Pequeño mundo perfecto
A mitad del turno de Matemáticas, Virginia recordó a sus padres. Le sacó punta a un lápiz, disparó una bocanada de aire sobre el polvo de grafito, recogió las partículas de madera en un trozo de papel y lo envolvió para arrojarlo al cesto en cuanto sonara el timbre.
Trató de concentrarse en la pizarra, llena de números y variables, y no pudo. Recostó la espalda, cruzó la pierna y volvió a recordarlos.
El lunes en el desayuno había querido decirles que le gustaban las mujeres pero en el último minuto se arrepintió. Pensó que abandonarían la mesa dejándola con la palabra en la boca. Papá coronel ni siquiera habría mirado la taza de café. En la cocina, Mamá carpetera movería la cabeza en gesto de desaprobación, la cara se le habría llenado de lágrimas y una zona de su cerebro se daría cuenta de que algo se quebraba para siempre.
Desde que tuvo edad para entender las cosas, Virginia conocía el áspero carácter de Papá coronel. Estaba segura que se debía a los años mandando a agarrar a los malos, a las noches de guardia, a los despachos con el jefe, a los acuartelamientos, y sobre todo, a los secretos importantes que no le dejaban dormir en paz.
Virginia creía que Mamá carpetera era su mejor amiga pero se equivocaba. Se dio cuenta el miércoles mientras veían la telenovela, dos muchachas se rozaron al abrir una puerta y sonrieron en absoluta complicidad. Mamá carpetera hizo un comentario desagradable y Virginia supo que estaba sola, a la deriva. Pero nada la haría cambiar de opinión.
Los hombres eran un asco, vivían borrachos, haraganeando, golpeaban, no tenían tema de conversación interesante, adoraban que les lavaran la ropa interior, les pusieran la comida a su hora, eran unos llorones si se enfermaban, y tenían como deporte nacional, no la pelota como muchos creían, si no la infidelidad.
Hasta ahora sus lances habían sido: una tarde invernal en la cátedra cuando la profesora de Literatura le rozó los senos con un registro de notas, un beso sin lengua con la rubia pecosa, un intercambio de apretones de manos en la biblioteca con la muchacha de los archivos, y un abrazo asustado, con la misma rubia pecosa, en la escalera del edificio docente un jueves de inusitada tormenta.
Pero ninguno de esos tanteos era suficiente como para decidirse. Soñaba con la mujer ideal.
Esa mujer debía ser blanca, tener la piel suave, la boca acorazonada, las nalgas redonditas y el cuello alto como las bailarinas de Irene Rodríguez. El pelo, corto o al rape pero sin dibujos ni letreros, o si no, sedoso, negro y largo, para tirar de él con fuerzas mientras entraba al paraíso. Esa mujer debía susurrarle poemas al oído, tener un olor que la embriagara y sedujera sin mediar palabras.
Jugó con el lápiz. Escribió algunas fórmulas en la libreta y cuando sonó el timbre, se levantó, metió las cosas en la mochila, retocó sus labios con un creyón negro, se ajustó el moño con rapidez y le dijo al compañero de al lado que se iba, no tenía deseos de seguir allí, se verían el lunes y copiaría las clases.
Caminó hasta el rincón al lado del mural, tiró el papel con la basura de lápiz en el cesto y abandonó el aula.
En el pasillo mintió a la profesora de guardia y se escondió en los baños. Volvió a arreglarse el pelo y un minuto después salió rumbo a las escaleras, bajó los escalones de dos en dos, atravesó la inmensa verja de hierro y ganó la calle.
La calle le gustaba. Se sentía libre. Suelta. Como la hoja de un árbol que el viento lleva rodando de un lado a otro de la ciudad.
Cuando había caminado tres cuadras vio a la mujer policía. Era negra, se pelaba como soldado, tenía ojos grandes y marrones, labios carnosos, músculos fuertes, huesos largos y voz de obrero portuario a mitad de la madrugada.
