El Grupo llevaba tiempo en Cuba. Casi diez años. No habían sido los primeros, pero sí de los pocos que huyeron desesperadamente con destino al Caribe ante el temor de la era táctil y otros cambios repentinos. Tampoco era la primera vez: ya a comienzos de la época industrial muchos de los de su especie habían huido de los modernismos para encontrar un rincón tranquilo donde habituarse poco a poco a las novedades. Así eran los vampiros: el organismo parásito que reemplazaba al cerebro humano funcionaba en cámara lenta y necesitaba meses o años para crear sus propias pseudoneuronas, capaces de producir nuevas sinapsis. Mientras el humano recipiente continuará con las acciones correspondientes a su rutina habitual, todo iba bien. Podían pensar y concebir tan bien o mejor a como lo habían hecho en vida, pero eran pésimos en adaptarse a nuevas situaciones.
El Grupo había sido de aquellos que, al activar su mecanismo de huida, partieron en busca del país subdesarrollado que primero se les presentara; no importa si luego tuvieran que lamentarlo profundamente.
Ellos habían emigrado a la mayor de las Antillas y su número era bastante reducido, unos veintitantos, a lo sumo. Los países de mucho calor y días largos no eran los favoritos para los vampiros, puesto que el organismo que mantenía con vida sus cerebros era extremadamente sensible a las temperaturas cálidas. La leyenda popular se había encargado de exagerar el mal que afligía a los vampiros cuando tomaban el sol, pero aun así, poco a poco, el Grupo fue partiendo hacia mejores lugares hasta que solo quedaron cuatro de ellos en suelo cubano.
Habían integrado a sus hábitos el reunirse semanalmente en busca de protección mutua y así continuaban haciéndolo. Si bien el Grupo había infectado a otros muchos, ya ni siquiera de esos quedaban tantos en el país. Aun cuando el organismo vampírico no había colonizado la totalidad del cuerpo, el reflejo de supervivencia reaccionaba, haciéndoles abandonar esa olla de presión caliente y sudorosa.
Claro está, ellos también pensaban en irse; pero, por alguna razón desconocida, les costaba más activar de nuevo el instinto de huida tras haber asimilado gota a gota la cultura del lugar, las extravagancias de sus habitantes, la impasibilidad general y las novedades tecnológicas que tanto les habían asustado al principio. De todas maneras, la partida era el tema más recurrente en sus conversaciones.
—¿Entonces, qué estamos esperando, la guagua? —dijo Robert, en el mejor dialecto cubano y en voz alta por si algún vecino los estuviese escuchando— A mí me queda poco aquí.
Robert era el lingüista del grupo. Por el tiempo que llevaba en Cuba hablaba ya en perfecto español, y en su momento podía ser tan chabacano como los demás. Nadie habría adivinado su origen inglés y aristocrático pero era el perfecto comodín para los otros, que no dominaban de manera tan extraordinaria esta variante rebuscada de la lengua de Cervantes.
Como incluso los vampiros más singulares debían adaptarse, Robert trabajaba en la Facultad de Lenguas Extranjeras durante el día y por la noche daba clases particulares. De ambos trabajos sacaba el dinero y, de cuando en cuando, la sangre que necesitaba para vivir.
—Yo estoy de acuerdo —afirmó otro de los presentes con un remarcado acento alemán—. Mi libro ya está listo y no tenemos más nada que hacer aquí.
Alto, rubio, pecoso y de ojos azules, el segundo interlocutor sí no podía ocultar su origen foráneo. Aunque alemán de origen, había vivido gran parte de sus 182 años en Gran Bretaña, tierra donde había conocido a Robert. Wolfgang era paleontólogo y, de hecho, fue esta profesión la que lo condujo al Reino Unido para trabajar en diversos museos de Gales. Fue el primero en tomar la decisión de venir a Cuba al comenzar la debacle, tras conseguir una colaboración de la Academia de Ciencias, en donde trabajaba desde entonces.
Los otros dos no se conocieron hasta que llegaron a la isla. Una era italiana, llamada Valentina, y vampiresa muy bella pero de hábitos muy liberales, con la sangre y el sexo en la punta de la lista y una enorme cantidad de propiedades que ponía a su alcance fácil dichos apetitos. El otro era Mike, un chupasangre sui generis, que se hizo santero nada más llegar a la isla. Todos sabían de donde Mike sacaba la sangre… Hasta estaba casado con una tremendísima mulata, una “criollita Wilson” como se dice; de la misma manera que todos adoraban a su hija, una mulatica de ojos azules y mil sonrisas.
—Mi libro ya está listo… —insistió Wolfgang— y creo que es hora de regresar a la patria.
—Finalmente, ¿encontraste rastros de otros vampiros en Cuba, o no? —preguntó Valentina, intentando disimular la risa burlona que exhibía ante el tonto pasatiempo del paleontólogo.
