EL TRIBUNAL
La atmósfera cargaba olores húmedos, traía el agua y el viento que golpeaba los cristales de un carro estacionado frente a una construcción que simulaba un estilo gótico.
—Dale, bombón, para que cojas lo tuyo —dijo un policía con aspecto de depredador.
—Yo tengo nombre —dijo la mujer.
—¿Y cómo te llamas? —preguntó con sarcasmo.
—Mayra —respondió con voz apagada—. Está lloviendo y yo…
—Yo nada —interrumpió el depredador—. Pon las manos para esposarte.
Mayra, después de ser esposada, miró con detenimiento para el interior del local. Dos mujeres conversaban con un viejo. Detrás de ellos, otro viejo los observaba con un revólver en la cintura. Hizo un ademán como para salir del carro.
—Espérate —ordenó el depredador—. Deja que afloje el agua.
Mayra se reclinó en el asiento y abrió un libro, pero la imagen de las tres personas y del viejo con el revólver en la cintura, vagaba por cada hoja que pasaba sin detenerse. Cerró el libro y lo guardó en un bolso que llevaba sobre las piernas.
—¿Tú viste el año que hicieron esto? —preguntó un flaco sentado detrás del timón, señalando para un monumento que permanecía a su lado.
—¿Tú crees que después de la noche que he tenido, yo tenga deseos de mirar nada? —respondió el depredador, dejando caer la gorra sobre sus ojos.
Mayra repasó cada detalle del monumento. Al llegar a la base se detuvo en una placa que decía: «Audiencia Provincial. Esta obra fue construida gracias a la benevolencia y sabiduría del excelentísimo señor Benito de la Caridad». Respiró profundo, dejó caer la cabeza hacia atrás y sus ojos se tornaron de un azul grisáceo, como si de momento los invadiera la humedad de la lluvia.
—Vamos —ordenó el depredador.
Subieron con lentitud las escaleras. Las mismas personas que aún hablaban en la entrada la miraron con desdén.
LA SANCIÓN
—Acusada, póngase de pie —exigió una mujer con voz penetrante y preguntó—: ¿Incumplimiento del deber de denunciar?
Mayra movió la cabeza con un gesto positivo.
—Aquí se responde de forma verbal —exigió una vez más la mujer—. Responda, ¿sí o no?
Mayra observaba cada rostro, cada movimiento de aquellas personas que no dejaban de murmurar, de ignorar el chorro de diarrea que aprisionado contra el blúmer le quemaba las nalgas. Quiso desprenderse de todo aquello.
—No se puede mover —gruñó un joven detrás de ella.
Observó el rostro de la mujer. A otros dos hombres que a su lado apoyaban, con un ligero movimiento de cabeza, cuantos artículos, leyes y modificaciones leía esta en voz baja. Recorrió con la vista cada rincón del local. Repasó, con una mezcla de estupor y serenidad, las paredes y el techo, pero no logró escapar de los temblores, del sobresalto que dominaba su estómago y le impulsaba, de forma intermitente, otro chorro de diarrea.
—Los jueces se retiran a deliberar —anunció una muchacha después de arrastrar una mesa—. De pie.
La sala quedó en silencio por un instante. Mayra observaba como ante sus ojos, aún sin perder el color azul grisáceo, se reeditaba una nueva doctrina en contra de la liberación de su alma. Entonces presintió que dejaba de ser la obrera asalariada, la militante partidista. Se llevó la mano derecha hasta las nalgas, palpó e hizo un gesto de dolor.
—¿Te estás cagando? —preguntó el joven.
—Sí —murmuró.
—Aguanta —ironizó el joven—. Falta poco para que te terminen de rajar.
Presintió que su historia había muerto, que se convertía en la migaja que necesitaban otros para salvar su conciencia y, en breves minutos, la mandarían detrás de las rejas, vestida de gris y con una P ribeteada en negro sobre su espalda.
—De pie —gritó la muchacha, esta vez sin arrastrar la mesa.