Acariciaba la tonfa y daba paseítos de un lado a otro de la calle. Mirándolo todo, desafiante, reina y señora. Pedía carné, chequeaba la foto, lo devolvía, saludaba militarmente y daba la espalda.
Virginia la había visto por primera vez el martes en la mañana. Iba entretenida, dio un traspié, y a punto de caer la mujer policía, como en las malas películas, salió de la nada, la auxilió con un movimiento ágil, y le dijo casi en pleno rostro.
— ¿No desayunaste hoy?
Cada átomo de aquella voz se alojó en el cerebro de Virginia y por momentos no supo dónde estaba.
Cuando reaccionó, escapando de aquellas garras que le habían protegido, asustada, dijo que sí, que había desayunado muy bien, y siguió caminando pero antes tuvo que oír.
— Se dice gracias.
Se volteó y dijo, gracias, y vio aquella mirada cómplice, perturbadora, desnudándola y vistiéndola para desnudarla de nuevo, y su loco corazón, conquistado, quiso salirse del pecho. Caminó tan deprisa que cuando llegó a la escuela aún no habían puesto la bandera.
Ahora era viernes y la miraba como el martes. Altiva y desafiante. Lástima que fuera negra, debía sudar agrio, a lo mejor no era tierna ni decía poemas y era posible que la maltratara. Ni pensarlo. Su mujer ideal, su mujer perfecta no era aquella. Tendría paciencia. Tenía “el tiempo todo el tiempo”.
Sus planes estaban claros.
Los de la mujer policía también.
— Recibo órdenes de cuidar la calle y lo hago. Encuentro muchachitas fugadas del aula y no sé qué hacer con ellas —dijo acariciando la tonfa, mordiéndose el labio.
— Cómo está —dijo Virginia y apuró el paso.
— ¿Tú siempre andas apurada?
— Tengo que resolver un problema —Virginia trató de cruzar a la acera de enfrente pero un artefacto de los años cincuenta le cortó el paso e inundó la calle con un humo negro y asfixiante.
— De niña me chupaba el dedo —dijo la mujer policía cuando el aire volvió a ser respirable—. Mira qué feos me quedaron los dientes.
Virginia sentía que la mujer casi respiraba en su nuca. Nerviosa, se paró frente a una vidriera. Un maniquí le saludó exhibiendo un antiguo vestido de novia. Lo ignoró.
— ¿No quieres ver mis dientes?
— No se trata de eso. Déjame tranquila o tendré que llamar a la policía.
La mujer policía sonrió y contrario a lo que hubiera querido Virginia también, se dio cuenta que había hecho un chiste. Por qué diablos hacía eso, por qué se había sonreído, qué parte de su cerebro le había dicho que hiciera eso. Estaba loca, como una maldita cabra, ¡no!, por Dios, no sería con aquella tipa. ¡Tenía que controlarse!
— Amiguita, ¿puedo ver su carné? —le dijo la mujer policía y ella se puso lívida.
— No voy a la escuela con el carné.
— Estás en problemas. Estás cometiendo una contravención. No puedes salir sin carné. La calle está mala.
— La calle está buenísima.
— El carné o tendré que conducirte.
— ¡Condúceme!
Por qué decía aquello, ¿a dónde quería llegar?
— No me puedes llevar presa, soy menor de edad.
— Puedo llevarme preso hasta un gato en sandalias.
— Yo no soy un gato.
—¿Y una gata? A ver tus uñas.
Virginia mostró las manos y miró a la mujer a los ojos. Era alta y posiblemente no tan fea. Le gustaba aquel abdomen liso, los pechos erguidos y la firmeza con que daba cada paso.
— ¿La escuela estaba aburrida? —dijo la mujer.
— ¡Bastante! Matemática ni se diga. No soporto al profesor. Fórmulas van, fórmulas vienen y una ahí, como el pescao en nevera, viendo el pueblo sin ver las casas.
