Me gustaría decir que leí con placer La canción perdida de Janis Joplin. Pero no sería exacto. Hubo un tiempo en que me aboqué a la lectura con demasiadas pretensiones, temiendo quizás que algunas obras, consideradas ejemplares en la historia de la literatura, escaparan a mi acervo. Mas ahora ya no. Hace años que sólo aguanto un libro hasta el final cuando me “engancha”; si no me atrapa la historia, si no me seduce la manera en que es contada, no suelo traspasar la frontera que marcan las primeras páginas. Alguien llamó a eso “leer sin compromisos”. Que es justamente lo que hago.
Tal vez por esa razón estuve a punto de desechar La canción perdida…; aún cuando atesoro muchas de las buenas grabaciones de la Joplin junto a Big Brother & The Holding Company, y me fascina la cualidad con que diluye el blues en la psicodelia del rock de los 60. ¿O será porque no resulta fácil sintonizar la frecuencia vibracional de las recitaciones con que arranca esta novela breve, extraña, que dio a Yordanka Almaguer (La Habana, 1975), el premio en la cuarta edición del concurso Cirilo Villaverde, que desde el año 2000 convoca el Centro de Promoción y Desarrollo de la Literatura Hermanos Loynaz, en Pinar del Río?
Son parlamentos “oscuros”, cierto, para quien todavía no ha conseguido entrever los derroteros por los que avanzará la inquietante trama. Liria, la adolescente protagonista de la historia, dialoga consigo misma en una suerte de peregrinaje místico que la lleva desde el cementerio, cruzando la bahía, hasta el Cristo de La Habana, a cuyos pies se tiende para esperar la muerte, sin alcanzar a escuchar el sorprendente monólogo de la estatua. Sin embargo, tras adelantar una veintena de páginas, el libro no deja muchas alternativas: es necesario continuar leyendo.
La canción perdida… nos presenta el mundo sórdido de una niña inducida a practicar un comercio sexual desaforado, cuyos dividendos redundarán en la apertura de un restaurante, donde su madre sueña preparar alguna vez sus “recetas especiales”. Aciaga resulta aquí la intervención de una amiga de esta, criatura repulsiva que descarga en la muchacha sus apetencias lésbicas, so pretexto de “iniciarla” en el arte de procurar placer a sus arrendadores de turno. El sexo, no obstante explícito, se nos entrega despojado de su carga erótica: no hay morbo alguno en las aprehensiones de Liria, quien por momentos no logra entender lo que ocurre y asiste pasivamente al espectáculo de su propia virginidad perdida, sin que ello implique dejar escapar definitivamente la inocencia. Y desde esa misma inocencia va edificando su mundo, un mundo de lo real-imaginario, en el que puede contemplar la vida (su vida) a través del azulado fragmento desprendido del vitral de un mausoleo. Una mirada azul al espacio circundante, al cementerio que parece así: “Más muerto. Limpio”. Una mirada no exenta de delirios, en ocasiones parecería que ajena, porque “estar en otros ojos, distantes, es el mejor modo de ser otra”.
Presencias hay que, en lugar de respuestas, plantean interrogantes al lector avezado. ¿Quién es realmente este Santiago Smood, negro bien educado, con sus modales anticuados y su maleta que “promete guardar misterios completamente inusuales”, al que “hay que inventarle una historia”? ¿Ha venido a malgastar su dinero en el restaurante maldito o sólo a dejar a Liria el legado de sus viejos discos de blues? Porque más allá de su efímera (diría que fantasmal) permanencia en la vida de la joven, este hombre deja una huella que se torna indeleble, provocando “una explosión de temperaturas” con su música “de negros”, que ella redescubre después en las canciones de la Joplin, cuya música pone el telón de fondo, banda sonora que recorre la novela insuflándole el aliento enajenante del blues.
El drama se perfila, sin lugar a dudas, en esta Habana nuestra de los pasados 90, con sus “paladares” exóticos que ofertan camarones a la chorrera al margen de las prohibiciones: quimera de Altagracia (la madre). ¿Qué sugerencias pudiera entonces comunicar el blues en medio de una geografía que le resulta naturalmente extraña? ¿Cómo no encontrar en nuestro rico universo musical, en las nostálgicas piezas de nuestra vieja o más reciente trova, el marco referencial ajustado a la sonoridad deseada?¿Qué revelador paralelismo adivinar entre la habanera de estos tiempos y la norteamericana muerta trágicamente hace más de treinta años, envuelta en toda la parafernalia hippie?
Tales cuestionamientos me asediaron en más de una ocasión, lo confieso, en tanto la lectura me acercaba al final de modo irremediable. La música es una constante a cuyo ritmo avanza todo el tiempo La canción perdida… Y aunque pudo no superar el exotismo de las armonías bluseras importadas, el recurso le salió bien a Yordanka Almaguer. Su logro estriba quizás en no haber tratado de domesticarlo, si no más bien contar la historia en el tempo serpenteante con que se canta el blues, utilizando párrafos cortados, oraciones que a veces contienen apenas un vocablo, giros voluptuosos, insinuantes, en una atmósfera alienante, depresiva, torva.
Un texto así no se deja leer simplemente por el placer de la lectura; porque a cambio impone sentimientos difusos, encontrados; ora irrita, ora deprime, pero siempre nos deja sin paz interior. Generar inquietud puede ser también una función del arte. Vale si intencional y vale doble si no. ¿Qué no esperar de una escritora que asume intuitivamente el juego de las sensaciones sin correr el riesgo de extraviarse en sus dobleces?
Sí, definitivamente, la canción perdida de Janis Joplin tendría por fuerza que ser un blues.