Nocturno habanero
Querido prospecto de lector, querida futura lectora: Mundo pañuelo es uno de los poemarios más radical e íntimamente citadinos que tendrás en tus manos. Y la ciudad es La Habana, nos lo deja claro el primer poema, que inaugura la hazaña de inventarla:
El viento fue arrancado de raíz
pero alguien lo estampó en primera plana.
El viento fue arrastrado hacia La Habana
y huyó despavorido del país.
El viento se perdió en algún desliz
en alguna tormenta migratoria
(el alzhéimer del viento es la memoria)
El viento tose ante las hojas secas.
El viento le desordena las pecas
los cabellos y las faldas a la Historia.
Nosotros desde antes, desde los epígrafes (Y la ciudad ahora es como un plano / de mis humillaciones y fracasos, Jorge Luis Borges; Lo dejaron a solas con la ciudad, Yamil Díaz Gómez; Para entrar en la ciudad, / antes tuvimos que pagar el impuesto al rostro, Henri Michaux), venimos advertidos al encuentro con una ciudad que no es telón de fondo sino paisaje profundo – los límites entre el yo y la ciudad a cada rato se desdibujan o más, se desgarran. La ciudad es un ser vivo, con “bostezos de polvareda” arremolinados por el viento, “uñas”, “caries del balcón”. Los barrios son interpelados por sus nombres. Al lector no se le concede ser espectador de esa hibridación perturbadora entre transeúnte y calles, antes todo lo contrario, se nos exige involucrarnos sin medias tintas ni eufemismos, ya que después de habernos dicho “te regalo la ciudad” la nota introductoria nos ordena más que invitarnos: “Ábrele tu piel”. Nota introductoria que, por cierto, en una ciudad puerto no puede sino ser un “mensaje encontrado en una botella” que en este caso está, irónicamente, rota. Para esto, solo la ironía nos traerá salvos de regreso, al nosotros y al poeta, después del accidentado paseo entre escombros que nos aguarda.
En La Habana de estas páginas siempre es de noche. A veces tanto que hasta salir a la calle
resultará anacrónico esta noche
descender las escaleras
dejarse lamer los ojos los oídos
por las aguas albañales de tu nombre
–ese borrar, desdibujar, los límites entre el yo, el cuerpo, y la ciudad, necesariamente genera un mundo sensorial complejo, sinestésico, en el que el propio cuerpo se termina desordenando, confundiendo, ojos por oídos, muros por muslos. Al fin que, aprendemos en otro poema,
pronto seremos estatuas.
Mientras tanto lleguemos a ese estado de pétrea quietud, sin embargo, la ciudad y el flâneur que la divaga,
Un paso más y me arrepiento. Mejor sigo de largo,
hechos uno, comparten la circulación de fluidos corporales, y son por la misma circulación atados – así como en árabe el verbo ‘aṣaba significa ‘atar’ y el sustantivo ‘aṣab es ‘tendón’ y ‘vena’. Entre dichos fluidos, sangre: atraviesan la ciudad
surcos de sangre oxidada.
Y lluvia lagrimal,
¿será que la ciudad gotea por tus ojos?
Y saliva, de escupir –
Del cielo vuelve el mismo escupitajo.
Pero escupir también es desangrarse
–o besar, aunque más que darse los besos en estas calles nocturnas se ausentan, se niegan, se fugan,
húmeda fugacidad que niegas ofrecerme,
el recuerdo húmedo de un sitio
que pertenece a otra nocturnidad.
Porque es de noche, decíamos, de noche siempre. Estos paseos no son nocturnos por capricho, sino porque la luz es nada menos que imposible. Empieza siendo un engaño juguetón:
La sombra juega con la luz
El sol juega al escondite,
para acabar, ya casi cerrando el libro, develándose como una mentira primigenia, fundacional, apenas suavizada por cierta resignada ironía:
En el principio fue la luz, dijeron
[…]
Hubo peces y aves bíblicas,
pero no luz,
solo una hoguera al fondo.
Una hoguera en un fondo que nos recuerda que la ciudad es también interiores íntimos, escaleras, vida secreta de los objetos,
el collar que te abandonó sobre mi escaparate
(sorpresas de la morfosintaxis).
Y sobre todo, a través de todo, el viento, que barre la ciudad página por página, de esquina en renglón, desde la primera irónica, incómoda, irredenta paradoja en su ráfaga endecasílaba:
el alzhéimer del viento es la memoria.
El viento es lo único que importa,
sentenciará otro verso más adelante.
Padre viento que estás en todas partes,
estás sin estar, inasible entre imposibles, entre el olvido y la memoria.
Todo es poético en estas páginas, hasta la bolsa de basura que salimos a sacar en la noche, como hace siglos fueron poéticos en la Arabia preislámica los melancólicos mugrientos restos del campamento de la tribu que había partido – que no las ‘ruinas’ con las que se han traducido, evocando nuestro imaginario occidental de blancas columnas rotas y gradas con flores silvestres. Sea como sea, al fin, llegamos,
malhumorados los huesos,
huesos recurrentes que se han estado asomando, tercos, entre las esquinas y los semáforos.
Ya me estoy yendo
de todas partes
(me protege un pañuelo),
ese pañuelo del título que obviamente de nada protege: la desprotección queda quizás como única certidumbre. Si acaso, y un poco, hasta la siguiente esquina, es la ironía que a través de la noche nos mantiene andando.
Caterina Camastra. 1976, Brescia, Italia.
Diplomada en Traducción por la SSLMIT (Escuela Superior de Idiomas Modernos para Intérpretes y Traductores, Universidad de Bologna, Italia), licenciada en Idiomas por la Universidad de Westminster (Londres, UK), maestra en Literatura Mexicana por la Universidad Veracruzana, doctora en Letras por la UNAM, con estancias post-doctorales en la Universidad de Turín (Italia) y El Colegio de Michoacán. Sus principales intereses de investigación son el teatro en México en el siglo XVIII, la literatura tradicional y popular en el mundo hispánico, la traducción y la literatura comparada, las relaciones entre la cultura hispánica y la árabe-andalusí. Es traductora al italiano de narrativa mexicana contemporánea (Hugo Hiriart, Verónica Murguía, Alberto Chimal, Alberto Ruy Sánchez, Sergio Galindo). Es autora de varios artículos en revistas académicas (La Palabra y el Hombre, Investigación Teatral, Contrapunto, Revista de Literaturas Populares, Boletín del Archivo General de la Nación, entre otras) y colaboraciones en libros colectivos. También es autora de dos libros para niños (Ariles y más ariles. Los animales en el son jarocho, y Fiestas del agua. Sones y leyendas de Tixtla) publicados por la editorial El Naranjo y ganadores de diversos premios. Es investigadora de la UDIR (Unidad de Investigación sobre Representaciones Culturales y Sociales, perteneciente a la Universidad Nacional Autónoma de México) y colabora como docente con la Escuela Nacional de Estudios Superiores, UNAM campus Morelia.