— ¿Quieres ver una casa linda? No tan grande pero muy linda. Está pintada de azul clarito, no hay vecinos chismosos, agua las 24 horas, podemos oír música y conversar, si nos da hambre, cocinamos.
Virginia dudó y puso cara de quien lo estaba pensando.
— Dale, qué te cuesta, de todas formas no tienes nada mejor que hacer —la mujer mostraba una sonrisa contagiosa y Virginia no supo que responder.
— ¿Ahora mismo? ¿No estás trabajando?
— Me faltan 20 minutos para que se acabe mi turno.
— No te vayas a poner guapa, pero mejor no. Otro día. A lo mejor un día llegamos a ser amigas pero hoy no.
La mujer policía supo que todo iba a depender de su habilidad en el próximo minuto.
Dejó que Virginia caminara unos pasos, le gustaba cómo movía el culo, cómo el pelo la caía sobre los hombros, cómo los hombros subían y bajaban a un ritmo parejo, la chiquilla, sin uniforme escolar, bocabajo en su colchón debía ser una fiesta, un delicioso manjar, una lechuga fresca fuera de temporada.
— ¿Te gustaría jugar con las esposas? —le dijo y Virginia se detuvo.
— ¿Jugar con las esposas?
— Sí. Podrías ser policía por un rato.
— ¡Qué va! Tu ropa me queda grande —dijo y su carcajada rebotó en los cristales de una heladería abandonada.
Una anciana movió la cabeza, dijo que la juventud estaba perdida. Un turista hizo como si se le hubieran caído cinco dólares pero Virginia no mordió. Pasó un vendedor de pasteles, un comprador de cualquier pedacito de oro, un profesor de la universidad cargando una vieja maleta, una enfermera y un hombre atortugado chupando una naranja.
Virginia dejó de sonreír llegando a una farmacia. Se volteó, le dijo a la mujer policía
— ¿La casita queda muy lejos?
— Podemos ir caminando. O conseguir un carro. Sólo tendría que hacer sonar el silbato.
— Un carro, prefiero ir en un carro.
— Escoge el que tú quieras.
— ¿El que yo quiera? Soy exigente. ¿Qué te parece un Audi? Sí, sí, quiero ir en un Audi —Virginia sonreía, disfrutando aquel poder momentáneo, le interesaba saber hasta donde la mujer estaría dispuesta a llegar.
— ¿Un Audi? — la mujer respiró hondo, se puso las manos en la cintura, pasó la lengua por los labios, apartó una basurilla invisible de la cara, miró a Virginia como un lobo sediento mira a una indefensa caperucita y dijo—: ¿Un Audi?, sí lo podría parar, pero te costará, puedo buscarme algunos problemas y por tanto va a costarte.
— Me gustaría conocer un Audi por dentro, seguro tiene aire acondicionado y un olorcito rico, los asientos suaves. Quiero mirar la ciudad así, como una princesa.
— ¿La princesa quiere un Audi de algún color específico? — la mujer se puso la mano en la cintura, esperando conocer el nuevo capricho pero Virginia fue tajante.
— Me sirve cualquiera —dijo acomodando la mochila.
La mujer la miró de arriba abajo descaradamente, achicó los ojos, tratando de entender qué habría en aquella cabecita perversa, dio tres pasos en dirección a Virginia, la agarró por la muñeca y le dijo.
— Pon cara de quien se va a desmayar.
A Virginia la situación le daba gracia y no se concentraba. Pero sintió la presión de aquella garra sobre su muñeca y dejó de reírse.
— ¡Ahora! —le dijo la mujer policía y Virginia la obedeció.
El silbatazo frenó en seco a un auto, el chofer bajó los cristales.
— ¡Urgente, al hospital! —dijo la mujer, abrió la puerta del auto, ayudó a Virginia a acomodarse, se sentó al lado de ella y cerró.
