Narrar la inquietud: maneras de venirse abajo
¿Cómo narrar? Cuando tenía tiempo de atormentarme, me buscaba incansablemente al otro lado. La respuesta, siempre inconclusa, lograba distanciarme de la página en blanco por un periodo nunca fácil de superar. Cuando la tiranía de las obligaciones se fue imponiendo entre las interrogantes y yo, la filosofía sobre el arte de narrar se deshizo en los primeros manuscritos de mis historias más febriles. Los personajes no me daban el tono necesario para definir matices coherentes. Me leí, en el descansillo de la escalera, un relato que Cortázar tituló El perseguidor y que a mí me dejó apabullado, dispuesto a tenderme sin voluntad sobre las teclas. Desde el instante en que Julio escribe: “Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido enseguida al hotel”, no logré apartar mis ojos de aquellos ojos que seguían al Johnny por todos los planos físicos y psicológicos de la narración, por aquellos entuertos y gradaciones de la ficción sostenida (estas dos últimas son algunas de las palabras que mejor definirían la prosa cortazariana). Traté de no inquietarme, de mantenerme en silencio después de haber concluido la lectura, pero cualquier maniobra para volver sobre el yo que era en la primera línea me fue imposible. La inquietud se había acrecentado página tras página mientras trataba de reconstruir el laberinto filosófico del Johnny, disperso por toda la narración, no solo loable en lo que decía y hacía el Johnny, sino también en las consideraciones jazzísticas del crítico a su sombra. Al toxicómano saxofonista o a Cortázar, a cualquiera de los dos, les habría encantado decir “elasticidad retardada” o “secuestro momentáneo del lector” o “conciencia razonante”, por ejemplo. Es, en verdad, ficción sostenida, maneras de trasgredir las normas usando los instrumentos tradicionales.
¿Cómo narrar? Meses después estaba ya casi a punto de recibir la respuesta cuando me detuvo una pared impresionante, El pozo, de Onetti. Estaba incluido (resulta indispensable aclararlo) en el mismo folio de la Colección Literatura Latinoamericana de Casa de Las Américas, año 1970 (¡ah, aquellos libros!), donde quince relatos ensanchaban el panorama, metían al lector en un saco y lo molían a palos, degradaban, cada uno por separado, la perspectiva real o ilusoria hasta estremecer a su modo todo el universo ya leído, ya visto, ya callado. Gracias a la selección de Mario Benedetti y de Antonio Benítez Rojo sobrenadaba Onetti junto a Carpentier, Guimarães Rosa, Manuel Rojas, Walsh, Cortázar, García Márquez, Carlos Fuentes, José María Arguedas, Roa Bastos, Donoso, MVLL… La prosa ríspida de El pozo me condujo a un salón poliédrico en el que la anécdota, la sensación de la anécdota o la pérdida total, y hasta la usura de las emociones del narrador anecdótico, finamente hediondo desde el principio, sublimó mis conceptos y todas las posibles definiciones en el instante en que Ana María es violada y se convierte, por principio, en una pesadilla recurrente, una deformidad de hada madrina (de ángel de la guarda imperfecto, pudiera decirse sin ateísmo) que acompaña a Eladio Linacero a lo largo del relato y sigue allí como certeza, durante mucho tiempo después, en la misma cama de hojas. Tanto El pozo como El perseguidor trajeron la inquietud a casa, la acostaron sobre mi teclado. La palabra, organizada allí para meternos por los sesos el conflicto y una nueva demencia, me redujo a una butaca tibia de donde saldría solo con la astucia evocadora del relato Fotos, de Rodolfo Walsh, cuya construcción segmentaria recuerda un álbum donde asoman siempre las orejas de Mauricio Irigorri, a veces de la manera más insospechada, lográndose acercamientos y distanciamientos en la construcción de la historia lo mismo que en el hecho fotográfico, primeros y segundos planos de una vida frustrante y frustrada que comienza con el niño Mauricio tocándole el trasero a la maestra y termina con el hombre Mauricio ostentando un ojo de bala en mitad de la frente. Lo mismo que en una foto, hay luz y sombra en el relato, los personajes se detienen, muestran lo que son, lo que hay en ellos, sonríen o se atemperan y dibujan un reproche para ciertos recuerdos, cierta época, cierta clase social.
¿Cómo narrar? En la búsqueda también de la respuesta, tanto Cortázar, como Onetti y Walsh, consiguen la inquietud, en ese abrupto camino ensayan una y otra vez ante nosotros las armas secretas, se combina un escritor cada vez más invisible que cede todo protagonismo al narrador a través de estructuras que si bien podrían llegar a ser convencionales recuerdan la perfección sin llegar a tocarla impunemente. Si algo pudiera sacarse en claro es que, para bien o para mal, el oficio literario nos obliga a rompernos las narices, escribir y rescribir, en la más absoluta soledad, la misma soledad que padecieron los anteriores, los julios, los juancarlos, los rodolfos, antes de poder conseguir una sola página memorable. Dos historias escritas en épocas distintas, pensadas para personajes sin relación alguna, podrían unirse y formar una sola novela genial con infinitas posibilidades inquietantes. A la que podría parecer la más redonda de las ficciones se le pueden añadir (eliminar) fragmentos que cambien la perspectiva, dinamiten la trama, produzcan encrucijadas de voces y magnifiquen el conflicto. Tenía razón Bolaño (por supuesto, por supuesto…), la narración lineal se ha extenuado con Sobre héroes y tumbas o La invención de Morel, se podría insistir en ella, de hecho se insiste comúnmente en ella, pero el resultado es siempre una novela del siglo XIX editada en el XXI. No sé si esa podría ser la respuesta o una parte de ella, o si cada uno puede tener la suya exactamente igual a como cada uno puede tener un perro diferente, sin contratiempo alguno, pero tengo la sospecha de que las leyes no existen, de que todos los decálogos y antidecálogos son incompletos y apócrifos. Lo mejor que puede hacerse es leer, bromear si es posible y hasta donde sea posible, no perder de vista la idea central, tratar de superar todo lo escrito (la única manera de asesinar a los padres fundadores es esa), hacer eso todos los días y esperar que nuestra historia deje pendiente una inquietud. La elección del narrador no es un problema, al narrador lo sienta en el relato la mejor inquietud diseñada.
Orlando Andrade. San Germán, Holguín, 1978. Poeta y narrador
Ha publicado: Parcos, atroces y dementes (novela, Ed. Holguín, 2010), La piel de la madera (poesía, Ediciones Holguín, 2012), Ellos cantaron Happy Birthday (cuento, Ed. Sed de Belleza, 2014), Mesyè Prezidan (novela, Ed. Oriente, 2014) y La diáspora (2984) (novela, Ed. Bokeh, 2015). Mantiene inédita su cuarta novela Ensayo beat para Liana Bird.