El hombre del siglo XIII contó sobre su época. Era soldado. No había cómo escapar de serlo por entonces, pero en cambio tuvo en cada tregua un hijo y nunca presenció un ahorcamiento de brujas. El del siglo XIX recordó las tierras de África, la trata como Capitán, sus amores con una carabalí majestuosa. El inquisidor subrayó, para compensar su vida, haber conocido a Galileo. Un hacedor de zapatos antes de Cristo adujo la indecencia de usar las suelas de cuero de toro por las de cuero de cabra. No había más que mirarles a los pies, añadió radiante. Dos héroes de la Segunda Guerra Mundial dijeron haber perforado las vanguardias del hostil. Un nazi, que todo había ocurrido de esa manera, pero que en cierta ocasión le perdonó la vida a un ser entre los árboles. Los alquimistas señalaron haber creado fuegos de artificio y el hechicero haber espantado algunos demonios. Entonces el estrépito de las conversaciones se detuvo. La niebla que los rodeaba se hizo todavía más incandescente e insoportable.
¿Adónde iremos a parar con tanto frío y a la deriva?, preguntó el inca a viva voz. Hacia alguna parte hemos de ir, supuso un herido. ¿Hace ya cuánto tiempo en este ir y venir, sin llegar de una vez?, dijo el gran perfil del poeta medieval. Ya estamos llegando, anunció el filósofo griego: ¡Miren! La niebla que tenían por delante se deshizo y la multitud quedó esperando lo que venía. Un bote idéntico, con idénticos afanes, los chocó por la proa. Sorprendió que se encontrasen en los rostros de la tripulación contraria. ¡Hemos llegado! ¡Y lo último por ver es un espejo!, dijo un monje en contemplación de sí mismo. De todas formas se persignaron y después, siguiendo un curso natural, se fueron mortalmente a pique.