Partieron en la tarde, dejando atrás una breve multitud desconcertada.
— ¿Cómo te sientes? —le dijo cuando habían recorrido unas cinco cuadras y le pasó la mano por la frente.
Por el retrovisor el chofer vio que la muchachita de la escuela tenía buen semblante. Esperó la verde en un semáforo chino recién estrenado, con elegancia pisó el acelerador y condujo rumbo al hospital. La mujer policía apretó discretamente la mano de Virginia. Virginia retiró la mano, también con discreción, arregló la falda tratando de cubrir las piernas, se pasó la mano por la cabeza, colocó la mochila con los libros entre las dos hasta el fin del viaje.
Al llegar al cuerpo de guardia, dieron las gracias al chofer. Cuando este se hubo marchado, la mujer le dijo a Virginia, por aquí. Tomaron una acera destrozada, bordearon el parqueo y al cruzar por la entrada, la mujer policía saludó al hombre de guardia con una mirada cómplice. Luego caminaron unos cien metros y entraron a una calle angosta y mal pavimentada.
—Tengo sed —dijo Virginia.
— Estamos cerca. Cuando lleguemos lo primero que haré será darte toda el agua que necesites.
— ¿Serás mi esclava?
— Tu esclava, tu perra, tu reina. Seré lo que tú quieras que sea.
— Siempre he soñado que soy una princesa con miles de esclavos a mis pies. Eso me hace sentir bien. Serás mi esclava.
— Tu esclava entonces. Es aquí —dijo la mujer y metió la mano en el bolsillo, sacó una cartera de cuero, la abrió, cogió una llave, cerró la cartera, volvió a ponerla en el bolsillo, extendió la mano con la llave y le dijo a Virginia.
— Abre tu nuevo reino, mi sol.
— Pero esta casa no está pintada de azul —dijo Virginia sin tocar la llave.
— No te lleves por las apariencias, nene. ¡Toma, abre!
— ¡Abre tú! Eres mi esclava. Dónde se ha visto que una esclava dé órdenes a una princesa —Virginia dijo esto mirando la reja, la puerta, las ventanas, contó los escalones que debía subir para entrar, seis, dijo mentalmente.
Cuando entraron eran las cuatro de la tarde.
Entonces Virginia volvió a recordar a sus padres. Si la vieran feliz, a punto de sentir por primera vez el olor de una mujer en sus sentidos, saborear cada átomo de un cuerpo prohibido, siendo amada, siendo alguien y no algo. Una mujer con quien gozaría un sexo dulce, relajado, si la vieran al fin, mandando al diablo a todos. La vida era un par de momentos como el que estaba a punto de vivir. Sentarse en la butaca verde, soltarse el pelo, abrir un poco la blusa de uniforme y dejar que el aire del ventilador, le llenara de ganas, de vida.
Cuando se enteraran Papa coronel iba a golpearla, se destrozaría a patadas con la mujer policía y Mamá carpetera se hundiría por siempre en un mar de llantos.
No importaba, alcanzaría la gloria en esos brazos fuertes, en aquella boca dispuesta a beberla de un sorbo, entre aquellas piernas ágiles, entrenadas, que se enredarían entre las suyas y le llevarían a un maravilloso viaje.
No era la mujer ideal, la mujer soñada, ni siquiera se le acercaba, pero una cosa había llevado a la otra y cuando abrió los ojos ya era tarde.
La vida no era perfecta.
Si la rubia pecosa casi la había tocado allí, si la mujer de la biblioteca había correspondido a aquel apretón de manos, si la profesora de Literatura le había rozado con el registro y la había mirado de aquella manera, si todo había sucedido sin morirse, y además, había estado a punto de franquearse con sus padres el lunes, era justamente porque la vida no era perfecta y si la mujer soñada estaba en su camino sólo Dios sabía, él siempre colocaba las cosas en su lugar. Mientras tanto, tendría sexo como deporte, como entrenamiento para lo que vendría después, viviría una larga y activa vida sexual.
