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Mulas

Me ha quitado el hambre el mal aspecto de la pizza, el mal aspecto de la caja de la pizza y, principalmente, ver como se la comían. Incluso Cisa. Ella está tan bien… Se molesta cuando miro las muecas que hace cuando muerde, su gesto de repugnancia cuando traga.

―¿Congo, cuántos días llevamos esperando el muteo de señal?

Cuatro, dicen sus dedos. El nodo de cables de fibra óptica está allá abajo, en la hondonada. Nosotros estamos aquí, dentro de un asco de cueva. Estaría bueno encender las linternas, hacer una fogata. Acercar las manos, frotar una contra otra; alejarlas cuando se pase de la comodidad a quemarse. Solo encendemos las linternas. Los dedos del Congo me dicen que ha llegado el muteo de señal. La luz alógena de las linternas ilumina los pasos entre las piedras.

―Tengan cuidado al bajar —digo y alzo la rejilla de acceso; pesa una tonelada.

Todos bajan al interior del conducto. Dentro hay centenares, o tal vez millares, de cables de fibra óptica. Por los de mayor calibre, que alcanzan medio metro de diámetro, se mueven las IAs y los flujos de datos de los cibermundos, desembocando en las megarquitecturas de la Red.

―Acomódense —sonrío para tranquilizarlos—. ¿Quién es el primero?

Cisa se me acerca.

Me encanta.

—Yo… yo voy primero —dice nerviosa.

Quiere salir de esto, sabe que nada de lo que sienta ahora la acompañará adonde va. El Congo, que ya había sacado todo el material de su mochila, la toma con suavidad por el brazo, mientras enseña sus dientes amarillos por mascar su pizza y la mía.

―Acuéstate aquí —le dice acercando las palabras al cuello de la mulata.

Le susurra el trato al oído. Es sencillo. Te doy un sueño, una nueva vida, y tú me das tu cuerpo y todo lo de adentro. Antes, te preparamos para que puedas ir hacia tu sueño.

La mulata ve las inmensas agujas de los plos de conexión. Se mueve nerviosa en la colchoneta. Se entiende, la mayoría de las conexiones cibercerebrales son inalámbricas. Pero ese pincho es necesario. Es mucho, mucho más rápido y con menos pérdida de códigos.

―Tiene que ser sin anestesia —le explico al Cristiano, uno de los tres indocumentados hacia los cibermundos. El Congo sigue tratando de convencer a la mulata.

Enciendo la consola, conecto los cables en los puertos de conexión del Cristiano. Corro el programa de subida al mundo virtual de las Cruzadas. Tiembla, se orina en los pantalones por el dolor cuando comienza irse. Así de doloroso debe ser para no degenerar el cuerpo. Lo necesito más adelante. Elimino algunos trazos de la configuración de personalidad del Cristiano. Dice que esa es su alma. Jodió mucho para que no hiciéramos lo que estoy haciendo ahora. Recortándola, para acelerar la subida. Le preocupa mucho su integridad. Pero a quién le importa, yo solo necesito acelerar el proceso. Repito la operación con el otro que aceptó el trato. Es un Otaku que se va al cibermundo de Dragon Ball, quiere derrotar a alguien que mató a Goku. No sé de qué habla. El Congo aún no ha convencido a la mulata.

―Cisa, tienes miedo —aparto al Congo con un empellón. Tomo sus manos, están tan frías—. Has pasado mucho trabajo en esta vida. No es así —disfruto como se calientan entre las mías—, mereces ser feliz. Solo tienes que hacer esto, y del otro lado te espera tu vida perfecta— le vuelvo a sonreír y me derrito en su mirada. Qué linda.

No me responde porque el Congo activa el programa de subida. Convulsiona mientras la aguanto. Sus senos se mueven como si hiciéramos el amor. Uno se sale de la blusa con un pezón como botón de autodestrucción. Así lo dejo, para de vez en cuando oprimir el botón. Quitarme el sueño. La recuesto de lado en la colchoneta. Y el Congo termina de montar los equipos de soporte vital.

Ella también fue la que más problemas dio cuando montamos los cibercerebros estándar. Se impresionó mucho con las agujas esterilizadas. La rapidez y frialdad con que subían y bajaban, insertando los periféricos cibercerebrales e implantes en el Cristiano y el Otaku. Los brazos robóticos, instalados en aquel sótano cerrado a cal y canto, con puertas de alta presión y sistemas aislantes, introducían el hilo sonda conectado a contenedores de acrílico que sublimizaban en una nube plateada.

