desde el crestón se domina
la llanura del Bajío,
y el extenso caserío
de la población vecina;
mas si la altitud fascina
y causa grande arrebato,
es el paisaje más grato,
ver entre las verdes lomas,
como nidos de palomas,
las casas de Guanajuato.
El vulgo cuenta en verdad,
que cuando en la noche obscura,
una viandante se aventura
por aquella soledad,
aparece una deidad
de belleza encantadora,
que gime, suplica, llora
con acento lastimero,
porque la libre el viajero
de aquel sitio donde mora.
Que en hombros la ha de llevar,
dando de entereza ejemplo,
de la Parroquia hasta el templo,
donde la debe dejar;
y ofrece desencantar
una rica población,
poniendo por condición,
que no torne la mirada,
aunque sufra encarnizada
y tenaz persecución.
Mucho tiempo transcurría;
el monte desierto estaba,
y si alguien se aproximaba,
las súplicas desoía;
presa de pavor corría,
sobrecogido de espanto,
y de las rocas en tanto,
en las quiebras y en los huecos,
se dilataban los ecos
de triste y lúgubre llanto.
Del sol el radiante disco,
al hundirse en la floresta,
en oro baña la cresta
del más empinado risco;
y tornando hacia el aprisco,
que se oculta en el alcor,
seguido por el pastor,
cruza el rebaño,
y ante él,
camina un viejo lebrel
para cuidarlo mejor.
De súbito el pastor mira
que la cumbre gigantea,
pesada se bambolea
y bajo sus plantas gira.
Y si sueña o si delira,
a comprender no lo alcanza,
porque a medida que avanza,
creciendo su desvarío,
parece que en el vacío
aquella cumbre lo lanza.
Negra nube entolda el cielo,
y semeja el aquilón,
el desacordado són
de mil campanas a vuelo.
Cubre el horizonte un velo,
muere la luz en ocaso,
y al tenue fulgor escaso
que la excelsa cumbre toca,
cree mirar que cada roca
alza un baluarte a su paso.
Y sintiéndose invadido
por un vértigo invencible,
cual si de un filtro terrible
hubiese el licor bebido,
ante su vista, encendido,
cruza un relámpago rojo,
y sin fuerza y sin arrojo
para vencer a su suerte,
desplómase, al cabo, inerte,
como un mísero despojo.
SEGUNDA PARTE
LA VISION
Sólo el “Angelus” se oía
por La Bufa solitaria
como la triste plegaria
con que se despide el día.
Mientras, la noche prendía
por los campos siderales,
las antorchas sepu1crales
de su cielo de zafir,
como si fuera a asistir
a suntuosos funerales.
Y por el monte riscoso,
de los misterios albergue,
donde La Bufa se yergue
como un soberbio coloso,
al conjuro milagroso
de algún encantado sér,
dicen que se suele ver,
rompiendo el negro capuz,
la silueta, toda luz,
de seductora mujer.
Envuelta en un traje leve,
desnudo el mórbido cuello,
y des trenzado el cabello
sobre su espalda de nieve,
con paso tranquilo y breve
aquella beldad que hechiza,
entre una nube rojiza,
diáfana, sutil, etérea,
como una fantasma aérea,
blandamente se desliza.
Luego asciende con premura,
febril, jadeante, loca,
de la levantada roca
por la enhiesta escarpadura.
y la soberbia figura,
que “en el cantil suspendida,
sintiendo exhalar la vida,
en tierno llanto se anega,
parece la Sapho griega
sobre la Léucade erguida.
No bien la sombra que encanta
al abismo se derrumba,
y grandísono retumba
el gemir de su garganta
pero luego se levanta
una humareda copiosa,
que envolviendo la radios a
excelsitud de lo inmenso,
como la nube de incienso,
se disipa presurosa.
De un blanco velo al través,
surge La Bufa imponente,
mientras el raudo torrente
pasa besando sus pies.
Torna el silencio después
que la visión se ha perdido,
y sólo es interrumpido
cuando se llega a escuchar,
el monótono graznar
de los cuervos en el nido.
TERCERA PARTE
LA ROCA DEL PASTOR
Era la noche sombría,
de esas noches otoñales,
en que recios vendabales
soplan con fuerza bravía.
La luna apenas lucía
sobre el vasto firmamento,
como un ojo soñoliento,
y adonde estaba el pastor,
lanzaba el débil fulgor
de su disco amarillento.
Dulce cántiga, no oída,
cual la voz de un arpa eólica
que vibrase melancólica,
por diestra mano tañida,
en las rocas escondida
resonó muy blandamente,
y por la enhiesta pendiente
del levantado peñón,
se vió cruzar la visión
andando pausadamente.
Duerme el pastor recostado,
con indolencia que pasma,
cuando la hermosa fantasma
llega en silencio a su lado.
Un bello cántico alada
puebla el paraje desierto,
y al oír ese concierto
el pastor, Con frenesí,
no sabe, al volver en sí,
si está soñando o despierto.
Quiere huir, pero imposible;
oculta mano de atleta,
fuertemente lo sujeta
con .poder irresistible.
y al sentir de lo invisible
aquella emoción extraña,
un helado sudor baña
su altiva y pálida frente,
turba el vértigo su mente
y su mirada se empaña.
Pero entre dolientes quejas,
la aparecida exclamó; .
-no te vayas de aquí, no,
que me muero si te alejas;
mas si en la puerta me dejas
de la Parroquia, al llegar,
te ofrezco desencantar
una población muy bella
y luego la sombra aquella,
triste, se puso a llorar.
Sintiendo que se rompía
su corazón en pedazos,
tomó el pastor en sus brazos
a la dama que gemía.
Se reviste de energía,
la noche no le amedrenta;
mas de pronto experimenta,
que a medida que anda y huye,
su fuerza se disminuye
rnÍentras la carga se aumenta.
En pos del templo soñado
a donde anhela llegar,
prosigue sin voltear
los ojos a ningún lado.
Su pensamiento obstinado
le hace insensible al temor;
pero percibe el clamor
de insultos que lo provocan,
golpes de armas que se chocan
con inusitado ardor.
Escucha sonidos vagos
que en la sombra se producen,
palabras que lo seducen
con cariñosos halagos.
Después, denuestos, amagos,
terribles imprecaciones,
recio trotar de bridones
que baten los duros cascos,
produciendo en los peñascos
espantosas conmociones.
La Ciudad ambicionada
muy próxima se veía,
y el pastor, ya presentía
el final de su llegada;
pero tornó la mir’ada,
y la mujer misteriosa,
cual por fuerza poderosa
de un hechizo estremecida,
quedó luego convertida
en una sierpe m;onstruosa.
y dicen que el caminante
vió desparecer la fiera,
mucho antes de que pudiera
seguir su marcha adelante;
pues casi en el mismo instante,
presa de intenso dolor,
quedóse con estupor
en un pefión corvertido,
que entre el vulgo es cOnocido
con el nombre de El Pastor.
Si por la montaña obscura
algún viajero camina,
al ver la roca se inclina
y un “Padre Nuestro” murmura.
Dobla después con premura
la tortuosa encrucijada,
y se pierde en la cañada
del paraje solo y triste,
en donde es fama que existe
una Ciudad Encantada.
- Alfredo Espino
- Emmanuel Hocquard
- Jack Kerouac
- Henry Luque Muñoz
- Gregorio Castañeda Aragón
- Juan Gustavo Cobo
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