— ¿En qué piensa mi angelito? —la mujer le ofreció un vaso de agua.
— Nada importante.
— Lo importante está por suceder —dijo la mujer, se quitó la tonfa y el cinturón. Se sentó en una cama que a Virginia le pareció demasiada alta y se sacó las botas.
Los pies le llamaron la atención, eran grandes, bien cuidados y las plantas eran blanquísimas, en los dedos había anillos de diferentes colores.
— ¿Te gustan mis grilletes?
— ¿Grilletes?
— No me hagas caso —la mujer se levantó, caminó, puso el cinturón, la tonfa y las botas sobre el escaparate. Por primera vez Virginia le miró el culo. Le parecía perfecto. Estaba empezando a gustarle más de lo que había imaginado.
— ¿Puedo ir al baño?
— Puedes hacer lo que quieras. Estás en tu casa, en tu reino, soy tu esclava. Es por allí.
Virginia, se sacó las sandalias y caminó despacio. El piso estaba frío, una sensación agradable le subió por los pies y le recorrió el cuerpo.
El baño era amplio, estaba recién remozado. Abrió la ducha y decenas de finísimos chorros cayeron sobre el brazo. Tuvo deseos de bañarse pero la cerró. Leyó la etiqueta en el pomo de champú, miró las cremas, los suavizantes, los cepillos, las máquinas de afeitar y se detuvo en objetos sexuales colocados al azar en un pasamano de vidrio. Miró su cara en el espejo y se dijo, casi en un susurro, “estoy loca pá la pinga”, sonrió y le tiró un beso al cristal.
Se sacó la saya del uniforme, se bajó el blúmer, levantó la tapa, se sentó en la taza, aliviando su cuerpo. Volvió a vestirse. Cuando bajó la tapa y descargó, le llegaron los acordes de un piano. La casita se llenó de música.
La mujer policía bailaba descalza cuando salió del baño. La invitó, se dejó llevar. Danzaban a un ritmo parejo, sin grandes aspavientos. La mujer llevaba el baile y Virginia se acopló perfectamente. Parecía habían bailado toda la vida.
La música acabó para dar paso a una canción de Buena Fe y Descemer y se separaron. La oyeron, mirándose a los ojos, sentadas frente a frente.
— Qué bobos son los hombres —dijo la mujer.
— Allá ellos.
— ¿Cuántos añitos tienes?
— En junio cumplí quince.
— ¿Quince? ¿Y ya sabes lo que quieres en la vida?
— Eso nadie lo sabe. Uno puede soñar con algo pero la vida se encarga de poner las cosas en su lugar.
— Eres la segunda persona que traigo aquí sin conocerla.
— Mucho gusto, Virginia —dijo Virginia, se levantó, se cuadró militarmente, “después hizo una reverencia y dio un paso de baile”. Se quedó mirándola.
— El gusto es mío.
La mujer se paró. Caminó tres pasos y empezó a desnudarla. Lentamente. Iba besando cada tramo. Acariciándola. Cuando la tuvo absolutamente desnuda, la alzó por la cintura, colocando la boca a la altura de su boca. Metió la lengua dentro de Virginia quien cerró los ojos y saboreó, golosa, la serpiente intrusa que le trancaba la respiración.
— Eres un caramelito —dijo la mujer y caminó hacia la cama, sosteniéndola con fuerzas.
La acostó. Boca arriba. Con un dedo trazó una línea desde los tobillos hasta la garganta, haciendo breves pausas para mirarle a los ojos y verse reflejada en aquella luz. La volteó y volvió a hacer lo mismo.
Virginia iba a virarse pero ella le dijo.
— Shs, shs, shs, tranquila, bebé.