Por el hilo sonda bajaban sustancias nanoconectoras y combinados bioquímicos para aumentar la potencia electroquímica del cerebro. Ella no quería mirar. Dudaba, después de haber dicho que sí, que estaba interesada. Era preciso que viese el proceso, que estuviese segura que lo iba hacer. No podía echarse atrás. Tendríamos que matarla y no nos gusta matar a nadie; las cosas se complican con los muertos y con todo lo que cargan. Mucho más de lo que pueden llevar. Aquella vez ella cerró los ojos cuando se trazaron los caminos de conexión sobre la piel, se entrelazaron los periféricos y se implantó el plo de conexión con una soldadura biótica que era un desastre. Tuve que apartarle las manos de la cara, darle una taza de tilo, unas pastillas, acompañarla a hasta su casa. Luego montar vigilancia por si se arrepentía y llamaba a la Metropolitana. Recogerla, hablarle durante todo el camino de lo perfecto que sería su vida en el mundo virtual de La Habana de principios de siglo. Ese cuerpazo es para caminar por La Rampa, le dije. Tus ojos son un sueño para el cielo de esa época. Tus nalgas para los jeans. Serás feliz. Los hombres son diferentes, le dije. Todo es diferente. Y ella se dejó sedar y montar el cibercerebro.

―¿A qué hora empezamos? —me pregunta el Congo cuando le pone un medidor portátil de presión arterial a la mulata.

―Nos dijeron que a las tres de la mañana —me aparto de la mulata y saco el Celia.

Me detengo a revisar una inmensa lista de especificaciones y a cotejarla con los softwares que traje. No quiero incompatibilidad para los nuevos huéspedes.

―Congo, vamos a lo nuestro —le doy dos palmadas en la espalda—, ¿estamos en tiempo?

Chequeo por última vez las conexiones. El Congo se prepara, abre su laptop táctil. Una vez le pregunté por qué si todo hacker que se respete hace sus incursiones pantalla adentro con avatar, él optaba por el método pantalla afuera, que es una porquería. Me respondió que había visto a muchos compadres freírse y que él sí escarmienta por cabeza ajena. Me siento a un lado mientras hace su ritual. Besa la pantalla de la laptop. Le habla bajito.

—Vas a estar bien —le dice, la conecta a los cables de fibra óptica que van a cinco servidores diferentes, en los últimos pisos de La Muralla.

En algún momento me dormí por el aburrimiento. Sus gritos me despiertan.

―¡Dale que ya llegó uno!

Me lanzo sobre la mulata. Había entrado en shock por el impacto del nuevo ocupante. Su corazón se detiene, no respira. Presiono entre los pechos, el que está fuera de la blusa y el que está dentro. Le doy boca a boca.

―Maldición. Si son IAs, ¿por qué no averiguan cómo respirar antes de venir? —rezongo entre dientes.

Tomo la minicomputadora, la conecto al plo infrarrojo en su nuca y corro el software médico para que estimule, a través del cibercerebro, los pulmones y el corazón, además de indicarle el fichero de control sobre las funciones corporales. Espero unos minutos a que su respiración se acompase. Solo entonces le devuelvo el control del cuerpo al nuevo dueño, pero vuelve a convulsionar y el cuerpo entra en un estado caótico, contorsionándose, hasta que se detiene de forma súbita. Abre los ojos, grita, mueve sus brazos y piernas. Primero de forma desorganizada; después simula caminar sin estar de pie. Me mira. La miro. Pienso que en algún lugar, allá dentro, está la mulata.

―Dale que llegó otro…

Repito la operación y todo se jode.

―Déjalo, que esto se fastidió —grita el Congo. Tira la laptop con la pantalla en rojo. Los virus del hielo negro del último servidor, devorando hasta el último giga del sistema operativo.

En ese momento, por vía inalámbrica, le transmito los programas básicos de interacción cerebral al nuevo huésped del apetitoso cuerpo de la mulata. Cuento los segundos, quisiera empujar la barra de progreso de la instalación para que se complete. No hay tiempo para el período de reconocimiento. Ella que aprenda como pueda. Tomo lo indispensable y a la nueva mulata. Un IA de investigación y desarrollo de Mertech. Una empresa emergente de microbiología, biocomputación e ingeniería genética.

―¡Congo, está casi completa! ¡¿Qué hacemos con los demás?!

―¡Déjalos!

Salimos de ahí. Arrastro a la mulata y el Congo camina con toda la rapidez que le permite la piedra caliza y todo lo demás que es monte. Hay tiempo para preguntar.

―¡Congo! ¿Nos localizaron?

―No lo sé. Pero tenemos que movernos rápido

Todo había salido bastante mal. Gastamos mucho material y solo pudimos quedarnos con la mulata, o sea la IA, pero quiero llamarla así, la mulata. Camina con torpeza, se cae a cada rato. Está arañando sus hermosas piernas. No se queja. Observa todo y toca todo lo que la velocidad de huída le permite.

―Cárgala —me grita el Congo.

