Notas al margen de un relato policial en verso
No me cabe la menor duda de que uno de los mejores relatos policiales de Luis Rogelio Nogueras es un poema de apenas veintitrés versos. Género extraño en el que incursionó más de una vez, el poema policial encuentra en Nogueras un autor de excepción. Como se sabe, en 1981 ganó el Premio Casa de las Américas con Imitación de la vida. Una sección del libro, la “Antología apócrifa”, integrada por nueve poemas escritos supuestamente por un poeta latino, un guerrillero nicaragüense, un niño prodigio, el longevo presidente de un país desconocido, etcétera, sería publicada luego —para alimentar la cadena de equívocos que tanto atraían a su autor— de forma independiente, con el título de El último caso del inspector. El poema al que me refiero es el que da título a este volumen.
“El último caso del inspector”, según se dice allí, fue escrito por Joe Bell, antiguo maestro de gramática de Conan Doyle, “en cuyo rostro afilado, extravagantes gustos y curiosa habilidad para notar ciertos detalles está inspirado en parte Sherlock Holmes”. Así, el texto entronca con el más célebre personaje en la historia del género policial. Originalmente el poema se llamaba “Murder”, pero su traductor, Samuel Espada (obvia alusión al Sam Spade de Hammett), prefirió cambiarle el título. Me permitiré reproducirlo:
El lugar del crimen
no es aún el lugar del crimen:
es sólo un cuarto en penumbras
donde dos sombras desnudas se besan.
El asesino
no es aún el asesino:
es sólo un hombre cansado
que va llegando a su casa un día antes de lo previsto,
después de un largo viaje.
La víctima
no es aún la víctima:
es sólo una mujer ardiendo
en otros brazos.
El testigo de excepción
no es aún el testigo de excepción:
es sólo un inspector osado
que goza de la mujer del prójimo
sobre el lecho del prójimo.
El arma del crimen
no es aún el arma del crimen
es sólo una lámpara de bronce apagada,
tranquila, inocente
sobre una mesa de caoba.
El poema es una historia policial sui géneris. El narrador (porque de eso se trata, en un texto más cercano a la narrativa que a la lírica), nos habla de un tiempo presente, de “dos sombras desnudas (que) se besan”, de un “hombre cansado que va llegando a su casa”, pero él mismo está situado en el futuro y conoce, por tanto, el desenlace de esta historia. Como el futuro no ha ocurrido aún, está obligado a presentarlo en forma de negaciones. Y como al mismo tiempo desea que leamos una historia con el atractivo de las policiales, los primeros versos de cada estrofa remiten a términos y motivos del género: “el lugar del crimen”, “el asesino”, “la víctima”, “el testigo de excepción”, “el arma del crimen”.
Puesto que, sin embargo, en el momento de la enunciación todo está por ocurrir, los segundos versos reiteran la estructura “no es aún (primer verso)”. A partir del tercero se narra lo que acontece en el presente. El reiterado uso de la estructura “X/ no es aún X:/ es sólo Y”, pone en funcionamiento la idea de que el crimen no está implícito en los personajes o los hechos mismos, sino en las circunstancias que los rodean. Eso es lo que explica que los dos motivos más horripilantes en la cadena de primeros versos (“el asesino” y “el arma del crimen”) sean en realidad los más inofensivos.
Mientras “el lugar del crimen” es sitio propicio para que dos sombras desnudas se besen, mientras “la víctima” es una mujer ardiendo en otros brazos, mientras “el testigo” es un inspector osado que goza de la mujer del prójimo, el asesino no es sino un hombre cansado que va llegando a su casa, y el arma del crimen no es más que una lámpara apagada, tranquila e inocente.
