Celina Cancio desayunó yucas y un par de huevos fritos, hacía mucho tiempo que no disfrutaba esta combinación que tanto le gusta y que la madre le ofrecía casi a diario para que no se fuera a la escuela sólo con el vasito de café con leche, porque no le gustaba el pan “a pulso” decía ella, porque la mantequilla había desaparecido. Recuerda aquellos días de escolar y sonríe, era feliz entonces, le gustaban, sobre todo, el uniforme y las clases de biología. También le gustaba la ternura de Luz Marina, aquella maestra maternal que le pasaba los dedos por la cabeza.
—Vas a ser una gran bióloga.
No le gustaba que Elena, su hija, le hablara de cerca, porque tenía aliento de cañería.
Le gustaban sus compañeros de aula, los juegos en el recreo y aquella vista hermosa. La escuela estaba sobre una calle empinada y desde los ventanales podían ver la quietud o la bravura del mar, según fuera el caso. A ella le encantaba pararse junto a la ventana enorme y mirar a través del cristal aquel paisaje verdeazul del Caribe, los mangles formando una raya gris en la distancia y eran ejército en avanzada. Sobre sus cabezas el vuelo de las aves costeras, majestuoso, libérrimo, le parecía.
No había dolor, ni preocupaciones, en todo caso cierta nostalgia por lo inalcanzable del paisaje que se tendía en las profundidades del horizonte. Pero no había dolor, ni frustraciones ni desgarramientos ni la distancia que ahora la separa del hijo.
Sin prisa, Celina Cancio recoge los trastes y los lleva al fregadero. De paso toma un poquito de café y vuelve a la mesa para saborearlo. Desde que le empezaron a aplicar los sueros apenas come, las náuseas no se lo permiten, tampoco toma café, pero hoy se siente aliviada y ha recuperado un tanto el apetito, por eso las yucas con huevo y ahora el café calientito que le hizo Filiberto en la mañana.
Se siente frágil, liviana, como si le hubiesen quitado un peso grande de encima. Sin prisa va hasta el cuarto, termina de tender la cama que quedó a medias y se va hasta el baño para echarse un poco de agua en la cara y alisar el cabello. Ve la palidez que se ha ido adueñando del rostro y nota la caída incesante del pelo, ahora recortado hasta el entronque de la nuca. “Voy a morir”, piensa, murmura para escucharse, como si necesitara hacerse tal confesión. “Moriré sin ver a mi hijo”. No sabe que José Ramón estuvo muy cerca, que pisó tierra cubana para verla y lo metieron de regreso en el avión; Filiberto no quiso decírselo.
Vuelve a la habitación y se detiene frente al espejo que viste la puerta del escaparate, se mira de cuerpo entero y se nota más delgada, pero no le parece mal su figura, se le ocurre que hasta puede verse rejuvenecida.
Se detiene en cada detalle y percibe un brillo en los ojos que creyó perdido, pasa sus manos por los senos y siente que la piel responde, se eriza, se encrespa como el mar en tiempo de tormenta. Súbitamente le llega el olor de la costa; a peces, a brisa salitrosa, a madero mojado, a mangles y uvas caletas. Sin tiempo para razonarlo, sin deseos de hacerlo, lanza los zapatos y busca unas sandalias ligeras, se despoja del vestido y lo sustituye por un pantalón y un pullover que no ha usado durante algunos años, desde que dejó de asistir a los trabajos en el campo y a las movilizaciones de la milicia y la Federación. Descubre con asombro que han vuelto a quedarle perfectos, acaso un poquito ancho de cintura, nada importante.