La mujer entró escoltada por los dos hombres. Uno se adelantó, alzó la silla y le ayudó a sentarse.
—Gracias —murmuró esta.
El otro hombre puso entre los brazos de la mujer un libro, ambos se miraron con sarcasmo y se sentaron a su lado. La mujer meditó por un instante y dijo:
—Este tribunal después de haber analizado las pruebas presentadas por separado y en conjunto, y teniendo en cuenta los preceptos educativos de la sanción, así como el Artículo 161, 1, Inciso b del Código Penal, sanciona a la acusada Mayra Lezcano Orozco a un año de privación de libertad a cumplir en un establecimiento penitenciario del Ministerio del Interior.
Una corriente de aire húmedo, el aliento esperanzador de Elegguá, más otro chorro de diarrea, registraron con mayor fuerza a Mayra. La muchacha corrió con cuidado la mesa, fue hasta Mayra y dijo:
—Si lo deseas, puedes ir al baño.
—Si aquí te cagaste, en la prisión te vas por el retrete —espoleó el joven.
Mayra se detuvo y, con una mirada felina directa a sus ojos, dijo:
—Cuídese, que cuando las desgracias llegan, hasta los santos te abandonan.
Mientras, más allá de las puertas, existía una ciudad, un pueblo perdido entre dos monedas disputándose su valor en las casas de cambio, una iglesia donde los feligreses volcaban su ignorancia a los pies de Jesús. También el eco de los cocheros tras el látigo y los cojones que les gritaban a los caballos y a cuantos chóferes no respetaban su derecho a la supervivencia.
LA PRISIÓN
—¿Nombre? —preguntó una mujer con gestos masculinos.
—Mayra Lezcano —respondió.
—¿No te dieron el segundo apellido? —satirizó la mujer.
—Orozco, compañera combatiente.
—Su sección es la de las primarias. Mi nombre es Carmen y soy la jefa de orden interior —dijo mientras le entregaba una carpeta llena de papeles—. Esos son sus derechos, deberes y obligaciones. La cuartelera la va a ubicar.
Mayra caminaba con el bolso colgado de un hombro, con la vista perdida en el color blanco de las paredes y las consignas pintadas en las jardineras. Pasó frente a un aula donde permanecían reunidas un grupo de reclusas. El bolso se le desprendió del hombro.
—No cojas lucha —escuchó decir—. Eso pasa rápido.
Miró y, pegada a la puerta, una muchacha sonreía.
—Yo también pasé por eso y ya me climaticé —volvió a decir la muchacha.
Se acercó a la puerta y dijo:
—Gracias. Me mandaron para la tres.
—¿Quién te dijo que podías pararte ahí? —preguntó Carmen desde la oficina.
—Estás de madre Carmen —gritó una reclusa—. Déjala que se defienda, ¿no?
—Por gusto no te dicen la Niñera —gritó una segunda reclusa—. Ojitos azules y todo.
—Acaben de callarse —reclamó Carmen parada frente a la sección.
EL DESTACAMENTO
12:30 p.m.
Mayra permanecía sentada sobre la cama mirando una fotografía donde aparecía su hija. Miró para el fondo de la sección. Frente al televisor el resto de las reclusas pateaban contra el piso y las más precoces se masturbaban ante el galán de la novela de turno.
—¿Es la tuya? —preguntó la Niñera desde la ventana—. Yo también tengo una.
—¡Coño, qué susto! —exclamó—. ¿Qué tú haces aquí?
—La combatiente sacó a un puntico que se picó por un ataque de tarro a la enfermería y me escapé —respondió—. Es bonita y se parece a ti.
—Ya tiene novio. ¿Y la tuya?
La Niñera vaciló por un instante, pegó el rostro a los balaustres y respondió en voz baja:
—Tiene cinco años y la tuve con un blanquito así, bonito como tú.
—Niñera —increpó la combatiente—. ¿Qué tú haces ahí?