Virginia obedeció y la mujer se sacó la ropa a zarpazos. Se paró en la cama con las piernas abiertas sobre ella.
— Voltéate ahora.
Virginia se volteó y vio, allá arriba, a contra luz, una poderosa humanidad desnuda, abierta en dos mitades exactas y perfectas, y tembló.
— ¿Te gusta lo que ves?
— Me encanta.
Cuando se sentó en la cama, debajo de la mujer, a dos centímetros de su boca una flor de nácar palpitante, la retó. Ella, sin tomarse ni un segundo para pensarlo, aceptó el desafío.
La mujer la dejó hacer. La dejó hacer mucho tiempo. Virginia se sentó en el pie de la mujer. Estaba cómoda. Era feliz. Era la reina. Era la esclava. Era la perra. Era la puta. Era, por fin, la hembra mejor servida de la Isla.
Luego la mujer le dijo que entrarían a bañarse, más tarde comerían unas lascas de jamón. La mujer bajó de la cama. La tomó de la mano, la pegó a sus espaldas, bailaron otro poco y entraron al baño.
En el baño jugaron con el agua, con la espuma, con los objetos, cantaron abrazadas. La mujer policía regaló cinco nalgadas y tres galletas a mitad del amor, a Virginia le parecieron excesivas pero no dijo nada, no se quejó. Salieron chorreando agua por toda la casa.
Recordó a Mamá carpetera cuando la mujer echó las lascas en el aceite caliente mientras ella, desnuda, daba saltos en la cama.
La mujer buscó en unas gavetas, sacó una botella de vino y Virginia saltó aún más fuerte.
La mujer sirvió dos copas, echó un trozo de hielo en cada una, cogió el plato en una mano, las copas en la otra y fue hasta la cama.
— Estoy sudada.
— El vino te refrescará.
— ¿Sólo el vino? —dijo y se echó a reír.
— De momento —la mujer bebió un sorbo, metió un dedo en la copa, lo pasó por los labios de Virginia, mirándola como nunca la habían mirado.
— Eres mala, muy mala —dijo Virginia—. Por qué no brindaste conmigo. Por qué eres así.
— No soy mala, cosita — llenó su copa y brindaron, muertas de la risa.
Comieron, masticando en silencio. Extasiándose la una con la otra.
A las siete y diez empezaron a ver una película de vampiros. Virginia, exagerando, temblaba. La mujer la abrazó con fuerzas, de vez en cuando le revolvía el pelo.
Cuando se acabó la película Virginia estaba dormida. Soñando.
Soñó que la mujer se había levantado, iba al baño, jugaba con los objetos, y ella, desde la cama la había llamado, la mujer le respondía ahora iba, mi vida.
Se estiraba, buscaba el blúmer, sin levantarse se lo ponía. Miraba el falso techo, era blanco, si alguna vez le preguntaran cómo le gustaría morirse, diría que mirando aquel falso techo, sin dejar de mirar hacia arriba se preguntaba por qué había pensado en la muerte, bah, la muerte, ponía una almohada bajo la cabeza, el olor de la almohada era agradable, cómo se le había ocurrido pensar que la mujer sudaría agrio, oler esa almohada era placentero, y olerla como ella había hecho, como si quisiera aspirarla completa, era además, magnífico. En el baño la mujer lavaba otra vez su cuerpo para ella, absolutamente para ella. Era feliz. Pero entonces algo pasó, algo raro, que aún dentro del sueño mismo, incluso soñando que salía de él, no tenía una explicación coherente. Nada en la vida es perfecto, dijo una voz en el sueño. Y como si hiciera falta una justificación, una respuesta a aquel pensamiento, la mujer salió del baño y le dijo.
— ¿Cuándo te vas a poner mi ropa de policía? ¿Acaso quieres probar el sabor de mi puño en esa boquita, bebé?
