1. Los colores que tiñeron el cielo
Inpu estornudó. Los gentium1 creían que los dioses-bestias no estornudaban. Tampoco que vocalizasen palabras. Inpu era uno de los dioses-bestias que no estaban de acuerdo con hacerles creer tales mitos, aunque establecer un enlace psicomental era más cómodo que maniobrar la lengua en su boca de perro. A veces prefería no ser un dios-bestia, si con eso dejaba de gruñir consejos a quien buscase su sabiduría.
Sin embargo, eso no era lo relevante. Aun en el fondo de la cueva, donde tenía su mesa de piedra ocupada por un cuerpo a medio embalsamar y por encima de sus ungüentos, podía oler el azufre y componentes químicos que cualquier gentium clasificaría como «olor pesado», si pudiese olerlos. La ventaja de tener cabeza de perro era contar con los sentidos agudos del animal. La ventaja de su cuerpo gentium era la libertad de movimiento y lo portentoso de su cerebro.
Inpu volvió a estornudar. El olor era cada vez más intenso. Cortó con sus uñas la venda con que había terminado de envolver el rostro del gentium sin existencia y corrió hacia la salida de la cueva. Era inminente, terrible y expansivo. La razón le dictaba buscar refugio, pero su curiosidad lo impulsaba a asomarse al exterior, aunque estuviese a kilómetros del punto de fuga.
Porque conocía el origen, era ese lugar maldito del que Padre les advirtió, a él a y sus hermanos; Sutej, Horus, Bastet y Ast. Les había ordenado que nunca se acercasen a él, o las desgracias asolarían a Terra Este y los dioses-bestias quedarían en el olvido. No sería la primera vez que ocurriese: cuando Terra aún era joven y sobre ella caminaban otros dioses, y otra vez antes de nacer Inpu y sus hermanos, los dioses-bestias fueron aniquilados por la avaricia de los gentiums.
Inpu terminó su carrera al salir de la cueva y alzó la nariz hacia las formaciones rocosas, al este. Cerró los ojos y por el olor pudo establecer distancias, formas, determinar materiales y casi palpar el lugar exacto de la fuga, qué lo provocaba. Estaba muy lejos para establecer un enlace con algún gentium, alertarle del suceso, ¡no podía entender cómo ninguno se percataba de lo que sucedía! Con tanta tecnología, la que podían permitirse construir, ¡y no lo detectaban!
Lo sintió, era inminente, en cuestión de segundos, no, centésimas, milésimas, ¡micro…! Inpu se lanzó al interior de la cueva justo cuando ocurría. Un sonido ensordecedor retumbó a lo lejos, luego las ráfagas de aire viciado embistieron las rocas, con más fuerza y potencia que cualquier tormenta seca o de arena que Inpu hubiese conocido. Tuvo que contener la respiración, cubrirse las orejas y volverse un ovillo, o creyó reventarse de adentro hacia afuera. Su aullido de dolor quedó perdido en la tempestad y después vino el silencio absoluto. Inpu se levantó y, cauteloso, se asomó fuera de la cueva, con la vista clavada en lo alto, más allá de los Riscos Este que eran sus predios.
El cielo parecía una mezcla de metales fundidos, en tonalidades que pasaban del violento naranja-fuego hasta el negro veteado de la roca volcánica dormida. La columna de humo al tocar las nubes vomitaba resplandores y espectros de relámpagos.
Nuevos olores llegaron a Inpu y se horrorizó. Sin buscar siquiera un odre de agua o tomar mayor precaución contra los tóxicos, bajó por el desfiladero de la formación rocosa y, al tocar la arena, corrió ligero y veloz hacia el lugar marcado por la turbulencia roja en el cielo nocturno.
NOTA
1. Gentium: del latín; gente, persona, ser humano.