Me la echo a la espalda, me eriza el calor de su respiración en la nuca. Corro a todo lo que dan mis fuerzas. Llegamos a la carretera y a nuestro Toyota. La monto detrás en la camioneta y ponemos el automático del 4 x 4. El Congo saca la laptop de reserva debajo del asiento del conductor y se dedica a mover con frenesís los dedos, se escucha como un tableteo leve, en ocasiones los dedos se le enredan o presionan la tecla que no es, pero poco le importa, su software inteligente, help no sé qué, corrige los comandos.

—¿Nos localizaron? —vuelvo a preguntar.

―Su satélite está sobre el nodo, si llegamos a la circunvalación estaremos bien —sus ojos se reflejan en el retrovisor—. Tenemos que soltarla lo más rápido posible. Sácale toda la información que puedas y después la dejamos en los Técnicos.

―¿Estoy viva? —la nueva voz de la mulata me sorprende— ¿Estoy viva? —su tono, su timbre, no sé…

―Sí —le respondo

―¿Cómo lo sabes?

No respondo su pregunta. No sé cómo. Simplemente siempre he estado aquí. Se percata de mi perturbación, de mi falta de palabras para expresar lo obvio. Pide fuego.

―¿Fuego? —el Congo me da su fosforera. La pequeña llama azulosa se bambolea y la protejo del viento con la mano. Ella la mira, la toca con su dedo índice, pero no nota que se esa quemando.

―Me engañaron, aún estoy dentro —se golpea la cabeza con los puños, contra el cristal. Una y otra vez. No sintió el ardor de la quemadura. Le inyecto un tranquilizante.

Esto nunca me había pasado. Le explico que los sentidos no están conectados al cibercerebro por que es estándar. No tiene capacidad para manejar tanta información; que con el tiempo todo, absolutamente todo, se convertirán en recuerdos y no en ficheros.

―Poco a poco serás humana —le digo—. ¿Quieres una prueba? Trata de acceder a tus últimas vivencias, como lo hacías antes. Cuando estabas en la Red —me mira, lo intenta.

―No puedo —dice

―Ahora solo piensa en ellos. Recuerda

―No sé cómo recordar —me dice.

Esa es la causa por la que buscamos personas y dejamos los recuerdos en los huéspedes. Para que las IAs aprendan de la personalidad. Para que se escondan en ella, la lleven a cuestas como una caracola.

―Deja que tu huésped te guíe —le digo. Ella cierra los ojos. Sonríe. No solo está recordando: siente la ampolla de la quemadura. La revienta y frota los dedos—. Necesitamos que cumplas con tu parte —le digo sin mirarla a los ojos.

Me siento como el capataz de la fábrica clandestina, en donde encontramos a la antigua mulata. Donde le dijimos: Eres lo que estamos buscando, ¿te gustaría dejar todo esto? Todo. Ser alguien diferente, en un lugar diferente.

El auto dobla con brusquedad, frena, se cuela en un espacio entre una rastra y otro auto. La mulata me mira de una forma extraña. Afirma con la cabeza.

―Voy a cumplir mi parte —dice

Activo la conexión inalámbrica. Los datos de las últimas investigaciones de manipulación genética y microbiología son transferidos. Millones en un Celia. Solo saberlo me pone nervioso. Los dientes amarillos del Congo cubren el retrovisor en el momento en que nos perdemos en la inmensidad de autos.

Las fábricas sin chimeneas se alzan cerca del horizonte. Mí tiempo con ella se acaba. Esta recostada cómodamente en el asiento con la ventanilla baja. El furioso viento despeinándola. Quiero quedarme con ella, con el amanecer y el sol que no se ve. El Toyota dobla y se oculta en la sombras de la mañana.

La tomo por la barbilla y la obligo a mirarme. Sus ojos muestran sorpresa. Eso es bueno. Su conciencia lógica se fusiona con los recuerdos y las emociones básicas. Ahora ella es una actualización de Cisa. Me pregunto qué estará haciendo en esa Habana virtual, como se llamará, qué rostro y cuerpo habrá elegido entre las millones de configuraciones disponibles, dónde vivirá. La nueva Cisa me sigue mirando.

―¿Cómo te llamas?—le pregunto para comprobar que la primera fase de la simbiosis fue completada.

―Elizabeth Heredia Matos

―¿Qué edad tienes?

―25

Sonríe. Ahora esa que esta frente a mí es la mulata que se fue, con algunas mejoras. Solo falta una cosa. La beso, tengo que hacerlo o nunca me lo voy a perdonar. Por un momento lo disfruta, luego lo analiza y experimenta con su lengua, con los labios, los dientes, y me la quito de encima.

—Esta lista, Congo —y él suspira aliviado.

Entonces ella se baja sin dejarme un teléfono.

Sin un adiós.

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