—Yo vine…
—Yo vine nada —interrumpió—. Siempre estás detrás de la última que llega, entra y anótate esta.
La combatiente tiró la puerta, cerró el candado y fue hasta Mayra. Parada en la ventana, preguntó:
—¿Tú eres la Económica?
—Sí.
—¿Qué tiempo llevas aquí?
—Un mes.
—Abre los ojos porque vas a perder hasta el alma —gruñó—. Odalys, apaga el televisor y que se acuesten, mañana es otro día.
11:00 p.m.
La oscuridad se había apoderado del penal. Por la ventana entró un aire frío, como de lluvia. Mayra fue a cerrarla.
—¿Qué tú haces levantada? —preguntó Odalys con voz impersonal.
—Tapando esto —tartamudeó.
—Termina y acuéstate —dijo en tono déspota—. Y no te quiero ver fuera del mosquitero.
—Coño, que rico. Coge, coge esta también —Escuchó Mayra minutos después—. Cógela, co, co…
—Te dije que no me la dieras ahora, cojones —gritó otra voz.
Mayra alzó el mosquitero y pudo ver como Odalys naufragaba entre las piernas de otra reclusa que, sentada en el borde de la cama, gemía desesperada. «¡Pero qué es eso!», exclamó, y un sentimiento de repugnancia le estremeció el estómago. En la sección solo se escuchaba un quejido, más que de placer, conmovedor.
—¡Dios, coño, pero que lengua!
Sin lograr controlar el sobresalto que aún dominaba su estómago, Mayra volvió alzar el mosquitero y pudo ver, una vez más, a Odalys que abría con los dedos los labios mayores de la vulva que le impedían, con un extraño ejercicio de la lengua, abofetearle el clítoris a la reclusa, que con un movimiento desenfrenado se lo restregaba en la cara mientras su llanto comenzaba a brotar de forma intempestiva.
—Así me gusta verte, cojones —dijo Odalys limpiándose el rostro—. Llorando como una recién nacida.
Mayra sintió el remordimiento de un vómito y se dejó caer hacia un lado. Odalys caminó hasta ella.
—¿Qué mirabas, cenicienta? —preguntó cogiéndola por el pelo, pasándole la lengua por un hilo de vómito que le bajaba por la barbilla.
—Yo no miraba nada —respondió con dificultad—. Quítate.
—Métele con todo —dijo la otra reclusa—. Ya yo estoy satisfecha.
—Por lo que aparenta debe ser tremenda loca —murmuró Odalys aprisionándola contra la cama, lamiéndole el rostro.
Mayra quiso desprenderse, pero sus fuerzas quedaron reducidas bajo la emboscada tendida por Odalys y su compañera que, sujetándola por las manos, murmuraba:
—Deja que te muerda los muslos, que vas a llegar al cielo.
Mientras Odalys, sentada sobre su cuerpo, le abría la blusa, medía la altura de sus pezones con la yema de los dedos, se mordía el labio inferior y sonreía con satisfacción.
A Mayra no le quedaba un sito en la memoria para una señal o un grito. Su cuerpo, bajo las carnes de Odalys, se convertía en esa cruz que ya ningún santo querría besar. «Elegguá, Ellife, Ochosi, Osun, ayúdenme», murmuró sin fuerzas.
—Abre, que la muy hija de puta la mata —le gritó Carmen a la combatiente.
Las reclusas se agruparon en el fondo de la sección.
—A ver, que alguien diga algo —exigió Carmen—. Lleven a Odalys y a la Gorda para la celda.
—Eso fue un chivatazo —gritaba Odalys mientras la conducían esposada de las manos para la celda—. A la que se fue de lengua, le voy a picar la cara.
Mayra quedó acompañada por una oración que nunca la abandonó: Elegguá, eleda, etié mi cosinca, etié mi cosinca…*
NOTA:
* Elegguá, santo ángel de la guarda, no he hecho nada, no he hecho nada.