—Encontré restos de algunos en los más viejos cementerios, para que lo sepas, pero no parece que ninguno de los nuestros se asentara aquí permanentemente… Y no les culpo.
—Bueno, family, qué vamos a hacer por fin —interrumpió Mike al alemán—. ¿Se van o se quedan?
—¿Te vas a quedar tú? —se extrañó Robert.
—Yo seguiré todavía un rato más. Al menos hasta que pueda sacar a mi mujer y a mi hija. Mal que bien, estoy acostumbrado a este lío, así que puedo aguantar. Pero, bueno, quiero ir a la fiesta de despedida con ustedes… ¿porque vamos a hacer una, verdad?
—Seguro —replicó Valentina—, con dos o tres mulatones que sirvan para otra cosa además de para comer…
—Casta y pura, la doncella…
—¿Celosito, Mike? Tráete tú a dos o tres mulatas brujeras y después intercambiamos.
—Vampiresas como tú son las que necesitamos… matar.
—Déjense de comer tanta shit y concéntrense —Robert hablaba tan alto como siempre—. La despedida, como todas las fiestas, la haremos en la finca de Valentina. Mike, ¿sigues teniendo a tu ahijado en el Banco de Sangre de la calle 23?
—Sí.
—Entonces ya, conseguimos algunas bolsas y ¡completo Camagüey! Recuerden que es una fiesta, no un merendero, hay que comportarse. No sé ustedes, pero yo me pienso ir antes de los calores fuertes de agosto, mientras el clima no amenace con acorralarme en un lugar sin ventilación ni refrigeración de socorro.
—También yo —acotó Wolfgang—, mi libro ya está hecho.
—Y dale con el libro —Valentina volvió a sonreír—. No sé de dónde sacaste esa costumbre de quemarte las pestañas en vez de disfrutar de la vida… Bueno, el primero de agosto hacemos nuestra fiesta y después nos vamos…
El día acordado se reunieron en la finca de Valentina. Todo estaba listo, incluso las bolsitas rojas. Los invitados eran muy diversos: desde los criollos de Valentina hasta algunos de los vampiros que habían vivido en La Habana, pero que, por muchas causas, ya estaban de vuelta en sus países.
La fiesta, a decir de la mayoría, era una de las mejores que la italiana hubiese organizado. El problema era, quizá, que estaba convirtiéndose en un exceso orgiástico al modo de las bacanales de Calígula: la sangre desbordaba, en cualquier rincón se veía a los convidados en posturas indescriptibles y en más de una ocasión los vampiros aprovechaban para darse un festín con la lascivia del acto. Por esa razón Valentina había insistido en traer a tantos jóvenes. Sabía perfectamente que los vampiros también caían en la rutina, en la falta de inventiva de la edad y les era necesario el estímulo.
El libertinaje acababa de empezar y aún los amigos no se unían a las festividades; les bastaba, por ahora, ver cómo los invitados se deleitaban en SU fiesta de despedida. Pronto, muy pronto, partirían hacia otras latitudes abandonando el abusivo clima de la isla y separándose tras un número de años de amistad muy grande incluso para ellos. Esta celebración era además la última oportunidad para disfrutar de la tierra en la que llevaban tanto tiempo viviendo e, irónicamente, ahora no se sentían con ánimos de aprovecharla.
Aun así se distraían paseándose por entre el gentío, observando las diversiones ajenas y caminando hasta la piscina. Se sentaron cerca del borde y durante un tiempo nadie habló, se limitaron a mirarse entre ellos y de vez en cuando le echaban una ojeada a los bañistas.
—Oye mujer, te ha quedado buena la fiesta —dijo Mike con un poco de desánimo.
—Sí, bueno, para esta última reunión lo preparé todo como Dios manda.
—Sí, eh…
—Me voy el día diez, familia… —dijo Robert— Ya está decidido.
—¿Entonces, qué? —preguntó Mike— ¿Todos se van el día diez?
—¿Por qué no? —preguntó Wolfgang a su vez— Podemos sacar juntos los tres pasajes y nos vamos.
—Los voy a extrañar… —dijo Mike— Los voy a extrañar.
—Ya mantendremos el contacto, no se depriman. Además, seguro igual nos reunimos allá —acotó Valentina—. Miren el gentío, creo que los humanos están listos, recuerden: hay que comportarse. Ya es de madrugada y los demás quieren comenzar.
Con la poco habitual sensiblería de estas criaturas, ninguno confesó la pesadumbre que sentía en el pecho. Eran bestias de costumbres y después de tantos años habían terminado por acomodarse a esta tierra aunque fuera tan poco apta para su especie. Pero era hora de buscar un hogar nuevo. Sin decir más, el grupo se levantó y se unió a la fiesta que, para ellos, apenas comenzaba.