En 1971 nadie iba a creer que casi medio siglo después yo compraría un libro de Pirolo. Pero fue así: Compré un libro de Pirolo. Parecía imposible, sobre todo porque Pirolo falleció hace varios años, y porque nunca volvimos a vernos desde que compartimos clase en el cuartel de Quemado de Güines, poco después de terminar la legendaria Zafra del 70. Huelga decir que ni Pirolo ni yo éramos guardias: El cuartel era un centro educativo, a tono con la estrategia revolucionaria de convertir los antiguos recintos policiales en escuelas. Ambos cursábamos el sexto grado en la “Mártires del 8 de abril”. Recuerdo al dedillo los nombres de mis compañeros de aula, los mejores que tuve en mi vida de estudiante. Podría mencionarlos sin equivocar una letra…
A mediodía nos sentábamos en una acera alta y sombreada, a esperar que “tocara el timbre” de la tarde. Pedíamos agua en casa de Hortensia. Cortábamos carolinas rojísimas en una arboleda cercana. Reventábamos “flores de peo” y nos reíamos a gusto. Pirolo aprovechaba para hacer chistes, historias simpáticas. Siempre me pareció un tipo simplón, buena gente, con cara de ser mucho mayor de lo que en realidad era. Una vez fue al médico y le diagnosticaron parásitos. Pirolo lo contaba como si fuera la cosa más natural del mundo. “Tengo «mecator» americano”, aún puedo escucharlo. Si he de ser enteramente franco, es la única frase que recuerdo en su voz, gangosa y leve. Luego lo perdí de vista. Nadie imaginaría que alguien así tuviera un mundo interior, inesperadamente rico.
Pirolo venía de una familia humilde: los “Candela”. Parece una biografía estalinista, pero es cierto: La familia de Pirolo era humildísima. Vivían en una casa de madera y tejas, en una cuartería frente a la bodega La Defensa. Estoy apelando a muy lejanas memorias: Que me perdonen los viejos quemadenses. A unas puertas estuvo la valla de gallos, devenida fábrica de escobas con la ofensiva purificadora de los 60. A cierta calle en el entorno le decían El Machetazo. No soy capaz de recordar otras cosas.
El segundo capítulo de esta historia comienza en Miami. Ha llovido mucho desde que entré por última vez al cine Renacimiento, o me senté junto al Guajirigallo (que ni siquiera existía en la época de marras). Una estrambótica combinación de porrón, tabaco, guajiro y, por supuesto, gallo. “El arte moderno es así”, diría mi madre. “No hay quien lo entienda”. Un día tropecé en Facebook con Eduardo René Casanova Ealo, un escritor quemadense-trinitario que fuma tabacos enormes (a juzgar por la foto). Eduardo vive en la “capital del sol”, pero fue a Quemado y trajo un poemario de Pirolo, que de pronto ya no es Pirolo, sino Jorge Luis Morales Morales (Quemado de Güines, 1958-2013). Son apenas 30 o 35 cuartillas de versos infantiles, dedicados por el autor a una hija adoptiva. Puede comprarse en Amazon, donde difícilmente implante records de venta o convoque a la crítica especializada. Cuenta con edición, corrección y diseño del propio Eduardo, quien además asume el rol de ilustrador, con peculiares dibujos pulidos en computadora (otra de sus profesiones).
Los poemas son, digamos, un tanto naíf. Cualquier “especialista” diría que “les falta taller”. Jorge Luis ignora la métrica con ingenuidad asombrosa. Juega con la rima y la manipula a su antojo, o prescinde de ella con igual simplicidad. En lugar de construir una espinela perfecta, coloca una sílaba innecesaria para romper el octosílabo. ¿Lo hacía ex profeso? ¿Le resultaban raros esos códigos elementales de la poética hispana? Tal vez el creador innato que habitaba en él creyó que no necesitaba el consejo de un experto. Tal vez no tuvo oportunidad. Tal vez la tuvo y prefirió pasar por alto las recomendaciones. Sin embargo, tienen las candorosas estrofas de Morales una bomba del carajo. Un corazón grandísimo, como el que no puede sino tenerse en medio del pecho, al margen de cualquier escuela o curso de escritura creativa.
Por demás, no siempre los versos de Pesquería lunar esquivan el peso de las reglas. A muchos de los poemas no les falta ritmo, sonoridades y acentos en compases casi perfectos, melodías cercanas al canto. Los niños (y algunos mayores entre quienes me incluyo) suelen atender a la emocionalidad de las palabras antes que a su significado. Tal vez por eso la poesía más auténtica genera sensaciones, en lugar de reflexiones lógicas. Los poemas de Morales me hicieron sollozar y a la vez reír, sacar el niño que vive dentro de mí. Me hicieron volar junto al gorrión que sanaron las manos de Pirolo (el sujeto lírico Pirolo, que por mucho no es el mismo Pirolo que conocí en Quemado). Me hicieron, como él, escribir cartas a Melchor; abrazar al lobo bueno de Caperucita; llorar con el “cintazo” de mamá y confortarme con su beso tierno.
Publicar estos versos no es un favor personal ni un homenaje póstumo. Es un acto de justicia poética. Un gesto encaminado a despertar lo que nunca debió dormir en brazos del olvido. Como recoger anzuelos que un niño desmemoriado echa al mar imaginario de la luna.
Poemas:
Al revés
El lobo es bueno,
Caperucita
no es tan ingenua
como la pintan.
Su abuela finge
paz y ternura
pero es perversa
como una bruja.
¿Qué cosas digo?
perdone usted;
estaba leyendo
el cuento al revés.
Cuestión de gustos
Hay quien prefiere
altos castillos,
ropa de seda
caros anillos.
Yo compro sueños
risa y pasión
con las monedas
del corazón.
Día de Reyes
Le escribí a Melchor,
una carta tierna
y Melchor me trajo
crayolas, muñecas
y para mi pelo
doradas peinetas.
¡Qué bueno es Melchor!
Estoy muy contenta,
volveré a escribirle
pero dice abuela
que me esfuerce más,
que estudie y aprenda
porque si no estudio
ni hago las tareas,
Melchor lee la carta
pero no contesta.
Corcel sin frenos
Te duelen Rocinante las costillas
de tanto batallar,
pero un jinete eterno te espolea
un jinete llamado Libertad.
Mi último consejo
Niño ve a la escuela, aprende
cuanto puedas, lo bastante.
No olvides que el ignorante
carga la pesada cruz
de ser cual bruto diamante
que no brilla, ni da luz.