Celina Cancio rompe el encierro de mucho tiempo y abandona la casa para irse en busca del mar. Se quita las sandalias y camina con los pies desnudos bordeando la orilla, la marea es baja y el agua apenas avanza unos centímetros, empujada por las tenues olas, que a ella le parecen agónica respiración de la bahía. Camina con la cabeza en alto, para que la escasa brisa costera le pegue en el rostro. Va hacia el bosque de uvas caletas, tantas veces visitado por Filiberto Alcántara, nunca más por ella desde el nacimiento de José Ramón. Huele a arena, a moluscos, a peces y a hierbas mojadas. Huele a mar, a sol, a tierra fértil. Huele a sexo y a piel de niño recién nacido. Huele a vida, a Filiberto, a placenta, a sangre virginal brotando, corriendo por los muslos. Huele a sudor de hombre, a semen, a ternura y uva caleta.
A la sombra de los arbustos Celina Cancio se va despojando de la ropa, como lo hiciera muchos años atrás, cuando se entregó a Filiberto, la tira sobre las ramas y abre los brazos como si fuera a emprender vuelo, alza su mirada al cielo, ve las gaviotas y un puñado de garzas planeando en las alturas, buscando seguramente un sitio propicio para acuatizar en pos de la presa. A ella le gustaría volar como aquellas, desplazarse en las alturas como ellas y buscar otras tierras, otra vida; huir de la muerte y empezar otra historia. Le gustaría que vinieran a ver su desnudez, a picotear sus senos desnudos, su sexo también desnudo.
Camina entre las uvas caletas, como si buscara el punto exacto donde concibió a José Ramón, siente el suave contacto de las hojas tocándole los muslos, la brisa empuja las ramas y levanta el vapor salitroso que viene a pegarse en el rostro y entra a los pulmones y enfurece la sangre, que corre en torbellino y ella la siente invadiendo el corazón, subiendo a la cabeza, bajando luego para volverse huracán entre las piernas. Gira Celina Cancio, como cuando era niña y le gustaba sentir el efecto de vértigo, gira y gira y es un trompo desafiando el espacio. Gira y se va dejando caer poquito a poco para quedar tendida sobre la arena, a la sombra de las uvas caletas, con el cielo y las gaviotas haciéndole techo. “Quiero amar”, murmura Celina Cancio, susurra, porque los pulmones no le permiten gritar. “Quiero amar”, y las manos, sus manos, las de Filiberto Alcántara le acarician el vientre, los senos que apuntan a las alturas, se enredan los dedos con los vellos, entran a la oquedad húmeda. Se contorsiona ella, como presa de convulsiones. Entra Filiberto con la voracidad de su pene en ristre, lame los pezones rojos, desafiantes, la besa, empuja, se mueve y golpea en lo hondo. “¿Hasta dónde lo sientes?”. “Hasta el corazón, hasta la garganta”. Filiberto rompe, abre un surco, deshace la virginidad, la distancia, los prejuicios, el miedo. Siente el calor del semen, de los labios que suben, se detienen en el nacimiento de los muslos, acarician los senos, los muerden, presionan sobre los pezones. Hinca Filiberto y desgarra. “Se llamará José Ramón, como su abuelo”. Lo siente dentro, profundo; donde el semen divino se vuelve manantial y fecunda, se mezcla con la sangre y la tierra, con el olor de los peces y moluscos, con sal y arena, con el sudor de hombre excitado, con el olor a sexo y a virgen poseída.
Crece José Ramón, lo escucha llorar, puede sentirlo allá dentro, presionando sobre las costillas; duele José Ramón, empuja los pulmones que quieren reventar y finalmente estallan, se vuelven polvo, un polvo blanco que dibuja su imagen y se levanta y vuela y va a meterse en el pueblo, entra por la ventana abierta de la casa y se mira al espejo, pero no está, no puede verse a sí mismo y entonces baja para confundirse con el piso adoquinado.
La cabeza de Celina Cancio desciende, se hunde en la arena, vuelve a sentir el grito del hijo que nace. Percibe el hilillo de sangre que brota por la comisura de sus labios y en el instante que susurra: “Se llama José Ramón”, una bandada de aves costeras baja y se la lleva. “José Ramón”. Y desde las alturas el pueblo es una canica, un punto gris, se aleja y desaparece.