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Molinos de bolsillo

Las manos ásperas del policía recorren el torso hasta detenerse bruscamente en su cintura.

¡Abre más las piernas!, una voz intempestiva taladra sus oídos.

Con docilidad, Yoel separa los pies, apoya sus manos contra la patrulla, se inclina ligeramente y cierra los ojos. El policía continúa con la requisa. Manos hurgando furiosas, casi con saña, en cada pliegue del pantalón. Otros dos oficiales observan la escena a algunos pasos, mientras se alternan un único cigarro, al cual dan largas chupadas cuando les llega el turno.

¡Quítate los zapatos!

Yoel obedece sin quejas. Piensa en su hija: pelo crespo, pecas, ojos azules y aquella delgadez tercermundista, haciéndola lucir oscilante al caminar.

¡Mire lo que hay aquí, Capitán Mendoza!, grita el policía, dirigiéndose a los oficiales y mostrando con cierto orgullo una pequeña envoltura de nylon. Luego, propina un fuerte codazo en la cintura del detenido, obligándolo a caer de rodillas sobre el pavimento.

Los dos oficiales se acercan entonces. El más alto, negro, con amplio mentón y bigote espeso, después de revisar aquel paquete hallado dentro del zapato izquierdo, se agacha muy próximo al detenido.

Así que tú eres el ladroncito de mierda, ¿eh?, dice mostrando una hilera de enormes dientes amarillos y acariciándose la barbilla. Te vas a podrir en cana, ¿sabes?

Yoel se muerde los labios. Crispa los puños. Un calor doloroso inunda su vientre, pero permanece inmóvil. Fuertes vientos de madrugada baten y hacen crujir la destartalada puerta del cementerio que se alza a escasos metros, gris, con carteles en latín casi ininteligibles.

Mendoza se incorpora. Examina durante algunos segundos al detenido y acomoda su gorra.

Este no tiene remedio, murmura y escupe iracundo sobre el asfalto. ¡Teniente Cáceres!, busque al sepulturero y preséntelo aquí de inmediato.

Apenas escucha la orden, el otro oficial echa a correr y desaparece en la entrada del camposanto. Mientras, recostándose a la patrulla, el policía mantiene bajo estricta vigilancia al prisionero. Muy cerca, el capitán permanece pensativo. Parece más alto en la penumbra. La piel húmeda bajo su uniforme impecable. Da breves paseos en espera del teniente. Bostezos ocasionales muestran su dentadura inmensa y amarilla. Yoel, sin intentar levantarse, lo observa fijamente y piensa en su hija: finalizó la Secundaria con notas magnificas, fue elegida para militante de la UJC, escribió un emotivo discurso para el acto de graduación que hizo llorar a varias madres… Dentro de poco comenzará a estudiar en el IPVC… Los minutos transcurren en absoluto silencio. Una menguante luna es ocultada por nubes grises. De súbito, como un fantasma azul, aparece el Teniente Cáceres en la puerta del cementerio. Detrás, dando tumbos, camina el sepulturero. Ambos avanzan hasta Mendoza, quien los interroga con la mirada. Cáceres se adelanta.

Lo encontré dormido sobre una bóveda, dice señalando al viejo, está demasiado borracho para hablar. También revisé el área y vi varias tumbas abiertas, todas recientes. Me atrevería a decir que de hoy.

Mendoza lo escucha atento, sin interrumpirlo, observando de soslayo el balanceo del sepulturero.

Buen trabajo, Teniente, expresa una vez concluido el parte.

Camina nuevamente hacia Yoel, que continúa de rodillas. Al percibir su presencia, el policía abandona su cómoda posición contra la patrulla, desperezándose de pronto.

Yo he capturado a miles de rateros y bandidos que le roban hasta a su madre; pero… ¡esto!, el Capitán Mendoza baja la mano hasta Yoel, restregando en su rostro el nylon que envuelve varios dientes de oro, esto nunca lo había visto en mi carrera. ¡Los muertos son sagrados, carajo!

Respiración convulsa. Ojos irritados, a punto de estallar dentro de sus órbitas. Policía y teniente en silencio. El sepulturero, ajeno, da pasos circulares.

¡Carguen a esta porquería!, ruge Mendoza.

Hijos de puta, piensa Yoel mientras lo suben a la patrulla. Son unos hijos de puta. Su mente es ocupada un instante por sentimientos de venganza; pero la imagen de la hija vuelve a tomar posesión de sus pensamientos: está creciendo muy aprisa. Cada día se parece más a su madre. Pronto cumplirá quince y no tendrá como regalo la cadena de oro veintidós prometida desde hace mucho.

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