En contraste con la agresividad de los amantes, el futuro asesino está calificado por el cansancio, es decir, por la pasividad. Es curioso que ni siquiera se establezca explícitamente la relación que lo une a los amantes. Dicha relación se deduce de la caracterización que se hace de la mujer (“en otros brazos”) y del testigo (“goza de la mujer del prójimo sobre el lecho del prójimo”). De modo que aquel no pasa de ser un hombre cansado, un tanto desvinculado, en apariencia, de su entorno. Para acentuar su inocencia, este hombre cansado va llegando a su casa. El uso del gerundio, por lo que tiene implícito de acto no concluido, refuerza la idea de que este hombre no iba —con la impulsividad que ello supondría— al encuentro del adulterio, sino que fue sorprendido por él (a diferencia del gerundio de la tercera estrofa, “ardiendo”, que suponía un regodeo en el acto adúltero).
Por su parte, “el arma del crimen” —asociada comúnmente con armas de diverso tipo que remiten de inmediato al campo semántico de la muerte— es aquí una lámpara que, para más señas, ni siquiera cumple una función activa, puesto que está apagada. La última estrofa, además, es la única que —en sentido estrictamente narratológico— carece de narratividad, puesto que en ella no sucede nada. Si en las primeras tienen lugar acciones de diverso tipo, aquí el tiempo está detenido. El montaje paralelo de aquellas nos recuerda una concepción cinematográfica de la narración; la última, en cambio, parece una foto fija. Ello produce en el final una suerte de asepsia que choca con el hecho sangriento que está a punto de ocurrir.
A pesar de que la historia se presta para ser desarrollada en amplios cuadros dramáticos, aquí se prefiere el detalle; la narración se hace un tanto minimalista: la mirada se fija en un cuarto, un hombre que avanza, una mujer, un hombre y una mujer sobre un lecho, y una lámpara. Esos detalles son capaces, por sí solos, de sugerir el asesinato. Así, el poema va trazando una línea divisoria que refleja dos imágenes diferentes, algo y su contrario, lo que es y lo que será.
Como es evidente, el texto intenta resaltar el carácter lúdico de la literatura. Se vale es cierto, del género policial, pero ironiza a costa suya y juega con la idea de que ese inesperado futuro estaba inscrito en el presente: lo que todavía no es, resulta ser, de hecho, lo que será. La paradoja radica en que si bien nada parece anunciar lo que ocurrirá, el poema es, precisamente, ese anuncio.
Al mismo tiempo, ello implica una reflexión más profunda. Todo lo que en el policial clásico se condensa en el célebre whodunit (¿quién lo hizo?, es decir, ¿quién es el asesino?), se desvía aquí para hacernos percibir la distancia que media entre la posibilidad de los hechos y los hechos mismos. El poema nos revela todo de antemano para hacer visible la trampa sobre la que se sostiene un género y, al fin y al cabo, la literatura misma: que todo está oculto en la primera línea, que ella presupone el punto final, y que la labor del escritor consiste en aplazar hasta dicho punto un universo que él conoce de antemano.
De ese modo, el supuesto poema de Joe Bell no sólo estaría jugando con la fórmula consagrada por Edgar Allan Poe, sino que al mismo tiempo nos estaría ofreciendo una clave de interpretación. Bien mirado, este híbrido de lírica y narrativa en que se cruzan el policial y el apócrifo parece sintetizar la poética y la concepción de la literatura de Luis Rogelio Nogueras.
Jorge Fornet. Bayamo, 1963. Ensayista e investigador
Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana y Doctor en Literatura Hispánica, grado científico que obtuvo en El Colegio de México. Es autor de los libros Reescrituras de la memoria: novela femenina y revolución en México (Premio Pinos Nuevos, 1994); La pesadilla de la verdad (1998); El escritor y la tradición. En torno a la poética de Ricardo Piglia (2005); Para qué sirven los jarrones del Palacio de Invierno (2006) y Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo XXI (Premio Alejo Carpentier de Ensayo, Editorial Letras Cubanas, 2006) que mereció además el Premio de la Crítica. Desde 1994 dirige el Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas y, desde 2010, codirige, junto con Roberto Fernández Retamar, la revista Casa de las Américas.