Virginia se sentó en la cama, con una risa nerviosa. La mujer policía la haló por el pelo, la obligó a acostarse, ella obedeció diciendo que si ahora le gustaba fuerte.
La mujer caminó hasta el armario, cogió las esposas y la tonfa.
— Por fin voy a jugar con las esposas —dijo Virginia con una expresión que simulaba ser alegre.
— ¡Quédate tranquila! ¿Desde cuándo te gustan las mujeres?
— Hace tiempo pero tú eres la primera con quien me acuesto.
— La primera y la última, porque si te veo con alguien te rajo la cara —la mujer le dio un par de galletas con aquella manaza de dos libras y la esposó a la cama.
— Me estás haciendo daño. ¡Me quiero ir!
— Te vas a ir el lunes o el martes. O cuando me dé la gana —le dijo, con la tonfa se golpeó suavemente la palma de la mano.
— ¡Suéltame, voy a gritar, cojones, ya no me gustas!
La mujer puso música, empezó a bailar sola, con la tonfa, dando vueltas, como si estuviera poseída, cuando terminó se sentó en la cama y le besó los pies.
Virginia la golpeó en la cara. La mujer se echó a reír.
— ¡Vírate! —la mujer le golpeó la espalda con la tonfa, sin hacerle daño.
— ¡Déjame! —Virginia pensó en Papá coronel.
La mujer se escupió en la mano y la frotó en la entrepierna. La cabalgó frenéticamente, la golpeó con la tonfa como si fuera un jinete y Virginia una potra cerrera. Virginia sentía que por momentos aquello le gustaba y por momentos no.
— Así, mi perra —decía la mujer y Virginia la maldecía.
Después la mujer puso la boca dentro de Virginia. La penetró repetidamente con la tonfa. Virginia buscó un punto fijo en el falso techo blanquísimo, se concentró en él por un rato. Virginia dijo, “por favor”, pero la mujer policía cantaba. Las sábanas se llenaron de sangre. Virginia fue abandonando la casita azul, los poemas, la confesión que no hizo a sus padres, la música, la mujer de sus sueños que no conoció, la vida, imperfecta, para entrar por fin en aquel mundo, pequeño y perfecto que Dios había creado para ella. Estaba muerta. Pero entonces despertó, asustada, sudando, como si una fuerza desconocida le apretara el cuello y no la dejara respirar. La mujer policía, a su lado, le dijo con amor.
— ¿Qué te pasa bebé? ¿Todo bien?
La besó en la boca.
Virginia se levantó, fue por un vaso de agua y volvió a sentarse en la cama. La mujer la abrazó por la cintura y le besó la cadera. Virginia acarició su cabeza y le miró a los ojos, buscando el tamaño exacto de su tristeza y empezó a llorar.
Argenis Osorio. 1970, Doña Juana de San Ramón, Manzanillo, Cuba.
Narrador. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2000. En 2013 ganó Mención en el Concurso Iberoamericano de Cuento “Julio Cortázar”. En 2015 ganó el Premio Ciudad del Che, convocado por la UNEAC en Santa Clara. Fue Mención en el Concurso de cuentos Guillermo Vidal 2020, convocado por la UNEAC en las Tunas.
Ha publicado: Convite de Cenizas, (Ediciones Santiago, cuentos, Santiago de Cuba, 2002), Tras la piel, (Ediciones Santiago, cuentos, Santiago de Cuba, 2004), En este lado de la muerte, (Editorial Capiro, cuentos, Santa Clara, 2014), El orden natural de las cosas, (Editorial, Sociedarte, novela, Santo Domingo, República Dominicana, 2015).
Ha integrado diversas antologías en Cuba y el extranjero. Tiene inéditas las novelas: Prohibido morir en La Habana (novela, 2006), y El círculo musical del infierno (novela, 2015). Su novela La Sangre del Marabú, está a la venta en Amazon, al igual que el ebook En este lado de la muerte, (cuento, 2021).